[Fragmentos filosóficos
del
LIBRO DE HORAS]
Miguel Cobaleda
Registro de la Propiedad Intelectual.-
nº: 620-SA de 10- Diciembre-1996
Valor.
El
valiente teme, porque es hombre y siente la ferocidad de la sombra, pero su
temor no le hace débil, no le hace traidor.
El
valor se demuestra cuando se muestra, y no es condición constante, que quien
ahora lo es, ahora deja de serlo, pues el espíritu siente menos resistencia en
unos momentos que en otros.
El
valeroso puede serlo en medio de gran escenario, cuando la pública atención se
centra en su gesta. Suele ser hombre.
Pero
también puede serlo en la soledad absoluta y en el silencio total, que es
cuando la sombra verdaderamente sale a cazar con sus perros. Suele ser mujer.
Es
el valor (de otros) completamente necesario para la vida, pues pocas son las
cosas que se hubieran conseguido sin él, en este escenario feroz lleno de
implacables enemigos. Ha civilizado el mundo y ha trazado sus senderos,
roturado las selvas y amansado las ariscas montañas.
Algo
hay siempre de acerada abnegación en el corazón del valiente.
Cuando
el valiente está vivo, se le agradece pero no se le paga. Y se prefiere que
permanezca lejos.
Cuando
el valiente está muerto, se le llama héroe. Y no importa tener cerca una de sus
estatuas.
Si
deseas ser valiente, no lo dejes para cuando sea absolutamente necesario. Ya es
absolutamente necesario, la sombra nunca se detiene.
Cobardía.
Tiene
nombres muy diversos la cobardía, según se pretenda defenderla o denigrarla.
Puede ser instinto de conservación, puede ser debilidad de ánimo, prudencia,
falta de entereza, razonada medida de la jerarquía de los valores, ausencia de
la precisa cantidad de riñones... y otras muchas metáforas más o menos
tendenciosas.
Pero
lo que nunca es la cobardía es cobardía, porque en esta sociedad en que cada
quien desea para sí una seguridad que pretende que le consigan los otros, la
literatura sobre los cobardes es tan hipócrita y tan densa, que hace falta
valor para atreverse a ser cobarde.
En
todo caso recuerda: * Si te llaman cobarde, es que quieren que te arriesgues
por ellos. * Si se maltrata públicamente la cobardía, quien lo hace es un
pastor que pretende que sean otros los que defiendan del lobo a sus ovejas. *
Si se hace un oficio del valor, los maestros del gremio, sin riesgos, desean
sacar tajada.
Y
además ¿no es acaso cobarde la naturaleza, donde todas las especies calculan y
miden los riesgos, donde el mar cede ante el viento, el viento ante el sol, el
sol ante la sombra? ¿No lo son los dioses, que nos han interpuesto entre la
muerte y ellos? ¿La misma muerte, que sólo a traición mata y nunca se ofrece a
un combate igualado?
Sé
cobarde sin dudarlo, te conviene. Sé cobarde para hurtarte de los riesgos que
sirven a terceros. Sé cobarde para morir por lo tuyos y no por los que no lo
son. Sé cobarde para abofetear al sol, para insultar al viento, si ves que
puedes ganar más que perder. Sé cobarde para sacarle los ojos a la muerte y
llorar con ellos lágrimas que la ablanden. Pero sé un cobarde diferente: no le
exijas valor a otros, como hacen tantos cobardes verdaderos; sólo a tu razón,
para que rompa la sombra.
Humildad.
Nunca
dejes que te venza la humildad, paloma astuta como serpiente, capaz de
aprovechar la más pequeña arruga de la coraza del alma para hacerse un nido y
dominar la cumbre. Ha sido entrenada por el más sagaz y hábil de todos los
halconeros, y ahora persigue halcones y sabe de antemano todas sus fintas.
Es
blanca por fuera, pero en su hipócrita y traidora condición, se ha atrevido a
ser también blanca por dentro, y se cierra de tal modo a su destino, que no hay
fuerza capaz de hacerla cambiar de rumbo. Como que los rumbos la temen, porque
los vuelve de basalto.
Es
una melodía que casi no llega a los oídos, de tan suave y temblorosa que al
principio se muestra. Pero poco a poco (no la asusta el tiempo) va subiendo y
subiendo las octavas de su tono, la intensidad se pliega a sus designios y
aumenta, y cuando quieres librarte de ese rugido feroz, ya todos los tejidos de
tu alma tiemblan, trepidan sin escape con todo el universo, cegadora la belleza
de los ángeles furiosos que sienten cómo estallan también sus tímpanos.
Se
dice que fue traída de oriente por un dios viajero, se comenta si acaso nació
de las aguas primeras, un rumor achaca su origen a la envidia que el orgullo
engendró en la vanidad (este relato la hace, pues, hermana de los ‘Férotes’)...
cuentos, historias, ¿quién sabe?... No parece hecha de material que muera, es
que como el sílice que puebla las arenas. Y a la postre da igual cuál haya sido
su fuente, o si quizá es eterna y anterior a la historia: tenemos que vivir en
su propio cubil.
No
dejes, pues, de intentar ser humilde por todo cuanto te digo. Y recuerda además
que es la máscara mejor si quieres ocultar al mundo tu terrible orgullo.
Orgullo.
Ya
quisiera el orgullo poder ser orgulloso, pero vive en unos pechos y late en
unos corazones de tan plebeya condición y tan torpe artificio, que debe
conformarse con profesar de humilde.
Porque
muchos se piensan que virtudes y vicios quedan dentro de sus propios rediles,
que la libertad es libre, la verdad verdadera, la humildad humilde, lasciva la
lascivia, orgulloso el orgullo. Pero no, una cosa es el alma donde la esencia
habita, otra la esencia misma en su abstracción pura.
Y
así el orgullo nunca ha podido hacerse el orgulloso, de lo que tiene querencia
por merecer la honra de parecerse a su estirpe. Y no podrá verse satisfecho,
pues si algún espíritu elevado se compadeciera de su frustrado destino y le
acogiese en un pecho honrado y comedido, de propósito firme y preclaros
principios, no podría el orgullo disfrazado de humildad presentarse ante su
gente. Es problema insoluble que cada máscara esté enmascarada del otro.
Piensa
tú, lector, si el orgullo te conviene, pero medita la cuestión con rigor y sin
prisa. Puedes tener el orgullo a prueba un tiempo en tu alma, en algún retirado
gabinete interior donde nadie lo sepa y no te comprometa; y decidir muy luego
si le quieres como huésped eterno o tan sólo como visita ocasional para
momentos graves.
Y
en caso de permanente adopción, no olvides que necesita mucho equipaje y no
todos tenemos el mérito o el talento, la belleza o la gracia de la que pueda el
orgullo ocuparse mientras nos vive y habita.
Pues
patético es el caso de tantos anfitriones de un orgullo inmenso, que nada
tienen con qué alimentar la bestia insaciable crecida día a día en su íntimo
cubil y que ruge en esos pechos sin encontrar destino.
Prudencia.
Honor
a los prudentes, poseedores de una cualidad que los distingue entre todos los
otros seres del universo, les hace diferentes e insignes. La prudencia no
mancha las manos de púrpura, ni se precipita en el abismo de los riesgos
innecesarios, no actúa sin razones ni razona sin lógica, no procede sin causa
ni propone sin previsión. Medita sus empresas bajo todos los aspectos y estudia
sus horizontes desde todos los ángulos. Pocas son las veces que yerra el
prudente, y cuando yerra, su equivocación no le es generalmente imputable.
Hace
que fermenten las otras esencias del comportamiento, la da cauce al valor,
cielo despejado a la sabiduría, le pone alas a la esperanza, cimientos a la
fidelidad, camino seguro a la constancia, hogar duradero a la alegría. Está
aliada con el azar de modo permanente, y la muerte y ella se tratan con grave
respeto.
Los
antiguos y sagrados libros veneran a la mujer prudente y al prudente varón, los
ponen como ejemplos a seguir y encomian este hábito sobre otros muchos. Si te
vuelves prudente (no calculador), si te orientas por la prudencia (no por la
frialdad del ánimo), si sabes en todo momento distinguir la medida prudencial
(no el astuto beneficio), mucho tendrás ganado en todos los órdenes de la vida
y de la convivencia, pues desde la ley hasta la costumbre consideran la
prudencia guía segura de los actos.
Aunque
pasa con ella, como con tantas otras, que es primeramente buena para el que la
posee, y sólo de forma delegada y vicaria con los otros que a su lado se
encuentren, a los que a veces llega nada más el fleco escasamente abrigador de
sus deshilachados perfiles. Y nos libren los dioses de un perverso prudente.
Temeridad.
Los
temerarios no solamente se pierden a sí mismos, pierden a los que están cerca y
no pueden evitar la ola voraz del riesgo sin medida. No te acerques a ellos
aunque sea preciso. Mala virtud es ésta para sufrirla en los otros. Ignora que
existe una íntima trabazón causal de las cosas, y no la tiene en cuenta.
Desprecia los signos que marcan el filo del abismo. Olvida las advertencias
señaladas de púrpura en los mapas. Y no cree que el corazón sea capaz de
sentirse atemorizado. Por eso es sensato evitar a los temerarios, y temerario
seguirles.
Pero
no toda temeridad es ruinosa, porque llamamos con este nombre esencias
diferentes: la cautelosa temeridad del cobarde, la astuta temeridad del que
arriesga lo de otros, la temeridad rigurosamente medida y pesada con que la
prudencia avanza hacia más allá de sí misma, muchos otros abstractos que,
dentro de su campo de acción, puedes seguir sin peligro.
Es
axioma sapiencial importante que no todo es ello mismo, no toda sabiduría es
sabia, no toda prudencia prudente, no toda temeridad temeraria, no toda verdad
verdadera, e igualmente con el resto de los contenidos de la acción. Por eso,
si se razona con rigor y de forma pausada, y se entiende el tema, le es posible
al valiente ser a vaces cobarde, al sabio ser a veces necio, al honesto ser a
veces injusto, sin perder por ello las coordenadas de su hábito habitual.
Tienes
ya, por tanto, la guía necesaria para conocer esta virtud de la temeridad en su
atrevida condición: sé temerario cuando la temeridad no sea ella misma, no lo
seas cuando lo sea. Porque los premios que otorga a quien pierde y los castigos
que infiere a quien gana no se distinguen bien los unos de los otros. Y el juez
es siempre el mismo.
Justicia.
No
hay otra virtud, ella es la única. Incluso si no existe, cosa probable y
aterradora.
Toda
una corte de usurpadoras reina en su ausencia: la caridad, la piedad, la
misericordia, la filantropía, la compasión, la lástima, la clemencia, la
‘humanidad’... Se pavonean sobre el trono que por derecho corresponde a la justicia,
y son alabadas, bendecidas, aplaudidas, ensalzadas, llevándose los honores que
no se han ganado. Mientras la justicia, ausente, desterrada del reino de la
vida, vaga por las sombras y los sueños de los miserables recorriendo caminos
alejados y probablemente infinitos, desde los que tal vez nunca pueda regresar
al hogar.
La
vida humana no es humana, y ni siquiera es vida, estando la justicia exilada y
lejana. Los derechos son palabras que los humildes gimen y excusas que los
propotentes esgrimen, y no hay un solo rincón en este planeta desgraciado donde
la justicia sea respetada o defendida.
La
justicia hace que los hombres sean hombres y los eleva a la suprema condición
para la que fueron creados. La justicia no tiene que ser amable porque es
justa, no precisa ser misericordiosa porque impide que nadie necesite
misericordia. No olvida el nombre de ninguno de sus hijos, penetra e ilumina
las intenciones de los hombres, traza los equilibrios y corrige los metros,
destruye la mentira y la falsa promesa, derrota a la soberbia, encadena al
poder, restituye derechos, consagra el respeto, se hace fuerte contra la
fuerza, suprime la traición, rae para siempre del alma social la lepra en que
consiste la injusta riqueza.
Así
es la justicia, ésa es la esencia que el hombre necesita y no tiene, porque la
justicia es lo más hermoso que existe, pero no existe.
Injusticia.
No
hay otra virtud, ella es la única. Su reinado esplendoroso no está seriamente
amenazado por nadie.
Toda
una caterva de intrigantes atenta contra su reino: la caridad, la piedad, la
misericordia, la filantropía, la compasión, la lástima, la clemencia, la
‘humanidad’... Se confabulan y conspiran, e incluso son alabadas, bendecidas,
aplaudidas, ensalzadas, llevándose los honores que no se han ganado. Pero la
injusticia se mantiene firme en su trono, cuenta a los suyos por miles aunque
cuente a sus enemigos por millones, y sabe que vale mucho más un puño de acero
que un enjambre de pálidos miserables.
La
vida humana no sería humana, y ni siquiera sería vida, si la injusticia no
existiese dando cauce a la ambición y a la inventiva de los más capaces, más
inteligentes y más fuertes. Los derechos son palabras que los humildes gimen y
excusas que los débiles esgrimen, pero si fuesen respetados por los amos, los
amos mismos se convertirían en esclavos, desapareciendo para siempre todo
progreso.
La
injusticia hace que algunos hombres (los que todo lo emprenden e impulsan) sean
hombres, y los eleva a la suprema condición para la que fueron creados. La
injusticia no tiene que ser amable porque perdería su fuerza y condición, no
precisa ser misericordiosa porque nunca tiene que pedir misericordia. No olvida
el nombre de ninguno de sus hijos, penetra e ilumina las intenciones de los
hombres, traza los equilibrios y corrige los metros, concreta el alcance de
palabras y promesas, derrota a la estupidez, encadena a la masa, impone
derechos, consagra el respeto, se hace fuerte con la fuerza, suprime la
debilidad, rae para siempre del alma social la lepra en que consiste la torpe
pobreza.
Caridad.
Si
no tienes caridad no eres nada, así que te conviene tener caridad, por lo cual
serás alabado y bendecido y ensalzado. Pero guárdate de sustituir la justicia
so pretexto de que ya eres caritativo, porque entonces toda alabanza y
bendición caerán sobre ti como el tornado que deshace el débil chamizo. Y no me
olvidaré.
Si
buscas un adorno a tus actos, que quede hermoso ante los ojos de los dioses y
los hombres, sé caritativo. Pero nunca en lugar de la justicia, porque caerá sobre
ti el feroz pedrisco de la más absoluta condena.
Si
ya eres bondadoso, y ya eres comprensivo, y ya eres piadoso, Y YA ERES JUSTO,
sé caritativo y todos honrarán tu nombre y tu memoria. No sobra ser caritativo,
en este mundo bien podemos hacer un hueco para toda la caridad que tú estés
dispuesto a sentir y ejercitar. Por otra parte la caridad, el amor, es la base
mejor del cauce social, la funda de suave terciopelo que forra los sólidos
cimientos de la convivencia entre los hombres. Es generosa, no se engríe, es
paciente, perdona sin límites, comprende sin límites, espera sin límites. Y
demás. Es muy buena virtud la caridad, de lo mejor, hay textos que hablan de
ella maravillas. Cuando ya hayas dado lo que en justicia corresponde, cuando
sólo hayas tomado lo que corresponda en justicia, sigue dando por pura caridad,
adelante, es cosa buena, el amor nunca sobra: ama a tus enemigos, ama a los
desconocidos, ama a los prójimos, incluso si eres tan original pues ama a tus
amigos. Muy santo y muy bueno.
Pero
no se te ocurra tener tanta caridad que te olvides de la justicia, porque en
verdad en verdad te digo, que si no tienes justicia no eres nada, por mucha
caridad que tengas, y esa nada que eres será perseguida por las furias hasta el
fin del fin. Bien por la caridad: tras la justicia.
Indiferencia.
Rara
virtud es la indiferencia, fría y lejana, impropia de los cálidos y bulliciosos
seres humanos, especialmente si la contraponemos al amor, como hacemos en esta
reflexión sapiencial: casi no parece una virtud. Pasar junto al pobre con
indiferencia, pasar junto al herido con indiferencia, junto al humilde con
indiferencia, junto al inocente con indiferencia... Y no digamos nada si
también pasas con indiferencia junto al rico y al poderoso y no amas en
absoluto al brillante directivo y al amo del mundo que puede hacer mucho por
ti: eso es rarísimo.
Porque
indiferencias matizadas, bien medidas y pesadas, de eso sí que hay; el juez que
es indiferentemente imparcial ante el acusado oscuro no bien apadrinado; la
institución sanitaria clínicamente indiferente ante un moribundo cuyo seguro
caducó o no viene acompañado por los avales necesarios; la profesional
indiferencia ante el vigésimo de la fila, o el solicitante número cuarenta y
siete; la maquinaria administrativa o política que se muestran técnicamente
indiferentes ante los habitantes del asilo, que ya casi nunca salen a votar; de
todo esto hay bastante, en este sentido sí es una virtud frecuente la
indiferencia. Viene dentro del mismo estilo de vida que estamos consagrando
ahora mismo. No está nada de moda el amor, pero sí está muy de moda la
indiferencia.
Así
pues ¿en qué quedamos? ¿Hay indiferencia o no la hay? ¿Hay amor o falta de amor
en este mundo nuestro? Busca en el fondo de tu corazón y respóndete tú mismo. Y
no lo dejes para mañana, el tema es urgente; porque somos habitantes de un
único reino, y si ese reino es el páramo de la absoluta indiferencia, entonces
es que ya hemos sido sentenciados a un infierno más terrible que la peor
condena: la sombría soledad, la furiosa discordia, la helada noche sin fin.
Compasión.
Sabemos
que Dios es el misericordioso, el compasivo, el que trata a sus criaturas con
amorosa providencia, pero no conviene dejarle a él solo todo el trabajo, atento
como está a la misma vez a sostener los mundos y encender las constelaciones. E
impartir la dudosa y lenta justicia, tema que puede estarse retrasando
precisamente a causa del mucho trabajo acumulado con esto de la compasiva
misericordia.
Seamos
compasivos por nuestra propia cuenta, al menos durante un tiempo de prueba, por
ejemplo mil años, del 2.001 al 3.000, a ver qué pasa. Igual sucede que nos van
mejor las cosas y decidimos quedarnos compasivos ya para siempre, y en el peor
de los casos, si no funciona como se espera, pues nos volvemos de nuevo
brutales, injustos, crueles, violentos, sanguinarios, feroces y corrientes.
La
compasión a probar puede ser un consenso que no resulte pesado de admitir por
la generalidad de las bestias humanas. Por ejemplo, no matar niños, ni por
acción (caza), ni por omisión (hambre); consentir que los ancianos vivan algo
parecido a la vida; no patear al caído, respetar las reglas del juego,
detenerse una vez adquirida mil veces la riqueza que se pueda consumir en cien
vidas; aprovechar la fuerza sólo para machacar una vez a los débiles, llevando
cuenta rigurosa de los que ya han sido machacados y por quién... Cosas así, que
no comprometan y nos hagan un poco más compasivos.
Y
quizá no fuese cosa difícil, a pesar de que ya se sabe que siempre hay
excepciones. Pero se podrían crear reservas salvajes para no compasivos y
permitir que allí entre ellos se hiciesen justicia. Incluso podíamos ser
generosos y dejar en le reserva todo el hambre, la miseria y la corrupción disponibles,
para que tuviesen cerca sus amados juguetes.
Desprecio.
Se
deduce inevitablemente del análisis riguroso de la realidad, sobre todo de los
seres humanos y de la sociedad que forman. Un número de necios tan desorbitado
y crecido que la marea de necedad es por completo imparable (‘Los dioses, los propios dioses...’); el
entero diseño de las instituciones creado a imagen y semejanza suya, y para su
servicio; obligado quien quiera conseguir algo a halagar la estupidez y ponerse
a su altura; rebajada la grandeza a estratos de estulticia, hundida la razón
bajo criterios de incoherencia, prostituído el arte a comercios de rampante mal
gusto, prohibida la soledad del que desea apartarse de tales mezquindades...
¿Cómo evitar el desprecio?
Podemos
recusar con elegancia moral el desprecio brutal del que no repara en las
humanas miserias, o el desprecio soberbio del que nunca observa la viga en su
propio ojo. Incluso quizá el desprecio elitista del que arruga la nariz ante el
olor a muchedumbre. Pero es necesario depreciar lo despreciable si
verdaderamente queremos que la humana colectividad se vaya elevando poco a poco
a niveles de excelencia, si no creemos estar ya en el último nivel y cima de
los tiempos.
Pasto
de los necios astutos, los necios tontos deben ser combatidos con el desprecio,
fustigados con él y a ser posible derrotados, para que no nos veamos obligados
a comulgar con sus cuadradas ruedas de molino.
Y
como la naturaleza humana es, a pesar de los pesares, mimética e ingenua,
comenzar con el desprecio por el propio solar, buscando en nosotros mismos y
desechando rincones de crédula ignorancia, de tópicos inconsistentes, de
‘verdades’ informes. El desprecio bien entendido empieza por uno mismo, y es
más compasivo.
Fidelidad.
Es
virtud muy diferente de analizar en los dos casos en que es posible tratar el
tema: a) la fidelidad como virtud a tener con los otros; b) la fidelidad de los
otros hacia ti.
El
caso ‘b’ está clarísimo, es deseable cuanta más fidelidad mejor, porque aumenta
la amistad, mejora el flujo del afecto entre amigos, posibilita un nivel más
elevado de la relación humana, contribuye a la cooperación para mejores y más
difíciles empresas, hace que el nivel de comunicación se vuelva más versátil y
profundo, produce emociones positivas, respalda las decisiones difíciles,
engendra horizontes más amplios tanto en lo individual como en lo colectivo,
permite mejores oportunidades ante las espectativas del entorno, impulsa a
riesgos más nobles para metas más altas.
El
caso ‘a’ es, por el contrario, confuso y difícil, porque no siempre nuestro
juicio sobre los otros es correcto (pueden ser criptotraidores), quizá no sea
asumible el riesgo de una fidelidad sin cautelas, tal vez queden en entredicho
nuestras mejores intenciones, es posible que debamos retroceder en el peor
momento, se corre el peligro de ver pisados los más delicados afectos, no
debemos descuidar la defensa de nuestra dignidad personal, etc., etc.
La
fidelidad en sí misma, como ente abstracto, es hermosa emoción y encomiable
actitud, debe ser predicada en los púlpitos y promocionada en las escuelas,
puestos los nombres de los más fieles en el cuadro de honor de la vida,
mostrados como el ejemplo mejor. Y quizá formar una sociedad de defensa de la
especie, porque son claros candidatos a que sus disecadas cabezas figuren en el
salón de trofeos de cualquier traidor malnacido.
Traición.
Al
ser una entidad relativa a la expectativa creada, y juntamente con el hecho de
ser muy común, deberíamos decir que la traición es imposible y no existe. En
efecto, traición es lo que cualquiera espera de los demás, y por lo tanto, si
traicionan, no nos sorprenden. Pero la traición se supone que sorprende siempre
y que nunca es esperada.
No
es contradictorio este asunto. Casi nada es contradictorio cuando se comprende
a fondo a los seres humanos. Si fuesen reales cosas como la amistad y la
lealtad, comunes cosas como la fidelidad y la verdad, la traición sorprendería
por su rareza tanto como por su esencia y dolorosa condición. Pero no es
infrecuente, sino frecuente, lo que hace que ya no resulte rara. Aunque
dolorosa, al parecer, lo es siempre.
Y
no es uno, sino muchos, los multiformes aspectos que adopta para adaptarse a
las más diferentes circunstancias. Pues aunque en el fondo siempre se trata de
la misma virtud, no es igual que un amigo se pase al bando contrario por
dinero, que la mentira superficial con que se disculpa el que ha faltado
contigo a compromiso menor.
Siempre
es un puñal y siempre por la espalda, es decir, siempre es agresión, herida,
daño, y siempre cuando menos protegido estás, o mirando hacia asuntos de otra
urgencia, o en la zona en que la agresión causa más destrozos, el alma si se
tiene. La herida, por cierto, nunca cura, incluso aunque cicatrice: le quedan
adheridas unas minúsculas partículas de la relación traicionada (como grumos
mixtos de afecto y desafecto), y se infectan periódicamente a tenor del flujo
mismo de la vida, de forma que, al vivir, te duelen. Con el tiempo se cierra de
modo superficial, pero queda -latiendo en la memoria- el pus.
Y
no hay otra cura que traicionar tú primero.
Templanza.
Controlemos
nuestros apetitos si queremos vivir en una sociedad organizada y feliz. ¿Acaso
podemos todos, en todo momento, sin tener en cuenta a los otros, entregarnos a
la más inmoderada lujuria, a la gula más soez, a la destemplanza más grosera?
Si las normas del sano comportamiento cumplen alguna función, es precisamente
ésa, lograr una contención pública y social de los más bajos apetitos.
No
hagas ante tu porquero lo que no harías ante tu rey. No por el porquero mismo,
sino por ti, por tu propia elegancia interior, no por el qué dirán, sino por el
qué dirás tú ante tu solitario espejo.
Existe
una como elegancia de gestos espirituales que diseñan un perfil de
comportamiento elevado, una nobleza de actitudes que parece desechar ciertos
actos como no pertenecientes a esta jerarquía, para hacerlos en privado (muy
privado, quizá no hacerlos). Y si esta piedra de toque espiritual aconseja
retirarlo al cerco íntimo de lo oculto, ¿no será conveniente, tal vez,
retirarlo del todo del hacer habitual? Si no queda elegante que te embriagues
como una bestia ante los apenados ojos de tu santa madre ¿por qué no dejar la
embriaguez totalmente, incluso en el santuario de tu soledad? ¿Acaso no te
estás viendo siempre a ti mismo? Si no llevas a tus más sucias barraganas
cuando visitas al obispo para sobar allí las empercudidas oquedades, ¿no sería
bueno prescindir de semejantes regodeos incluso en las privadas habitaciones de
tus instintos? Porque hay en nosotros nobles y elevados impulsos que decaen y
hasta dimiten cuando nos dejamos ir en la inercia de los oscuros cómplices de
la carne.
Ahora
bien, si tus barraganas se lavan y perfuman (Afrodisias, 200.000 el cuartillo),
o si te embriagas con Vega Sicilia del 63, entonces no.
Intemperancia.
Muy
mal vista socialmente esta extendida virtud. Y ambas cosas a la vez dan un
extraña mezcla, pues si está tan mal vista ¿por qué es tan frecuente? Porque
gusta en uno mismo pero fastidia en los otros. No importa si te tienen tus
amigos que llevar borracho a casa, pero no es un plato de gusto llevar a su
casa borracho a un amigo. ¿Es la embriaguez el único exceso de la
intemperancia? Nooo, ni mucho menos: lujurias variadas (nunca muy variadas),
gulas que oscilan entre el diseño y la simple cantidad, caprichos de las
variadas almas del cuerpo (atención: no el elevado auriga que controla el tiro)
que lo menos que puede decirse de ellos es que son groseros y bajunos, apetitos
que, ya sólo por ser apetitos, no deberían figurar en la lista de apetitos de
la gente bien educada.
La
intemperancia es, sencillamente, de mal gusto. Sé orgulloso, infiel, malnacido,
ladrón, traidor a los tuyos, mendaz, chaquetero, despectivo, salaz,
vengativo... y la corte de admiradores podrá hacer su trabajo sin problemas.
Pero sé intemperante, y te volverán la cara. Clava puñales por la espalda pero
no vomites sobre la alfombra: ésta es la lección de la virtud que nos ocupa. ¿Por
qué?... ¿Quién lo sabe?... Quizá por la contumaz predicación de sujetos que,
atentos a las terribles soberbias del espíritu, a la ambición de poder y de
gloria, no han tenido tiempo ni gónada que dedicar al instinto. Si todo tu afán
es el dominio de las almas de otros, tal vez tengas que impedir el franco uso
de sus cuerpos, liberadores cauces por donde evacuan las almas sus heces
malolientes. Si te tropiezas con alguien que desdeña saborear junto a ti un
vaso de vino y hablar de mórbidas redondeces, cuidado: sirve a un dios que odia
y envidia el cuerpo que no tiene.
Esperanza.
No
hay virtud mejor que la esperanza (si buscas en otros cuadernillos verás que se
dice lo mismo de otras), ni ancla más firme para resistir la noche y su
tiniebla. Carente de la frialdad de la justicia, del ardor de la caridad, del
metro de la templanza, del opaco cristal de la humildad, del deslumbrante
brillo del valor, la esperanza sin embargo, amable como la brisa pero firme
como el cimiento del mundo, resiste cuando cede el brazo de los titanes, cuando
se cierran los ojos de los dioses, cuando se cansa el mar.
Y
está siempre a nuestro lado. ¿De quién o de qué, de qué amigo, de qué
divinidad, de qué ti mismo, puedes decir otro tanto?
El
espíritu tenebroso a quien le cupo en suerte tenerla de enemiga, creyó ser
tarea fácil al verla tan devota, tan callada, tan de abrigada y dulce lana con
que forrar las almas. Pero cuando se hizo presente en toda su fuerza, vióse que
el asombrado enemigo no podía, ni tampoco auxiliado por otros siete espíritus
peores que él, ni tampoco ayudados por todos los poderes del cielo y de la
tierra, prestos a probar hasta dónde llegaba semejante resistencia. Quebradas
hilachas de los atrevidos podéis encontrar a los pies de la incólume esperanza,
que no se ensoberbece ni se paga de su propio valor, simplemente es cuando
ninguna otra cosa sigue siendo.
Yo
la colecciono en unos álbumes de piel de alma que guardo en un nicho secreto de
mi corazón, y tengo ya de muchas variedades, algunas muy raras y de exótico y
extraño esperar. Pero la que más me gusta, la joya de mi colección (aunque me
dice un experto que no es valiosa ni especialmente original) es una esperanza
en la sabiduría de la raza humana. (Es preciosa también una pequeñita en el
amor de mis amigos).
Desesperanza.
Esta
muy desgraciada virtud ni siquiera existe, porque todo el mundo sabe que lo
contrario de la esperanza es la desesperación. Tiene la pobre echadas multitud
de instancias ante el Consejo Supremo de Virtudes y Vicios, sección de nuevas
inscripciones, pero no parece que haya nada que hacer.
¿Es
que acaso no tiene contenido, es innecesaria, la desesperación ocupa por
completo su nicho ecológico?... No, no es eso, esta tímida actitud del hombre
es buena y servicial cuando la esperanza muere entre tan espantosas ráfagas de
odio que el corazón, cansado, sólo quiere una ausencia tranquila; entonces no
le vale la furia de la desesperación, no desea volver a segar los rebrotes del
odio, limpiar otra vez los cauces de la sangre; entonces la desesperanza acude
en silencio, doncella de suave y limpio recato, muda, de ojos de apagada y
húmeda luz. Y se instala cerquita de las acequias del alma, y va cerrando poco
a poco las compuertas de madera con su mano blanca de transparente cristal.
Apaga las estrellas de una en una, cierra para siempre los ojos de los hijos,
deja que los vientos regresen mustios a sus lejanos cubiles, corta las redes
del amor y la amistad, poco a poco, suavecito suavecito, con sus ojos de húmeda
luz, con sus manos de blanco cristal.
Nunca
hace ruido, no llama a los jueces, no trama venganzas, se esmera en su callado
y eficiente trabajo, difícil encontrar secretaria mejor, más servicial, más
honesta. Se contenta con lo que buenamente se le ofrezca, bebe y come de la
misma mesa, se deja morir en la cancela cuando su amo muere, sin lamentos ni
quejas, acurrucada en poco espacio para no entorpecer el paso. La justicia ha
dispuesto que la siga siempre un ángel que ajuste las cuentas.
Alegría.
No
me alegra la alegría, no sé qué me pasa con ella, desconfío de su risa
permanente, de sus ojos luminosos, del siempre limpio horizonte, tengo la
sensación de que no sabe que existe la muerte (o no le importa por alguna razón
misteriosa que no quiero saber).
He
conocido alegres que me daban escalofríos, una especie de horror en la médula
misma, como pequeñas corrientes de pánico y ganas de irme a echar con los
tristes una partida de arcanos mayores y menores. Quizá lo más terrible es que
¡estaban seguros! (nadie sabe de qué, ellos no lo decían, tampoco lo sabrían,
no estarían seguros de su seguridad), de cosas tenebrosas, de que el tiempo
tiene luego otro tiempo detrás (que no se acaba: no imagino qué alegre
sentimiento puede producir este espanto), de que hay un ser inmortal que ha
muerto por nosotros, de que los dioses nos aman, de que el aire y el sol son
dones gratuitos... Nunca he sido capaz de entender al alegre, no me parece
sano, temo que me contagie, son los únicos enfermos que me dan escrúpulo.
Yo
creo que la alegría es un invento maligno, una droga estupefacta para dormir
las vidas, hacerlas más dóciles al esquile y ordeñe, que consientan tranquilas
ir al matadero. Los perros guardianes que saben de los lobos acechando en la
tiniebla lo que están es atentos, vigilantes, sombríos, nunca están alegres, la
risa desconcierta, suena demasiado, adormece la vista y el oído, reduce la
eficacia del precavido olfato.
Cuando
se acaba este ciclo y en la próxima historia me toque hacer de muerte, querré
que mis presas estén siempre alegres, que pueda acercarme sin que recelen a las
fogatas descuidadas de sus caravanas, cuando bailan y ríen y no piensan en mí.
Podré entonces llevarme sin ruido a sus crías, a ver qué alegre risa les da por
la mañana.
Tristeza.
Si
te coge por su cuenta esta virtud terrible, te vas a pasar la vida con los ojos
borrosos por lágrimas que no entenderás la mayor parte del tiempo. Verás los
horizontes desdibujados por esa húmeda película y tendrás el alma blanda,
desgobernada, escurrida, sin capacidad para agarrarse a la verdad de las cosas.
Como nazcas triste pídeles a tus dioses que te den pañuelos.
Aunque
por otro lado la tristeza es cómoda: llorando sin pena verdadera los dolores de
los otros, acaba uno por no darle importancia a los suyos, y lo que no va en
lágrimas va en suspiros y es una forma sana de hacer ejercicio con los
pulmones. Otra cosa sería, que no es, si fuese uno a sentir de veras tristeza
por tantas penas ajenas que no importan nada.
Los
tristes son muy buenos compañeros, siempre tienen historias que contar y las
cuentan con buenas mañas de actores consumados (sobre que, como ni a ellos ni a
ti os va un ardite en ese dolor retórico, todo es disfrutar de la función entre
jipidos y mocos, muy entretenido). Y cabe incluso la posibilidad de encontrarse
con alguno de esos tristes fabulosos que, evitando el facilón recurso a la
lágrima, todo lo confían al elegante gesto del que ha sido derrotado por la
sombra después de duro combate. Remedan la cojera del alma que se retira
vencida pero orgullosa de una épica contienda, hablan con sentencias que
parecen arrancadas de antiguos libros sagrados para consumo de héroes, escriben
a veces baladas sobre el destino y la muerte, elegíacamente desasidas del
mundo, y, en fin, constituyen la cima del triste espectáculo. Como actores de
comedias o autores de libros raros, esos tristes valen su peso en oro (aunque
hay que tomarlos en pequeñas dosis y a una distancia de prudente cuarentena). Y
no olvidar que los tristes son alegres a ratos.
Camaradería.
Te
guste esta virtud o no te guste, la tomes por donde es suave y amable o por
donde quema y exige, lo cierto es que no se puede bajar al infierno sin ella.
Sí
se puede vivir sin ella si la vida es tranquila y no pide heroísmos, si vas y
vienes a tu seguro trabajo, si educas a tus hijos, atiendes a tus amigos, dejas
pasar el tiempo, escuchas a Haendel, das de comer a los gansos... Porque esa
aventura no requiere conmilitones, basta con dejarse acompañar por la familia.
Pero si proyectas atreverte al horror, entonces no dejes de buscarte los
mejores camaradas. Para bajar los corredores de la sombra, necesitas alguien
que te guarde las espaldas, que tenga el ojo tan vigilante como el tuyo, que
sepa que tu vida vale en ese trance tanto como vale la suya, que sólo a dos se
sale, nunca solo, del centro terrible de la nada. Alguien que con sus manos te
haga tener cuatro manos, alguien que con su valor duplique el tuyo, un solo
corazón de doble tamaño, enemigos ambos de los mismos enemigos, acordes,
exactos, en la puntual y secreta flecha del destino.
Con
nadie como con tus camaradas podrás luego comentar, o no comentar, el camino
que os trajo del infierno, sus peligrosas volutas, los pedazos de alma que
quedaron atrás, prendidos en las garras de enemigos sin nombre, ¿de quién el
alma? de todos a la vez, los camaradas la comparten, viven todos por un alma
colectiva que combate junta y se salva junta. Con nadie podrás sentirte, sin
palabras, en actos y emociones puros, tan unido, tan solidario, tan íntimo al
abrigo de otras devociones y afectos.
Si
proyectas hacer uno de esos viajes que espantan al espanto, subir a los
infiernos, bajar a los cielos, no dejes de buscar buenos camaradas.
Soledad.
Quizá
sea la más hermosa de todas las virtudes, quizá sea tan hermosa que a lo mejor
no es una virtud, sino un estado, una emoción, dovela esencial de los
arquitrabes del alma. Suprime la soledad y suprimirás el soplo del espíritu.
Pero claro, es odiosa.
Prefieren
los hombres ir acompañados de sus peores enemigos, ceder trozos de vida, de
historia, de aventura, a un común soez y espeso que desama todo lo que vale,
antes que cargar con su pequeña cuota de soledad, la pura y delicada doncella
que nunca dejará de ser virgen en su pozo interior. Como apestada la ven,
leprosa la sienten, negra de terrores y nieblas, el diablo es mejor que estar a
solas...
Todo
lo excelso en la soledad germina, tú ti mismo más hondo (si es que quieres
tenerlo) en la soledad habita, deberás ir a solas a recoger tu cosecha, el
sonido esencial que desvela universos suena en la soledad y nunca en otra
parte, la luz que todo alumbra es grano de soledad que brota en el solo
candelabro del alma. Pero claro, es odiosa.
Se
tienen los amigos para engañar su voz, se tienen los hijos para olvidar su
acento, se tienen los amores para que no nos encuentre, es claro que nadie, si
no fuese por ella, tendría esas cargas horribles y densas, amigos, hijos,
amores: lo que hay que hacer para no recibir a la soledad de amante... (Aunque
a veces es pegajosa, adherente, leal hasta lo absurdo, enamoradiza, más fiel
que la íntima y definitiva nada).
Se
instala un buen día sin que nadie la llame, se viene con sus bártulos y su
magro equipaje, se te sienta en algún oscuro rincón del pecho y ahí se queda, a
lo mejor para siempre (busca esta palabra: ‘siempre’ en un diccionario, no
creas que la sabes sólo porque la has oído). Entiendo el horror de muchos: a
partir de entonces tienen que estar consigo mismos.
Renuncia.
Mucho
gusta esta virtud a todo el mundo cuando son los otros los que la practican,
pues siendo la ambición mucho mayor que lo ambicionado, cuantos más sean los
estúp..., los generosos que renuncian, más trozo de pastel corresponde a los
demás.
Y
muy variada que es esta bella vritud, pues resulta infinito el número de cosas
a las que es posible renunciar, aunque muchas no son aconsejables porque nadie
se beneficia y da lo mismo. Pero otras sí.
Por
ejemplo a los bienes materiales del mundo, lo cual además deviene premiado por
una elevación de las miras del espíritu. O, al revés, se renuncia a la
elevación de las miras del espíritu y entonces le premian a uno con una mayor
capacidad para la rapiña y apropiación de los bienes materiales del mundo.
Renuncia
a la gloria, la fama, el eco del renombre en la posteridad, y esto no se sabe
muy bien con qué se premia, porque si de algo no sabemos nada en absoluto es de
la posteridad. O renuncia a la propia posteridad, y esto se premia con un sano
presente (aquí se encierran sentidos que mejor sería meditar despacio).
No
hay ética o moral que se precien, que no prediquen la renuncia a algo, desde la
riqueza al sexo, desde la venganza al poder. Y las razones que esgrimen son
siempre convincentes, aunque no tanto como para que las sigan los propios
predicadores. Yo mismo predico que es bueno renunciar al poder, aunque sólo mis
amigos parecen entender las razones que explico...
Pero
la renuncia no está extendida, esa es la verdad, por mucho que se hable de ella
en los púlpitos. Con una posible excepción que a todos nos honra: la justicia,
a eso casi todo el mundo ha renunciado.
Ambición.
La
ambición a secas no se sabe si es virtud o vicio, porque eso nadie dice
tenerlo. Lo que tiene la gente es una noble ambición, o una sana ambición
(quedando pues una ambición innoble e insana que, sin embargo, no existe, como
acabamos de ver).
La
sana y noble ambición es muchas veces, muchísimas, lo único sano y noble de
aquéllos que la tienen, que por lo demás son infectos gusanos de podrido corazón,
capaces de hacer cualquier cosa y cometer felonías o desmanes con tal de ver
cumplidos los objetivos de su sana y noble etc., etc. (y por ello se les
perdona, pues el fin justifica los medios cuando se trata de este tipo de
gente).
No
resulta fácil el análisis de la misma, por cuanto los que no la tenemos, sobre
no ser ambiciosos, parece que estamos afectados de alguna patología mental (en
general somos tontos, según el valorativo juicio de los ambiciosos), por lo
cual esta virtud se acompaña, además, de cierta sabiduría y se eleva al nivel
de las virtudes intelectuales, con lo que el catálogo aristotélico pasa de
cinco a seis: el arte, la prudencia, la intuición, la ciencia, la sabiduría y
la ambición.
Reputadísima,
pues, y muy elogiada, sin ella no habría habido grandes empresas, conquistas,
imperios, hazañas así, que tanto han elevado el nivel de la civilización humana
a base de nobleza y salud.
La
ambición repercute además (percute y vuelve a percutir) sobre todos aquéllos
que debemos colaborar en los planes del virtuoso, pues una cosa segura de la
ambición es que hay que llevarla a la sillita de la reina, aunque bien se nos
paga después con la parte fiscal de la hazaña o la conquista. Sólo tiene de
malo que no haya más que la posean, pues es grato de ver a los ambiciosos
ambiciándose los unos a los otros.
Memoria.
Esta
es una virtud que todo el mundo quiere tener, pero no en su aspecto virtuoso,
sino en su aspecto instrumental. Por ejemplo, no quieren recordar los favores
que deben a sus amigos, pero quieren recordar todos los datos que necesitan
para su negocio. No quieren recordar los actos del pasado que se contradicen
con su imagen presente, pero quieren recordar los instantes escasos en que se
sintieron superiores, buenos, heroicos, abnegados, sublimes. Es, pues, una
virtud que se quiere tener de amante, pero con la que no se quiere estar
casado.
Y
sí que es un poco ambigua, sí, preceptor que te dice siempre lo que estás
haciendo mal, nunca lo poco que consigas hacer bien. Te recuerda tus fallos,
pero pocas veces tus aciertos, a la vez que los compara con los fallos y te
hace saber que desconfía de que las cosas vayan a mejorar (en fin, al menos la
mía, que es una...).
Cuando
se tiene mucha, es gozosísima, porque pasa por ser inteligencia sin serlo (esto
es: sin sus cargas y responsabilidades), aprovechando la inteligencia de los
genios que hicieron las ideas y recopilaron los datos. Llega al final del
trabajo, con su traje impoluto, se lleva los resultados y los presenta al jefe,
quedando bien sin dar golpe. Pero siempre hay que controlarla porque propende a
los extremos: o es perezosa, esquiva, nebulosa, y te hace andar todo el rato
inventando la rueda, o es altiva, soberbia, y te atosiga con oleadas que te
provocan hartazgos y náuseas (fíjate, si te está recordando a ti mismo todo el
rato...).
Si
no existe en absoluto, siempre existe un poco para darte quehacer, de modo que
no te sirve para nada útil, pero te va soltando pistas sobre tus propios
cubiles hediondos, en fin, como el esclavo de la cuadriga, para que recuerdes
que eres hombre. A mí la mía, tan flaca pero tan desabrida, tan floja y tan
exigente, me cae fatal.
Olvido.
Tiene
fama de dar mucha paz, pero también da muchos quebraderos de cabeza. Esta
virtud sí que la tengo, a espuertas. Y habría mucho que decir al respecto.
Demasiada paz, me parece.
Ciertamente
tiene aspectos positivos cuando te hace olvidar las faenas de tus amigos (casi
nunca lo hace), tus propios errores (que yo sepa, jamás), los sinsabores de la
existencia (a ver quién se cree esto), y demás asuntos en este sentido (siempre
hay que dar, en los textos de la reflexión sapiencial, una de cal y otra de
arena, aunque a veces...).
Pero
si te olvidas de tu propio nombre, de cuántos hijos tienes, de si eres
cristiano o musulmán, de si el sol sale por el sur o por el norte, eso ya es
pasarse de virtuoso. Nadie quiere tanta virtud en una sola vasija, qué caramba.
Dicen
que el olvido es solamente la falta de memoria, pero el mío es algo más
consistente, tiene su propia entidad, jugamos juntos al juego de la vida, me
hace trampas fiado en que yo no recuerdo las jugadas, me habla de los míos,
casi siempre mal, aunque me parece que no le creo porque sé que me miente (nada
recuerdo yo de todo lo que me cuenta). Pone parches de sombra en medio de mis
luces, me obliga a vadear ríos sin señalarme los puentes, y por toda
explicación de su tramposa osadía, me dice que tengo un yo tan feroz y
agresivo, que si no se me apaga puedo quemar el tiempo.
Sé
que tiene amigos, incluso en el interior de mí mismo, que sabe de mis
movimientos antes de que los haga, y también después, cuando ya no los
recuerdo. Sin que yo pueda evitarlo siembra desprecio en mis propios surcos, y
los abona con mentiras (supongo) para que paste una amiga que mantiene en mi
alma, una apestosa aliada a la que llama muerte.
Energía.
¿Basta
el tiempo que existe para las cosas que han de ser hechas? ¡No, no basta!
¿Basta la fuerza de que disponemos? ¡No, hay que ejercitarse para conseguir
otro tanto! ¿Es finito el número de las tareas que nos esperan? ¡No, es más que
infinito!
Y
así sucesivamente. La energía no sabe lo que es el cansancio, lo que es la
desolación. Cree firmemente que el universo tendrá solución (otros dicen
salvación) si le echamos mucho trabajo, muchos ‘arrestos’. Así como los
crédulos creen que la hormiga moverá la montaña si tiene fe, los enérgicos
creen que la moverá si empuja lo bastante. Y se pasan el tiempo empujando
montañas, estrellas, mares, injusticias.
Lo
menos que se puede decir de ella es que es una virtud incansable, y cuidado con
esto, que algo hay de cierto, lo mismo cualquier día consiguen cualquier cosa.
¿Mover la montaña?... Bueno, pues eso tal vez no, porque para mover montañas
hay que dejar por un momento de empujar a lo enérgico, pararse a pensar,
inventar sistemas y con ellos moverlas. Porque una de las pegas de la enérgica
actitud es que, al creer que empujar basta, no se detiene a ensayar otros
procedimientos. Pero empujando con firmeza y sin dejarlo, algo se acaba
produciendo siempre, quizá la frustración del alma que en sí misma se consume y
consuma. ¿Qué se puede entonces conseguir con la pura energía? ¿Estoy acaso
sosteniendo que no sirve para nada? Es un extremo, malo como todos en su
alejada terquedad, pero bueno si se compone y colabora con otros métodos. Así
como no es bueno prescindir completamente de ella, pues la sola idea sin
energía jamás empieza ni termina nada, la energía al servicio del propósito es
la mejor aliada, la mejor ayuda, el único cauce. Pero dirigida por la idea, que para mundos hechos a base de pura
energía sin concepto, nos basta con éste que han hecho los dioses.
Desolación.
Esta
palabra siempre me hace pensar en el paisaje del fin del mundo, una orilla
parda gris de un océano muerto, podrido, sin olas, bajo un cielo inmutable y
plomizo. Tal como suena, suena mal, pero si acabases de pasar cinco días de
juerga incesante en esa misma playa, tuvieses la resaca más aguda del carcaj, y
el corazón harto de emociones vacías, la playa silenciosa y el mar inmutable te
parecerían el paraíso.
¿Me
gusta la desolación? Porque va siendo hora de que yo me haga algunas preguntas.
Bueno, pues quizá. Me produce una nostalgia creativa, me tranquiliza no sé qué
glándula que nunca noto pero que no dejo de notar, allí en el fondo con su
sordo runrún. Y me peina a suavepelo la hirsuta, encrespada, cabellera del
alma. No me gusta que sea así (participo un poco de la idea según la cual la
desolación se tiene merecida su mala prensa), pero es así. ¿Por qué? ¿Porque
soy raro y miserable y pienso con alguna tripa reseca? Tal vez. ¿Porque mi sino
es el hijo tarado del más hediondo de los sinos? Puede ser. ¿Porque nunca me
tomo la molestia de molestarme? Quizá.
O
porque la desolación, siempre rodeada de sí misma, derrotada antes de la
batalla, olvidada antes de conocida, muerta al nacer, lucha no obstante con
silenciosa obstinación, no se da por vencida, es enérgica a su modo pasivo y
sin energía, no se queja pero no se rompe, no alcanza la victoria pero no se
rinde, y es lo único que inunda la nada, hace en eso un trabajo mejor que la
luz.
Se
dice que es séquito frecuente de la muerte, pero a mí eso me parece literatura.
Si a la desolación le quitamos la lírica, lo que queda es un metal acerado,
humilde pero durísimo, gris quizá, pero no sin belleza. Muchas vidas están
hechas de él. Bien hechas.
Actividad.
Bien,
es muy buena cosa, hay que levantarse pronto por la mañana, ponerse de
inmediato a componer el mundo (no dejarlo un instante, el mundo se descompone a
tal velocidad que, si lo abandonas un momento, ya entra en coma), subir, bajar,
entrar, salir, traer, llevar, hacer, deshacer, rehacer, todos los verbos que
encuentres, cuantos más verbos mejor. Pero cuidado con los verbos, que los hay
muy sospechosos, quintacolumnistas de la pereza que se han colado en el
lenguaje, no se les debe permitir que medren: verbos como ‘pensar’,
‘descansar’, ‘esperar’, engendros (súcubos) de la molicie que no debieran ser
verbos, como mucho adverbios.
Los
hombres hemos sido puestos en el universo para controlar y dominar a los
restantes seres de la naturaleza, y eso solamente puede hacerse a base de mucha
actividad, controlando todo, llevando listas y catálogos y sabiendo cuántos son
los árboles de cada bosque, cuántas las gotas de cada océano, cuántas las
águilas de cada cumbre. En caso contrario pueden quedar árboles sin quemar,
gotas sin pudrir, águilas sin cegar...
Ya
se ve que no soy muy partidario ¿verdad?... Esta maldita virtud me carga, me
parece que se inventa su propio cauce, que se levanta a sí misma por el cuello
de su propia camisa, que acaba uno siendo activo para poder hacer todas las
cosas innecesarias que la actividad, crecida sobre su propio frenesí, se ha ido
inventando. No puedo evitar esta frase: la naturaleza ha tardado un millón de
años en hacer al hombre que, activa y diligentemente, en un simple siglo está
acabando con la madre naturaleza. Corriendo, corriendo, corriendo, a ningún
destino.
Pero
en fin, contra pereza diligencia.
Pereza.
Ni
se te ocurra hacer hoy lo que puedas dejar para mañana: difícil encontrar mejor
consejo que éste (difícil ya encontrar éste mismo, porque la maravillosa virtud
de la pereza tiene muchos detractores, y el consejo está muy mal visto). Pero
teniendo como tenemos ante nuestros ojos el dilatado horizonte del tiempo ¿por
qué no pensar dos y hasta tres millones de veces cada decisión que se haya de
tomar, dejándola para un luego eternamente diferido, como mayor medida de
seguridad en un mundo donde el hacer sanciona consecuencias?
Por
hacer, pasa. Los que odian la pereza dicen: ‘por no hacer, también pasa’. Pero
es un pasar menos contundente por el no hacer que por el hacer. No es lo mismo
matar que mirar cómo se mata, negar que ver negar, cometer que omitir. Y la pereza,
tan cauta, está siempre de parte del omitir, nunca de parte del cometer.
Además, el que omite nunca es cómplice del que comete: ‘¡sí, con su
aquiescencia!’, dicen los activos. Pero no, eso es no conocer a la pereza:
aquiescer es hacer, y la pereza omite.
También
está el tema de que la pereza, si fuese acaso la reina del mundo, nos habría
dejado huérfanos de las quintas sinfonías, de las venus de milo, de los
partenones, de... Dos respuestas: primera, a la vez nos habría ahorrado otros
horrores, váyase lo uno por lo otro, hasta yo preferiría haberme quedado sin
los dostoyevskis si me hubiese quedado también sin los stalins. Segunda, es muy
posible que la creación más elevada salga de la pereza y no de la actividad,
del reposo sin tiempo más que del frenesí de la acción inmediata. Además, los
activos frenéticos que tienen siempre mil cosas esperando ser hechas, nunca
tienen, como una de esas cosas, el pensar. Pensar es de perezosos, a mí me
gusta.
Admiración.
Admirables
son los espíritus que se admiran, porque hoy esta virtud casi no se practica.
Asombrosos
son los soles ¿verdad?, tan grandes que se extienden por espacios imposibles de
imaginar, con temperaturas y tamaños que no caben en las cifras, de todos los
brillos y todos los colores, infinitos en el ámbito infinito. ¿Admirados?...
Poca gente se admira de su maravilla, como hay tantos...
Admirable
es la vida ¿no es cierto?, de tan rica y diversa variedad que su inventario es
un catálogo inacabable, desde el halcón al buitre, desde el león a la mosca,
desde el elefante a la mariposa, desde la yerba al hombre... ¿Admirada?...
Pocos son los espíritus que la encuentran admirable, hay tanta...
Se
asombran de que tú te asombres por su falta de asombro. No entienden a qué te
refieres, nada les llama la atención, no penetran la esencia de lo que a ti te
resulta admirable. Seres que en su belleza inimitable, en su función precisa,
en su poder inagotable, en su diseño genial, merecen todos los asombros, apenas
si encienden en esos espíritus una lucecita de pálida atención.
Me
parecen a mí, en cambio, tan grandes los motivos para el asombro, que solamente
me detiene mi limitada capacidad, y ni siquiera, pues aunque la maravilla de
los soles o de la vida exceden, naturalmente, mis posibilidades, más allá de
las mismas deseo seguir admirando, me asombro de la infinitud que se me escapa,
lamento la pérdida de lo que supera mis talentos, reconozco la excelencia y me
levanto hacia ella. En cierto sentido se podría decir, más allá de dioses,
vidas y soles, que mi admiración es mayor que lo que hay de admirable.
Desinterés.
Cuidado
con esta palabra porque tiene varios sentidos. Uno de ellos, la generosidad o
escaso apego a los bienes de este mundo, es sentido fácil de eliminar, porque
esta virtud no la hay, no la ha habido y se sabe positivamente que nunca la
habrá. Nosotros usamos aquí el término en otra de sus acepciones, para indicar
falta de interés por aquello que resulta interesante, escasa motivación del
espíritu hacia la admiración de lo admirable, vaciedad del alma en lo que se
refiere al asombro por lo asombroso.
En
este sentido la inmensa mayoría de la gente posee esta virtud, el desinterés, a
espuertas, hasta ser quizá la más frecuente (más aún que la reputada envidia,
me parece). Porque se pueden acumular maravillas incontables ante la vista de
las gentes, que el resultado serán hastiados bostezos y mirar la hora (gesto
ritual de elegante aburrimiento).
Y
es que no se puede meter el mar en un vaso pequeño.
Si
el ojo no se admira de la luz, la deja como tema marginal de trivial
importancia, la usa sin asombro, ni tan sólo la menosprecia, sino que la
ignora, alguna explicación debe de tener el hecho, tan extraño en sí mismo
(aunque tan frecuente). Yo me lo explico del siguiente modo: el ojo, en su
momento primitivo e ingenuo, está en la luz, no se ha desasido de ella, no ha
vuelto sobre sí, no ha regresado para ser y no solamente para ser ojo; pero
mientras esté en esa circunstancia, en la luz, sin regresar a serse, no puede
admirarse de esa luz porque la luz no se admira a sí misma, para ello es
precisa una distancia y un verse desde el ojo. Sólo cuando la luz se vea desde
el ojo, no cuando el ojo esté donde la luz, podrá tener lugar la admiración, la
contemplación admirada de la luz por el ojo.
Misericordia.
Dicen
que no hay de esta virtud tan hermosa, y tan necesaria, aunque se habla mucho
de ella y se extraña su ausencia. Las gentes viven hacia dentro de sí mismas,
las familias, los pueblos, las naciones, nadie mira a los otros, a los ojos de
los otros, a las tristezas de los otros, a las tragedias de los otros, e
incluso si a veces se aparenta mirar, siempre es a través de una cuenta
bancaria para necesitados del tercer mundo. Y nunca se sabe qué tristeza
concreta tiene una concreta mirada, en suma: que no hay misericordia.
Pero
ya en otro sitio del presente librillo se ha hablado de la compasión, y de lo
que aquí tratamos es de la misericordia activa, la que, en vista de la
situación aterradora del hombre en esta vida (llena de seres humanos feroces),
se propone ayudar a que ese estado de cosas mejore, haciendo y planeando y
ejecutando y emprendiendo: ¿tampoco hay de ésta? La verdad es que cada causa
social tiene su cuenta bancaria, cada afligido exiliado su organización no
gubernamental, cada minoría étnica su tribunal internacional de derechos. Sí
que hay misericordia de ésta, el mundo está plagado de sucursales de la misma,
hay momentos que tienen que reñir para poder tocar cada una a un marginado, y
ciertos conflictos bélicos se hacen exprofeso para que haya huérfanos mocosos
con moscas para todo el mundo. Hay especialistas en colectas de caridad para
genocidios (es decir, para supervivientes de; los genocidios mismos se
financian por otras fuentes), espectáculos donde los artistas trabajan de forma
gratuita y el dinero va a parar... (es decir, ‘se destina’, a dónde vaya a
parar es otro tema) a víctimas de diásporas y masacres. Todo ello son formas de
la misericordia activa, es pura mala fe decir que de ésta, como de la otra,
tampoco hay.
Crueldad.
De
esta virtud todo el mundo dice que hay demasiada, que sobra, que no se necesita
tanta, pero la verdad es que casi nadie deja de aportar su granito de arena al
inmenso montón, y los encargados ya no saben cómo repartirla equitativamente
(si es que alguna vez han querido ser de verdad equitativos en este reparto).
Hay
ciertos sectores de la población tradicionalmente destinatarios de la mayor
parte de la misma, incluso de los excedentes de cupo, y los encargados
habituales del reparto, por la inercia de la costumbre, suelen tratar de
encauzar más y más crueldad a dichos sectores, aunque en ocasiones se produce
un verdadero atasco de crueldad desenfrenada en los mismos. Los llamados grupos
marginados, exiliados y sujetos pasivos de genocidios y masacres, se quedan con
una gran parte del total, sin duda por influencias ilegales, cohechos,
clientelismo, y todas esas lacras políticas y administrativas que hacen que
todo vaya a parar siempre a los mismos.
Pero
quiero aquí hacer referencia expresa a los pequeñas empresas privadas (casi
siempre unipersonales) de crueldad, porque a menudo hablamos de los grandes
consorcios multinacionales, y en ocasiones es conveniente mirar más de cerca y
a lo nuestro. En este aspecto es fácil encontrar ejemplos notables, las pequeñas
alimañas que desprecian al prójimo y se lo hacen notar, maltratan al
subordinado para que quede clara su autoridad, extorsionan al débil, pisotean
al caído, abusan de su pequeño poder, siembran rencor o simplemente no hacen el
servicio de justicia que nada les costaría y al otro le es esencial. Lástima
que estas muestras pasen desapercibidas para los grandes medios de masas,
aunque son tantas que quién podría dedicarles a todas atención, máxime estando
cada uno ocupado con las suyas.
Sabiduría.
¡Pobre
e infrecuente virtud, qué solitaria, incomprendida, extraña eres en este mundo
de necedad rampante!
Valorando
las esencias en lugar de los denarios, los esfuerzos en lugar de las glorias,
los talentos en lugar de las famas, las virtudes en lugar de los vicios, las
ternuras en lugar de los desprecios, las ideas en vez de los tópicos... ¿cómo
vas a medrar en este sumidero de estúpidos?
Prefieres
construir mejor que destruir, pensar antes que repetir, creas y enciendes donde
el reglamento y la sombra todo lo embrollan y ciegan. Y ni siquiera tienes
enemigos dignos de tu elevada condición, pues el necio es necio y ni siquiera
es tu enemigo, lo sería el sabio que vendiese su sabiduría para comprar
necedad, pero ese sabio no existe porque no sería sabio, es meramente el listo
que conduce a los necios al redil de sus intereses y al matadero de sus
cohechos. ¡Verte reducida a enfrentarte al listo, qué tristeza tan humillante
te han procurado los dioses, hermosa sabiduría de tan elegante altivez!
Me
consuela saber que eres esquiva, que, si los necios no te buscan, de todos
modos no te encontrarían aunque te buscasen, porque no habitas donde ellos
construyen sus chozas, ni fluyes por los cauces de sus miserables arroyos.
Inmaculada, blanca, distante, felizmente entregada a los pocos que saben
seducirte, contemplo con fervor tu imagen de dorada maravilla y la venero en lo
más profundo de mi corazón, con ese respeto hacia lo sagrado que salva al
hombre de sus miserias por desastrosas que sean.
Y
no dudes de que tienes en mí la excepción de todas las reglas, pues, siendo
necio, te amo, te busco, sé dónde te encuentras, como el ciego adora la luz que
nunca le mira, ciega del ciego.
Necedad.
Lo
peor y lo mejor que se puede decir de esta abundante virtud es que con
frecuencia pasa por ser sabiduría, no me pregunten cómo, quizá por la fuerza
del número, por ser los mismos necios jueces y jurados de su propia necedad.
El
proceso de siembra, germinación y aumento de la necedad es muy sencillo (y
explosivo). El necio que se hace notar, ante muchísmos necios se presenta que,
como comprenden, reconocen y sienten esa cualidad como propia, la encomian,
admiran, alaban, fomentan y prodigan. Nueva (pero igualmente siniestra) ley de
Malthus, si la población crece geométricamente, la necedad crece en potencias
de sí misma, porque diez necios más diez necios no son veinte necios, sino diez
elevado a la diez, diez mil millones de necios.
Como
la ira, no tiene contrario. Ni antídoto, ni curación, ni remedio, ni más
actitud ante ella que la resignación o el clemente suicidio. Y yo recomiendo
éste último como mejor salida y de mayor oportunidad, porque vivir en el océano
de la necedad infinita... eso es tarea que los dioses, los propios dioses, han
preferido abandonar en nuestras pacientes manos.
Si
tuviese que fundamentar mi pesimismo, cosa que tantas veces se me solicita, ni
la maldad, ni el odio, ni la venganza usaría como argumentos y mucho menos la
cariñosa muerte: es la necedad la que me asusta, de la necedad espero lo peor,
la necedad será, estoy seguro, la que acabe dando al traste con este planeta y
esta especie.
Y
el espantoso terror de verte ir volviendo necio tú mismo, poco a poco, a fuerza
de vivir rodeado... no sé, creo que eso no se lo deseo ni a mi peor enemigo
(que no se puede volver necio porque ya lo es).
Constancia.
Pocas
virtudes como ésta, se arriesgan a que las confundan con rivales desairadas,
pues la constancia muchas veces pasa por terquedad, por contumacia, por
recalcitrancia, hasta por necedad e incapacidad para cambiar al bien. En
efecto, frases como ‘de sabios es cambiar de opinión’ o ‘de malos amigos es no
dar el brazo a torcer’, condenan a la constancia a un confuso limbo de no bien
apreciadas actitudes.
Parece
que la constancia depende mucho de que la primera decisión haya sido acertada,
pues siéndolo, la constancia en mantenerla es virtuosa y hasta heroica, pero no
siéndolo, la constancia se vuelve necia terquedad que sólo lleva al desastre.
Es,
pues, una virtud que no depende de sí misma para ser virtuosa y que puede tenerla
el sabio, que entonces es, además de sabio, constante, pero no puede tenerla el
necio, que además de necio es terco y carece de constancia. Puede tenerla el
bueno en su bondad, agraciada con este adorno, pero no puede tenerla el malo,
contumaz en su malevolencia.
Yo
de mí sé decir que no sé qué decir, pues no me aclaro al respecto, y nunca
estoy contento cuando soy constante (siempre me critico de terco y
recalcitrante), y nunca estoy contento cuando no soy constante, pues creo que
los hombres deben mantenerse firmes. Y no le vayas a preguntar al vecino, que,
como la constancia en tu caso a él no le cuesta nada, te aconseja constancia en
lo que te perjudica y dejación en lo que te beneficiaría (haga usted la
prueba).
No
me suelen gustar las salidas que tiran por la calle de enmedio, pero yo en este
asunto aconsejaría mirar bien atento los propios intereses y ser constante en
defenderlos, dejando para la defensa de los intereses ajenos el apellido de
terquedad, dando en ellos el brazo a torcer.
Volubilidad.
Tiene
buena prensa esta virtud, es de sabios cambiar de opinión, demuestra ser
generoso y no terco quien sabe dar su brazo a torcer, se acomoda a los cambios
del tiempo y se adapta a su sociedad, puede ser a la vez firme en sus odios
pero versátil en sus afectos... En fin, que tiene muchas ventajas.
Como
algunas otras que se analizan en este librillo, la volubilidad es de aquéllas
que se aprecia mucho en uno mismo pero se prefiere que los demás no la tengan
en alto grado, o la tengan sólo de forma transitoria y mientras se alcance
algún ajuste. Yo siempre la he considerado del otro grupo, el que no contiene
aquéllas como la humildad y la generosidad, que todos queremos que las tengan
los demás, pero preferimos carecer de las mismas.
Y
es que no es sensato pedir a los dioses virtudes indiscriminadamente (aparte el
hecho de que hay que ganárselas a pulso, los dioses raras veces conceden
virtudes como ésta que nos ocupa, más generosos son con la humildad, la piedad,
la misericordia, que al que le tocan, le tocan), pero la volubilidad se puede
pedir sin empacho, porque lo peor que te puede pasar es que no te la den.
¿Acaso no es mala muchas veces? dirá el timorato. Yo creo que nunca es mala,
porque para no cambiar de opinión cuando no cambiar te favorece, para eso no se
necesitan virtudes ni demasiadas luces.
Y
que el tiempo es muy suyo y hace voluble al más terco, porque le convence, le
cambia, le explica nuevas versiones de viejas actitudes, viejas versiones de
actitudes nuevas, le transmuta proyectos en recuerdos, amores en odios,
impulsos en rutinas, frenesíes en olvidos. Aunque a la postre todos somos
constantes en la última mueca.
Ternura.
¡A
ver cómo hago yo esta vez para ser un poquitín sarcástico con esta virtud, como
en otros casos! Precisamente con la ternura, una de mis preferidas... no me va
a ser posible.
Si
tuviese que elegir una virtud (después de la justicia, atención, después de la
justicia) sería la ternura, quizá la virtud más grata a mi corazón, con la que
más me complazco, la que más calienta los viejos huesos cansados del interior
de mi alma. Es suave pero fuerte, humilde pero eficaz, callada pero incesante,
leve pero sólida. Si quieres hacer un edificio, sobre el valor, sin duda. Si
quieres hacer un universo, sobre la ternura.
Los
dioses y yo, que nos las echamos a graciosos los unos contra los otros (aunque
sus gracias son un poquitín más pesadas que las mías), no saríamos capaces de
reírnos a costa de la ternura aunque sea fácil con ella pillar desprevenido al
adversario (más ellos a mí, que yo a ellos). Es que la ternura es... no sé,
pero que piensas que no existe y entonces todo lo demás, por bello y luminoso
que sea, te importa una mierda (perdón, no encuentro sinónimo biensonante que
me valga). Y que parecen necesitar ternura todos los seres de esta tierra,
desde las mariposas a las montañas, por muchas que sean las otras cosas que
también necesiten. La ternura (def.: ‘suavidad con que el amor del más alto se
inclina sobre el más pequeño’) adorna el cariño y lo convierte en el íntimo
goce que siente al rozarse la piel de dos almas, quizá la única ‘sensación’ que
está al alcance de los espíritus inmateriales.
Cuando
a veces me doy cuenta de que no siento ternura, me entra un desprecio enorme
por esos malnacidos que no son capaces de inspirarme tan bello sentimiento.
Frialdad.
Hay
gente que no quiere que haya más gente en el mundo, desearían ser ellos los
únicos habitantes del planeta (y del tiempo), todo roce humano les desasosiega,
no se rozan, el solo pensamiento de que su alma toque otra alma les produce
vértigo, una cosa muy acerada y fría, una costra de hielo que se les deposita
en los ojos del corazón y con la que miran ya siempre a los otros.
Más
gélida que el propio desprecio, la frialdad se cimenta sobre él, pero lo trasciende,
hasta el punto de que los frianos, sabedores del terrible desapego que sienten
por los prójimos, llegan incluso a notar un pálido reflejo de piedad por sus
víctimas, la que sentiría el entomólogo que mete en formol al insecto irisado.
¡Cualquiera
sabe de dónde puede haber salido una virtud tan remota y criodespectiva! Ni
cómo pueden haber sobrevivido generación tras generación los que la poseen,
ajenos al humano calor, desafectos de las humanas pasiones. Yo imagino algún
dios creador que verdaderamente haya hecho a algunos a su imagen y semejanza,
remotos en su desprecio supremo, inalcanzables en su nevado e impoluto fulgor.
No
es que no se pueda convivir con los frianos, es que no están aquí, sino en otro
mundo distinto, nos hablan a través de algún artefacto del alma que distancia
las emociones, podemos oir sus palabras y ellos las nuestras, pero no nos llega
el sentimiento que las impregna (ninguno las impregna) ni a ellos el nuestro.
Una escafandra de piedra transparente (se llama cristal) oculta sus latidos a
nuestros corazones.
Y
esa piedra cristalina es dura, resistente, no se quiebra ni cuartea por mucho
que te empeñes desde dentro en desgastarla con las uñas o los dientes. Yo ahora
estoy probando con un picahielos de humildad, pero...
Credulidad.
Suele
considerarse que el crédulo, el ingenuo, es buena persona, sujeto benévolo de
buen continente, y, al ser poco suspicaz, se le cree poco capaz de engendrar
suspicacias.
Yo
pienso que, más que bueno, el crédulo es tonto, incapaz de seguir hasta sus
últimas consecuencias un razonamiento sencillo, como el que sigue: si has
ofendido a tu vecino, se vengará. No es bonhomía, es necedad, no es negarse a
creer en la maldad humana, es no conocerse a sí mismo e ignorar al prójimo, en
fin, dificultad para la argumentación deductiva y su complementaria
universalización inductiva.
¿Cómo
puede evitarse llamar tonto a quien, ladrón, no espera ser robado; engañador,
no se teme engaños; agresor, no recela agresiones? Pero cuidado, que si bien
todo crédulo es tonto, no todo tonto es crédulo, grave confusión sería acerca
de la suposición de los términos, mucho más extenso tonto que crédulo. Y al
hacer este simple análisis lógico, de repente sospecho que me estoy
equivocando, pues es verdad doctamente autorizada y universalmente reconocida
que los tontos nunca se perjudican... ¿no se contradice esto con que los
crédulos sean tontos? ¿Qué dice la estadística sobre los crédulos en cuanto a
si se perjudican o no?...
Más
de una vez me ocurre que, extrapolando la línea de mis procesos lógicos, llego
a conclusiones impensadas que me asombran y superan los supuestos, como ahora
en que ya no sé si los crédulos son tontos, porque siempre he pensado que yo no
soy tonto, que por lo tanto no soy crédulo y que, en consecuencia, salgo
siempre perjudicado. Lo siento, me he embarullado, me parece que no sé qué son
los crédulos (aunque tontos sí, porque, feroces como humanos, no temen fieras).
Suspicacia.
Benditos
sean los suspicaces porque ellos alcanzarán seguridad, aunque no por mucha
suspicacia deja de sorprenderlos la muerte.
No
deberíamos ponerla entre las virtudes (ni entre los vicios) porque la
suspicacia no se adquiere, se nace así, es como una sombra de la personalidad
que siempre te acompaña, incluso cuando no hace sol. La experiencia lo que
consigue es que el crédulo tome conciencia de su estado, pero no se cambia en
estos asuntos, también el suspicaz lo es hasta la eternidad (de la que duda y
sospecha).
No
deja de tener la suspicacia cierta salvaje belleza, montaraz y heroica, como de
antiguos titanes que viven solitarios su feral aventura, perfilada como está
por recuerdos de ofensas que tal vez no se produjeron, rodeada por proyectos de
agresiones que quizá no se producirán, envuelta siempre en un manto de
nebulosos temores.
Y
no todo suspicaz lo es en grado supremo, ni en igual medida, pues si algunos lo
más que llegan es a creer que las estrellas se proponen perjudicar su concreto
destino, otros, superhombres de la sospecha, recelan que el tiempo quiera estafarles,
retirando de su cuenta minutos y hasta horas subrepticiamente. El suspicaz
tiene, es cierto, mucho trabajo, aunque es casi siempre trabajo baldío, ¡cómo
serán de hábiles las artimañas de la sombra que la mayoría de las veces no
podemos precavernos!
Darle
dos veces la vuelta a un huevo para ver si está lleno antes de comprarlo (y
morder las monedas que te dan de vuelta para sentir si son legítimas) son
solamente manifestaciones folklóricas del suspicaz. Lo que verdaderamente
distingue su comportamiento y su esencia es creer que el universo entero ha
constituido un consorcio cuyo único objetivo es engañarle a él. Véase, pues,
cuán en lo cierto se halla el suspicaz.
Confianza.
Hace
muy poco, enseguida si vas hacia atrás, enseguida si vas hacia adelante, hemos
tratado de la suspicacia y de la credulidad, podrían parecer virtudes idénticas
la desconfianza y la confianza. Pero a
mí se me antojan muy diferentes, éstas últimas hacen referencia a la humana
relación de una forma más honda y personal, más directa, que aquéllas. El
confiado, alegre y despreocupado, puede con facilidad caminar al lado del
abismo, aun sobre el abismo propio, dependiendo de la trivial promesa que le
haya hecho el primer desconocido, con la seguridad del que nada teme no ya de la
maldad ajena, ni siquiera (y esto es grave) de la ajena estupidez, no por
inocente menos aterradora y peligrosa.
De
la explosión repentina de los soles no se asustaría si el necio que viaja junto
a él por las veredas del tiempo (y que a lo peor es ciego y no ve soles) le
asegura que no pasa nada. De la misma muerte no desconfía si se le aparece,
como suele, razonadora y amable. El confiado no tiene remedio en su confianza,
como el desconfiado no lo tiene en su sospecha. Mejor no tratar de abrirle los
ojos, él cree que los lleva abiertos, aunque nosotros sabemos que sólo le
sirven para sonreir a todos lados, sombra incluida, y sus perros.
Cuidado,
no obstante, con acompañarle en sus empresas, es peligroso y a menudo letal,
aunque no sea suya, quizá, la culpa. Fuere por la seguridad aplastante que
tiene en los otros, fuere por la misericordia que los dioses se empeñan en
emplear con él, lo cierto es que suele acompañarle la suerte, desisten de
engañarle (al ser tan fácil) incluso los más taimados, que se vengan luego en
el vecino más próximo que no lleve puesta la misma tonta sonrisa. No hay cosa
más temible que vivir junto al confiado y creer que su suerte se extiende a los
demás.
Desconfianza.
Hace
muy poco, enseguida si vas hacia atrás, enseguida si vas hacia adelante, hemos
tratado de la suspicacia y de la credulidad, podrían parecer virtudes idénticas
la desconfianza y la confianza. Pero a mí se me antojan muy diferentes, éstas
últimas hacen referencia a la humana relación de una forma más honda y personal,
más directa, que aquéllas.
Desconfiado
es el que no ve a través de los otros y su mirada temerosa se topa con paredes
densas y opacas, por eso no cree que más allá haya horizonte, o que los
prójimos tengan la intención tan abierta como parece. Anda a tientas, como
ciego, pero tampoco se fía de lo que toca, con las manos siempre llenas de
sangre pues tiene que meterlas en los corazones y sentir la cualidad y el
perfil de los latidos. Y aún con eso...
Si
el interlocutor no tiene alma, si es piedra, si es astro, si es dios o cristal,
entonces esta virtud se retira discreta, apaga sus miradas de través, duerme
sus párpados ardientes. Pero si el otro es humano, dotado de ese músculo que se
llama espíritu, entonces despierta, se aviva, levanta armero y vigilancia, se
ata bien los machos, pone mano en todos los bolsillos y deja de creer dos de
cada dos palabras que oye. Los desconfiados son gente muy suya, porfiarles es
lo peor, cuanta mayor porfía más virtuoso proceder, más desconfiada lejanía. Y
no se crea que mirar hacia otro lado y pretender no estar atento consiga cosa
mayor, porque cuanta menor porfía, mayor desconfianza. ¿Cómo vencer entonces
esta virtud tan obstinada? Quizá no se pueda, yo, sin mucho convencimiento,
recomiendo como mejor remedio darle el mismo trato, pagarle con la misma
moneda, no ya por ver de diluir sus temores, sino por venganza simple, que hay
procederes y posturas que, pues que no se corrigen, al menos que fastidien
también al que los mantiene.
Dogmaticidad.
Raro
es el pensador que no cree saberlo todo, estar en la verdad completa y
absoluta, tener el breviario (escrito por él) de la certeza en la mano, estar
en situación de ilustrar a los poderes celestiales sobre la realidad de la
creación para que puedan, siguiendo esas instrucciones, crear. Raro es, si es
que hay alguno.
Por
eso el escepticismo les gusta tan poco (les disgusta tanto), que hasta se
sienten con ánimos de ofender a los escépticos como si fuesen los retrasados
mentales del pensamiento. La virtud del dogmatismo, tan eclesiástica por otra
parte, está muy vinculada a los poderes establecidos y consolidados, cuanto más
establecidos más dogmáticos, pues no se debe dejar grieta alguna en el elevado
edificio de las creencias que los propios dioses han emitido (y emiten, y emiten,
que los chamanes hablan cada domingo, cada sábado, de los nuevos mensajes).
¿En
qué se funda la certeza del dogmatismo? ¿Es solamente esa sensación de tener
línea directa con el alma del mundo? ¿Es la sólida confianza en los propios
poderes mentales? ¿El saber que, a diferencia del resto de los mortales, uno
está a salvo del error, de la sombra, de la niebla, del abismo?... Porque en
criaturas que cada dos pasos meten tres veces la pata, el dogmatismo es
extraño, digámoslo claramente. Si fuésemos de los que nunca tropiezan... pero a
ver qué hijo de madre humana resiste diez minutos sin hacer, decir, pensar una
barbaridad, un despropósito, un crimen. Yo más bien creo que, en algunos, la
grotesca magnificación de los perfiles fantasmales de su ego, les da una como
resonancia de sus propios vacuos interiores, y esos ecos reflexivos les impiden
oír la música real de las esferas, por lo que confunden lo que saben de su
trivial nadedad con lo que hay que saber del mundo, y claro...
Escepticismo.
Escasa,
infrecuente, rara es esta virtud que casi todos los pensadores vituperan (y que
no reputan por virtud, sino por nefando y estúpido vicio). Si tienes la gracia
de poseerla (desgracia dirían casi todos), finge que no la tienes, muéstrate
dogmático, inventa cualquier necedad y manténla firme, que te llamen terco pero
no dudoso, pues al terco se le confía la vida, pero al escéptico se le quema en
la hoguera (luego de muerto para que no haya dudas).
Es
tarea del escéptico dudarlo todo él solo, pues habiendo pocos, muy pocos, la
inmensa tarea de dudar de lo dudable recae en esos pocos, que tienen un trabajo
sobrehumano al que ni siquiera les ayudan sus propios dioses, ya que el
escéptico, entre otras dudas, tiene que dudar de los dioses, los suyos los
primeros, y no se sabe de ningún dios que esté dispuesto a ayudar a quienes
dudan oficialmente de su existencia, que en eso se distinguen los dioses de los
escépticos (una de las pocas cosas gratas del escepticismo, por cierto).
Hay
que dudar por cada lugar común (infinitos, la verdad) que los dogmáticos crean
y la mente popular admite, siguiendo como ovejas los cauces de esos interesados
mataderos. Hay que dudar de cada misterio, de cada revelación, de cada refrán,
de cada evidencia, de cada certeza, de cada... Sísifo, puro sísifo.
Y
luego está ese argumentillo tan famoso según el cual el escéptico es idiota
porque dice que la verdad no existe y al decirlo pretende que lo que dice es
verdad. Bueno, pues nada, la verdad existe, venga, que me digan dónde, que
quiero dejar de ser uno de esos idiotas y sumarme al carro triunfal de los
dogmas establecidos. Bueno... no sé si quiero... creo que quiero... no... creo
que dudo... Si al menos fuese verdad que dudo...
Definición.
Se
empezaba antes por definir las cosas, el objeto de estudio, el problema
planteado, el perfil del territorio, el protocolo del análisis, la generatriz
del cuerpo. Van perdiendo las definiciones presencia, importancia, sentido, van
dejando de existir, simplemente. Ya nada se define, todo lo más se calcula,
nada se precisa, en todo caso se conjetura; gusta a los que gobiernan, juzgan,
controlan, quedar en la sombra de la indefinición, en la imprecisión de un
limen borroso. Tal vez incluso sea ahora de mal gusto definir y definirse, los
‘puede ser’ han sustituido a los ‘es’.
Pero
esta virtud, núcleo de toda metafísica, no queda por ello muy desamparada, pues
sigue habiendo reductos que la necesitan, o al menos la usan. Los que se
proponen decir ahora digo y decir luego diego, los que saben de antemano que van
a decir lo que mañana no querrán haber dicho, los profesionales del ‘no
recuerdes mi pasado, lo que digo ahora es lo que cuenta’, esos sí definen, sí
concretan, sí consolidan (generalmente en forma de promesas) sus palabras,
categóricos, densos y contundentes. Pero nadie, claro está, se los toma en
serio: cuanta mayor definición, menor crédito.
¿Desestimamos
esta virtud sin disparar en su honor ni una sola salva? ¿Nada vale ahora el
hombre de palabra, que se sabe donde está, que dice lo que piensa, que cumple
lo que promete, que tiene precisa definición y lugar meticulosamente asignado,
del que siempre se sabe lo que se puede esperar? Afirmo que vale mucho, para mí
vale todo, es la única clase de gente que merece la pena tratar, quizá los
únicos en los que puede confiarse. Pero atención: no confundir aquéllos de los
que podemos estar seguros, con aquéllos que están seguros de sí mismos, no son
iguales, generalmente son opuestos.
Fronteridad.
Estar
en el borde, ser de la frontera, vivir en la raya que divide los mundos, no ser
del uno ni ser del otro, en el brocal del pozo, en el umbral del tiempo, en el
puente levadizo que no es paisaje ni es castillo, ser de ninguna raza, de
ningún tiempo, de ningún lugar, blanco pero negro, alto pero bajo, un ojo de cada
color, viendo con uno la luz que amanece, con el otro la sombra que apaga.
La
fronteridad es mi modo de ser, soy muy mío y no soy de grupo alguno, no me
entienden y no les entiendo, pelean batallas que no quiero ni ganar ni perder,
adoran a dioses que no frecuentan los mismos cielos que los míos. Hablan una
lengua que, siendo la misma, es diferente, saben cosas que yo ignoro, yo sé
cosas que ellos no quieren saber, mis blasfemias son sus jaculatorias, es frío
para mí lo que ellos llaman calor.
Tenemos
horizontes tan diferentes que mi paisaje es su tiniebla, su pasado mi futuro,
van a donde vengo, y cuando al cruzarnos un instante se decanta el corazón por
las miradas de amor, miran ellos de mí lo que yo no quiero que miren, aman en
mí lo que no debe ser amado, creen que soy la máscara que ellos mismos me
ponen, me contemplo en su espejo y no me reconozco.
Pero
como en todas las patrias me va pasando lo mismo, he llegado a pensar que no
soy de ninguna, nacido del viento, sin raíz ni anclaje, pues el firme cimiento
que me sujeta al mundo, a ninguno de sus mundos me sujeta, o ellos o yo nos
estamos alejando en el tren que se aleja.
Un
tiempo sufrí por no ser profeta en mi tierra, siempre tan ajeno y ellos tan
remotos. Ahora sé por fin que no puedo serlo porque no tengo tierra, vivo en la
raya que marca la frontera, cuando señalan lo extraño me señalan a mí.
Permanencia.
Todo
cambia, nada permanece, decía el viejo de Éfeso, nada cambia, todo permanece,
le respondía el de Elea. Siguen discutiendo sin ponerse de acuerdo después de
dos milenios y medio de argumentarse el uno al otro. Los humildes súbditos
esperamos pacientes la solución final que decidan adoptar.
¿Cambian
las cosas? Parece una evidencia. ¿Permanecen? La evidencia parece decir que, en
todo caso, poco tiempo. Sí que tenemos una tendencia a la infinitud de lo
estático, pero todas las carnes, del cuerpo y del alma, se nos van pudriendo
tiempo a tiempo. Nos hacemos la ilusión de que permanecen los más queridos
amores, recuerdos de lo que no permaneció y tiene que ser recordado, amigos que
fueron, y que siguen siendo pero en distante nostalgia, instituciones
centenarias que producen el espejismo de que los muros del tiempo quedan
contenidos. Pero en cada deseo de permanencia notamos cómo las alimañas de la
caducidad ponen sus huevos, crecen, cambian, cambian, cambian.
Si
acaso la permanencia es una virtud (y no sé si defenderla en ese carácter) lo es con la esperanza de que
medre con mayor eficacia, no con la contemplación de la plenitud, y menos ahora
que ya sabemos la transitoriedad de los soles, la curvatura del espacio, la
angustiosa posibilidad de que el tiempo mismo se contraiga y agote.
Cuanto
más rápido es el cambio que la historia actual le imprime a todo, cuanto menos
duran las modas, las creencias, las instituciones, las formas de vivir, más
ávido es el corazón de permanencias que, quizá, ni necesita ni existen. En
verdad no sé si queremos vivir eternamente, yo sé que la eternidad que quiero,
la de mis sentimientos más firmes, ya existe, prevalecerán contra todo cambio
más allá de las eternidades.
Cambio.
Mal
puedo saber si el cambio es virtud, cuando no sabía si lo era la permanencia.
Sé que el cambio es universal, que todo a su ley se doblega, que las edades se pliegan
sobre sí mismas con las propias edades, que las estrellas se desdibujan con
otras estrellas, que las montañas son un suspiro, más leves que el viento, el
sol brilla un instante en medio de la nada, su noche está próxima.
¿Me
gusta?... ¿Tiene sentido averiguar si te gustan cosas que de ninguna manera
puedes cambiar?... ¡Cambiar!, ésa es la palabra, se trata de saber si me
gustaría cambiar la palabra cambiar... Vivo ahora un tiempo en que sé con
certeza que el yo de ayer no me gusta hoy. No sé si ayer me gustaba, no sé si
mañana me gustará el de hoy, pero me alegro que ese yo se haya cambiado por
éste. No todo lo que existe me gusta, nunca me gustaría, creo. Trato de
imaginar el paraíso que la raza humana puede construir si quiere y me digo a mí
mismo que, en ese caso, mejor que ya nada cambiase nunca: no me creo, desconfío
de mi torpe retórica. Cuando me pongo lírico con todo mi ser, una parte pequeña
de mi ser que no se pone lírica, no me cree nada.
Sí
que hay cosas que no quisiera ver cambiadas, pero qué difícil y perezoso me
resulta hacer su catálogo... en parte porque las cosas que en realidad no
quiero que cambien, sé que no cambiarán, no dependen del tiempo, ni de la
voluntad de los dioses, fuentes ambas de volubles caprichos. Y lo demás ¿por qué
no? La eternidad es larga, me imagino bien un cambio de aires de vez en cuando,
de jugada, de juego, de baraja e incluso de compañeros de mesa. Sabiendo que
seguiré amando a los míos ¿qué mal hay en cambiar por otro este universo, la
luz por la sombra, la vida por la muerte? La siguiente vez me pido ser un
nómada de la estepa (y en todo caso ágrafo).
Utilidad.
Si
hubiese que definir la sociedad actual habría que usar esta virtud como núcleo
de la definición, como la definición misma. La sociedad de hoy quiere y
necesita la utilidad, lo útil es, por ello mismo, bueno, lo inútil es, por ello
mismo, malo, despreciable, para tirar.
Si
dejamos herederos que dejen herederos (en una sociedad tan idiota es dudoso y
quizá no sea deseable) que se olviden de nosotros y empiecen a pensar, cuando
recuerden que sus abuelos, de ser amos de siervos pasaron a ser siervos de sus
propios siervos anteriores (los útiles, los mecanismos, los chismes, los
implementos de la técnica actual), y no contentos con ello ostentaron con orgullo
sus marcas como códigos de identificación de status y de clase... no tendrán
palabras para ofender la estúpida memoria de sus necios abuelos, nosotros.
Pero
hoy en día es así, no te compras un abrigo para tapar tu frío, sino para poder
llevar bordada en grandes letras Belfarinni
Craprinnus, que es la
marca del abriguero más chic. No tienes un vehículo, sino un Alfa
Romeo, no te forras los
pies, sino que calzas Commodus, no comes pan sino Bimbo,... la utilidad se ha vuelto dios de nuestro
olimpo y los propios dioses tienen que hacer una publicidad desesperada,
llevando y trayendo al sponsorizado de continente en continente, besando suelos
y otras técnicas de marketing.
Asediados
por instrumentos que también nos quieren comprar el alma y que no necesitamos
para nada, vamos siendo cada vez menos señores de nosotros mismos, hasta el
punto de que a estas alturas de mi vida literaria, si no dispongo de un
ordenador PC con procesador de xxxx Mh y xxxx Mb de RAM, ya no sé crear
literatura, la que siempre he llamado ‘mí’ literatura. (¿O nunca supe?).
Inutilidad.
Es
ésta la única virtud para cuya consecución trabajo de modo activo y esforzado,
y debería ver al final recompensados mis esfuerzos, pues pocos seres humanos
son tan amigos de esta virtud, la creen tan elevada y honrosa de alcanzar, la
aprecian tanto, la valoran tan alto y la han investigado tan a fondo.
Como
todo análisis profundo y riguroso, concluye con un resultado sencillo aunque de
importancia esencial: pues que lo útil es instrumento al servicio de otro,
siervo, esclavo propiedad de un señor, éste mismo, el señor, el amo, el supremo
es inútil, instrumento para nadie, cénit de la jerarquía del ser.
Pero
los que pensamos así (ahora poquísimos) lo tenemos difícil en la actualidad
porque lo útil, disfrazado de bueno por una campaña de publicidad interesada,
se ha convertido en el único marchamo de calidad. Ser inútil en estos momentos
es ser idiota, sospechosamente inhábil, bueno para nada, despreciable, estúpido
y ruin.
Con
ocultación y nocturnidad me ensayo de inútil, bajo secreto y mintiendo a los
amigos me estudio las lecciones, no estoy matriculado en ninguna academia por
miedo a la ‘oficialidad’ de los impresos, voy muy poco a poco, haciendo el
menor ruido posible. Es un trabajo agotador y produce neurosis, tienes la
sensación de estar engañando a los tuyos, te ves en el espejo con autocompasión
sarcástica: ‘mira ahí el estúpido inútil’, contagiado un momento de la
tendencia dominante.
Pero
en el fondo en el fondo estoy muy satisfecho porque veo que avanzo, noto
progresos. Por ejemplo, hace ya un tiempo que vengo intercalando textos propios
en medio de la verborrea del ordenador (sin que se entere el maldito).
Bondad.
No
dudo yo que exista verdaderamente alguna muestra microscópica de esta virtud,
tal vez en algún museo donde se dediquen a conservar curiosidades extintas, o
que en algún corazón aislado (algún preso solitario y miserable, algún eremita
enloquecido por los soles y las lunas implacables, algún náufrago olvidado,
gente así) queden ciertos residuos en espera de una higiene a fondo, con los
últimos productos detergentes que la técnica pone a nuestra disposición, pero
que la bondad misma en cantidades apreciables, incluso en stoks de reserva,
exista, eso desde luego está completamente descartado.
Tampoco
existen manuales que enseñen su uso, siquiera como curiosidades bibliográficas
para coleccionistas, de forma que no se puede saber muy bien para qué servía, o
cuáles eran las cantidades exactas en que había que mezclarla con otros
ingredientes (¿qué ingredientes?) para las recetas en que... (¿en que qué? ¿qué
recetas?).
En
fin, se trata de pura arqueología.
Los
libros de historia hablan a veces (pocas, aisladamente, siempre de modo no
significativo) de ‘buena gente’, pero parecen usar la expresión en sentido de
‘gente corriente’, ‘gente usual, del pueblo’ (similitud que no se entiende
porque la gente corriente, corrientemente, de buena no tiene nada y se guisan
sin ella, fuera lo que fuera esa especia).
Me
siento atrapado por la obligación de hablar de esta virtud como de todas las
otras que aparecen en este librillo, pero las demás, raras o no, tenían
contenido. Ésta... la verdad es que no sé de qué va (ya se habrá notado, me
imagino). Bueno, pues al parecer hubo una vez una cosa que se llamaba bondad,
que no sabemos para qué servía y que ya no hay. (Espero que sea con ‘b’, ¿o es vondad?).
Maldad.
¡Qué
nombre sonoro tiene esta virtud! ¡Y qué prensa! Hace milenios que no se habla de
otra cosa. Es tal vez lo más extendido, triunfante, brillante, conocido,
deseado, alabado, no hay ser viviente o cristalino que no la lleve en el
corazón, tres de cada dos latidos dedicados a su alabanza, ¡qué fertilidad y
qué dominio!
Si
además reconocemos que la maldad suele ir acompañada por la astucia, fielmente
escoltada por eficaces tácticas y brillantes estrategias, y que sabe sembrar
para recoger el mil por uno, hay que descubrirse en su presencia. De verdad de
verdad que, en cuestiones de promoción comercial, la maldad es una maravilla.
Por
otro lado es un lenguaje universal, el único verdaderamente universal que
existe. Hablando lenguas no siempre te entienden, pero saca tu diccionario de
bolsillo mal-chino-chino-mal, o mal-inglés-inglés-mal, o mal-swahili-swahili-mal,
y no habrá lugar del mundo donde no puedas ir (de hecho no se necesita
diccionario, el mal de cada cual se entiende directamente con el mal de los
otros, es un pequeño traductor simultáneo que llevamos en la mirada).
A
mí me gusta, en principio, el mal de los otros, yo que siempre me siento a
disgusto con la rareza ajena, que soy misántropo en el extenso sentido de la
palabra, noto que al menos su mal lo comprendo, es primo del mío, muchas veces
hermano, cuando siento el desprecio que me mira gemelo de aquél con que yo
miro, pues oye, me encuentro un poco como en casa, noto el parentesco. Pero a
la postre no me puedo reconciliar con el mal, ni ajeno ni propio, un último
reducto púrpura me lo hace hieles y, en el fondo, odioso: ésa su hermandad
indisoluble con la podrida injusticia. Si se pudiese ser justo y malo, yo el
primero.
Continencia.
Los
que han tenido la inmensa suerte de poseer esta rara virtud (que consiste no en
no desear, sino en no consentirse los deseos), son fáciles de descubrir entre
todos los mortales por la grave dignidad de sus cenicientos semblantes, el
empaque altivo de sus endiosados espíritus y la clara conciencia de ser los
elegidos (preferidos) por un dios cristalino del que son ellos los severos
sacerdotes.
No
vive la continencia solitaria en su mansión, sino que convive con y se ayuda de
dos siervos leales, la intransigencia y el proselitismo. El continente necesita
convencer y juzgar, y es él el que juzga cuándo ha convencido, dictamina sobre
los convencimientos y siembra nuevos prosélitos. No es tarea sencilla, que la
molicie lasciva arrastra mucho, y el continente debe emplear en el apostolado
toda la sequedad de su sedienta oratoria. En cuanto a la intransigencia, es
ingrediente esencial del guiso continente, pues si se permitiera la continencia
el más mínimo portillo, por allí se desangrarían sus venas plomizas, quedándose
exangüe, llena de color, sin la grisalla habitual de sus latidos.
Háblase
aquí, claro es, de la continencia convencida, libre y asumida, no de aquélla
otra de obligada mutilación por las edades, soledades, enfermedades y otras
‘dades’ de inevitable estreñimiento, que ésta no es virtud y de ella quiere su
continente huir, sintiéndose prisionero, hacia lascivias añoradas y amorosas.
El censo de continentes de buen grado es notoriamente escaso, cítanse cifras
ridículas por algunos autores, e incluso sostiene cierta escuela que, de buen
grado de buen grado, continente no hay ninguno, todos son, a su pesar,
contenidos. No nos pronunciamos aquí, en espera de mejores estudios, aunque la
continencia genuina no parece ser numerosa. (Ni genuina). (Ni continencia).
Lascivia.
Felices
los que poseen esta entrañable virtud, felices y envidiados, cuánta gente
lamenta no poseerla, sin duda es cauce de grandes satisfacciones.
Y
además alegra poder hablar de ella, en este caso no existen reticencias o velados sarcasmos, críticas encubiertas.
Esta es virtud sana, limpia, abierta, clara y distinta, inequívoca. Su objeto
es su objetivo, su camino es su norma, desea lo que desea y en conseguirlo se
consuma. No es complicada, no encierra siniestras sutilezas, admite a
cualquiera en su club de confesos, no distingue de razas, de credos, de edades
(de esto un poco más...). Es muy agradecida.
Y
tiene contenido, que a otras hay alargarles el hilo de su esencia para poder
sentir un poco de sustancia. Aquí no, la lascivia maneja por sí misma enjundia
y materia, es virtud de tocar y coger (en edición sudaca cambiar ese verbo, o
no cambiarlo). La iconografía astringente imagina al lascivo con el ojo
enramado (cuando la verdad es que ver tranquiliza la conjuntiva), con el belfo
caído (lo cierto es que el placer relaja los músculos, también los de la boca),
desnutrida y seca la médula espinal (en realidad se nutre de aromas y
esencias). El lascivo es, a pesar de tan negra leyenda, jovial y amistoso,
alegre (cuidado y atención: el lascivo no es rijoso, no hace de su virtud una
prisión hedionda), camarada y leal. Triste es en cambio el continente del
continente, flor que se ha dejado secar en su propio desprecio el color y el
aroma.
Os
envidio a vosotros, lascivos de ahora: cuando yo era joven no había becas para
lascivos, no pude matricularme en ninguna escuela, y he tenido que aprender
lascivia por mi cuenta, en la calle con amigos, soy un simple autodidacta.