Despedida
de Miguel Cobaleda como profesor
Discurso
pronunciado el
viernes, 4 de junio de 2004,
ante
alumnos y ex-alumnos
en
el Salón de Actos del IES “Lucía de Medrano”, Salamanca
Queridos
alumnos:
Hoy
hace exactamente cinco años, el viernes 4 de junio de 1999, hablaba yo a los
alumnos de 2º de bachillerato que, como ahora los que me estáis escuchando, se
despedían del Instituto. Ellos fueron los primeros en cursar este plan de
estudios que continúa vigente y que vosotros habéis seguido hasta hoy en que,
terminada la presente etapa de la enseñanza media, os despedís del “Lucía
de Medrano” para pasar el curso que viene a la Universidad.
En
la presente ocasión mi despedida es doble pues, por un lado, os despido a
vosotros, alumnos de 2º curso de Bachillerato, en nombre de todos los miembros
de la Comunidad Escolar, y por otro lado me despido yo mismo ya que, inmediata
como está la fecha de mi jubilación, pueden considerarse estas palabras la última
lección que dirijo, como profesor, a mis alumnos.
No
son dos los mensajes aunque sean dos las despedidas; es uno solo, el mismo que
vengo repitiendo desde mi primera clase, probablemente el mismo que repetimos
todos los profesores todos los días aunque lo disfracemos bajo las máscaras de
diferentes asignaturas. Es un aviso sencillo y un consejo desinteresado, aunque
más valioso, si se admite y se sabe administrar, que cualquier otro que puedan
verter en vuestros oídos los que detentan ambiciones y defienden intereses.
El
mensaje dice así, sencillamente: sed vosotros mismos.
Sed
vosotros mismos, esto es, el vosotros mismos auténtico que encontraréis en el
fondo de vuestros corazones y que no está hecho de recados publicitarios ni de
torpes halagos; el vosotros mismos que no consiste en seguir las advertencias de
quienes quieren utilizaros, ni radica en dejarse convencer por la transitoria
veleidad del momento; el vosotros mismos que no asiente sin reflexión ni actúa
por mímesis.
Toda
clase de mercaderes del cuerpo y del espíritu os están esperando para
convenceros de que compréis su género sin analizar críticamente el valor del
mismo. Pero para realizar negocio a vuestra costa tienen que haceros despreciar
primero los valores genuinos que ya os constituyen: no os venderán sus
maquillajes si antes no os convencen de que sois feos; no os despacharán sus
motivos si antes no os aseguran que los vuestros están marchitos; y no os
impondrán sus ideas si antes no os convencen de que las vuestras son pobres, de
que dejéis de pensar por vosotros mismos.
Nunca
dejéis de pensar por vosotros mismos. Nunca.
Sois
luminosas centellas de fuego y libertad y tenéis el esplendor del futuro
abierto ante vosotros. No permitáis que la mentira os confunda, que la maldad
os contagie ni que la estupidez os persuada.
***
*** *** *** ***
Como
he dicho antes, estas palabras son también mi despedida, aunque insisto en que
el mensaje es el mismo, si bien articulado con otras expresiones y revestido de
otros sentimientos.
Cuando
resumo en la memoria mis 37 años de docencia para preguntarme a mí mismo qué
deseo deciros en esta lección final, no tengo duda alguna acerca del contenido
argumental de la misma: quiero daros las gracias.
Quiero
daros las gracias a vosotros y a los más de cinco mil alumnos que han escuchado
mis enseñanzas a lo largo de los años, y a todos los cuales ahora vosotros
representáis aquí.
Y
quiero daros las gracias porque me habéis permitido educar vuestra
inteligencia: así de sencillo y, a la vez, así de espléndido.
También
he tenido, claro está, la oportunidad de educar en vosotros otras dimensiones
de la persona, de contribuir a que seáis hombres y mujeres de bien, leales,
generosos, magnánimos, cumplidores de vuestros compromisos... Y creedme que les
doy a estas cuestiones morales toda la importancia que tienen.
En
mi opinión, haber podido contribuir a la educación de vuestra inteligencia es
el mayor orgullo posible: educar la inteligencia es un quehacer sin parangón.
Ninguna otra profesión, ya se ocupe del cuerpo o trate de objetos distintos, se
le puede comparar.
En
este planeta no hay nada más elevado, más importante o más digno que la
inteligencia. Mejor dicho: en todo el universo, pues estoy completamente
convencido de que se trata de un logro supremo que sólo se ha producido una vez
y entre nosotros, los seres humanos.
Además,
educar la inteligencia es la tarea más creadora que existe; quien entrena el músculo
o encamina el talento, los dirige, los encauza, mas no los crea. Pero educar la
inteligencia es hacerla, es crearla: cuando por la explicación de sus mentores
un alumno pasa de no comprender la esencia de lo que le resulta misterioso a
comprenderla, se enciende una luz que antes no existía en medio de la tiniebla
de este universo sombrío, tiniebla que sólo el brillo de la inteligencia
consigue disipar.
A
lo largo de los años he sido muy feliz en mi profesión pedagógica
contribuyendo a la formación integral de muchos jóvenes, pero nunca tanto como
cuando he visto encenderse en vuestra mirada el súbito brillo de la comprensión
intelectual. Ése es el más fecundo y persistente legado de la tarea docente
porque, a diferencia de cualquier otra sedicente luminaria del poder, de la fama
o de la riqueza, y a despecho de quienes la postergan con un criterio miope, la
luz de la inteligencia, una vez encendida, no se extingue jamás.
Por
eso, permitidme que os vuelva a repetir el anterior consejo: Nunca
dejéis de pensar por vosotros mismos. Nunca.
Desertar
del pensamiento propio es desertar de la Humanidad, convertirse en una piedra,
desmerecer del destino que nos ha señalado a los seres humanos con un propósito
que trasciende las limitaciones del tiempo.
Seguid
con firmeza vuestro camino, no dejéis que os conduzcan sin saber a dónde, no
permitáis que os convenzan sin saber de qué, y, sobre todo, no consintáis que
os vivan, porque vuestra vida es vuestra y es única, insustituible, el único
paisaje que tenéis para dibujar en él la figura de vuestra felicidad.
Muchas
gracias y adiós.
Miguel Cobaleda.