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CUENTOS
RELATOS SEMANALES
ANTOLOGÍA 10
Miguel Cobaleda
@MACCGL
DÉCIMO GRUPO: 141 AL 150
27-08-2023 AL 29-10-2023
141-EL BRAZO
Miguel Cobaleda
27-08-2023
No me distingo de nadie, soy un hombre corriente: también yo, como tantos, he
vendido mi alma al diablo.
Recuerdo la mezcla de temor y sarcasmo que siempre me había producido la
sospechosa costumbre de los que creen en la existencia del alma para poder
comerciar con ella. Y me imaginaba inmune a tal comportamiento hipócrita, a lo
mejor por creerme señalado para destinos espirituales de gran trascendencia; a
lo peor por no esperar precio alguno para mercancía de tan escaso valor.
Además, siempre me repelió la infinita colección de almas, semejante a la
colección de viejos zapatos de una loca: anaqueles atestados de podridos
despojos, un lugar inmenso y hediondo.
Pero a veces la vida te obliga a negocios que ni te convienen ni te dejan de
convenir: sencillamente has de hacerlos.
Cuando supe –supimos– que a ella le quedaban pocas semanas de vida, y me taladró
los ojos con su mirada mientras acariciaba mi cabeza con la mano, todo mi ser se
aferró a la idea, al sentimiento, a la obsesión de no perderla enteramente. Esa
mano que con suavidad perfilaba la piel desnuda de mi cráneo, el brazo entero,
palanca de una ternura silenciosa que movía los mundos de mis entrañas apoyada
en su propia serena conformidad; esa mano, ese brazo ¿no habría milagro capaz de
hacerlos sobrevivir al desastre de la enfermedad? ¿No podríamos entretenerlos
para que llegasen tarde a la cita con la muerte?...
Apenas la idea se estaba abriendo paso por los oscuros senderos de mi confuso
corazón; apenas el sentimiento surcaba la tenebrosa mar de mi cerebro, cuando se
presentó con su contrato dispuesto, nada de letra pequeña, aspecto de pálido
niño que ríe sin alegría [a ese raro diseño se somete mi imagen del demonio],
tres palabras claras con letra redondilla, “alma por brazo”, y dos casillas para
firmar.
Ni discusiones terminológicas: qué se entiende por alma, en qué condiciones
brazo, duración, letras pagaderas cuándo; ni titubeos, ni tiras y aflojas de
chalanes zafios. La rúbrica mía que ya conocéis y un signo por su parte, algo
parecido, que no me sorprendió, a un reloj de arena con todo el tiempo ido. Se
fue con su papel, su risa, su mi alma, quedéme como estaba, brazo y mano seguían
acariciando mi frente.
Hace tiempo largo de todos estos temas, no hago ya otra cosa que visitar su
tumba; mi pensamiento ahora es sólo su recuerdo, con qué siento esta pena si ya
no tengo alma.
Y el único consuelo es su brazo, su mano, que siguen a mi lado y me aman como
siempre.
No vayáis a pensar que el único cometido de esta mano amada sea solamente
apacentar mi nostalgia; también uso el brazo para otros menesteres menos
melancólicos; puedo por ejemplo seguir la fluida sonata sin retirar mi mano para
pasar la hoja; puedo secar mis lágrimas a pesar de sujetarme la cabeza con ambas
manos; puedo a la vez taparme la boca y los oídos cuando se me hacen truenos los
espesos sollozos que salen de mis labios. Y puedo intentar desalojar –de la
grieta inmensa que mi alma ausente ha producido– el océano desolado, bombeando a
una mano, a dos manos, a tres manos.
Y aún me será más útil, según espero, el brazo; le estoy enseñando trucos y
mañas y habilidades. Por ejemplo, ya que vivo solo y para ciertas cosas no me
apaño, le enseño actualmente a estrangular apretando.
142-LA GRADUACIÓN
Miguel Cobaleda
03-09-2023
Son ceremonias hermosas, llenas de contenido simbólico, de ilusiones para el
futuro, de nobles sentimientos y de buenos deseos. Cada quien exhibe en ellas lo
mejor de sí mismo, y a fuer de honrado lo hace, porque es ante sí mismo,
tribunal insobornable, ante quien quiere dar la talla. Así como la veste del
cuerpo ante los ojos del mundo es la más elegante y de mayor empaque, también la
piel del alma viste, se reviste, de las mejores galas.
Así pensaba yo, en mi dentro y a solas, oyendo los discursos, adioses y consejos
de la hermosa ceremonia de nuestra graduación; también mientras sonaban, graves
y emotivas, las notas de las himnos que nuestra voces empujaban hacia la bóveda
ceremonial.
Miraba los rostros absortos y arrebatados de mis colegas de promoción, me sentía
mecer al impulso generoso de tantas nobles emociones inundando corazones y
sacándole brillo a las pupilas; y permitía sin recelo que todos los buenos
sentimientos recalasen en el puerto abrigado de mi espíritu.
Lo estábamos haciendo bien, la liturgia del acto era adecuada y profunda, el
ritual riguroso pero denso, los maestros de ceremonias cumplían con serena
eficiencia su difícil cometido. Me arrepentí de las reticencias que interpuse y
de los escepticismos que propalé: no había tenido razón y estaba contrito pero
contento de haberme equivocado.
Las diversas autoridades del Centro fueron interviniendo de menor a mayor;
discursos breves pero sentidos, notabas en los aplausos esa cadencia apretada
que, contenida, contiene honda carga de simpatía, gratitud y admiración.
Y fuimos desfilando uno a uno, atentos a no dejarnos derramar en lágrimas,
manteniendo a duras penas la digna altivez de tales ocasiones. Que por qué habrá
de ser así, me pregunto ahora... qué importará que noten tus lágrimas esos
colegas que andan enredados en sosegar las suyas...
Sin prisas, con la grave lentitud de ritmos solemnes, resonando sin duda en
nuestros corazones tanta palabra amiga, tantos buenos deseos, tanta nostalgia,
tanta gratitud.
De mí puedo deciros que, cuando calmoso recorría el pasillo central alfombrado
de rojo para acercarme a la tribuna a recibir mi insignia, notaba el latido de
palabras concretas resonando en alguna víscera más noble que hay en mí. Uno de
los oradores de mayor alcurnia, descendiendo por un instante de lo solemne a lo
personal, nos dijo y me miraba fijamente a los ojos:
“Ya nunca olvidaremos lo que hemos vivido juntos, las diarias batallas que
ennoblecen nuestro registro, la prieta camaradería del hombro con hombro, sobre
todo en la amargura de los momentos tristes, más aún que en las victorias que a
sí mis-mas se pagan. En la medida en que los hombre somos nuestra memoria,
tenemos y somos los mismos recuerdos, cuando os marchéis llevaréis los míos en
vuestras almas.”
Al regresar con la insignia ya prendida en mi pecho y reintegrarme de nuevo a
las filas apretadas, para sentir en torno el calor de mis amigos, por un
instante he sabido el sabor de la dicha.
Me apena solamente que seamos los últimos, la última promoción que saldrá de
esta casa, ahora que cierran la sala de oncología cuando el último de
nosotros... se gradúe.
143-YO, EL ACABADOR
Miguel Cobaleda
10-09-2023
Cuando suprimió a todo el mundo –al menos en este planeta, en este universo, en
esta Era– se olvidó de mí porque no estaba durmiendo, sino orinando en un
cuchitril tan pequeño y tan escondido que fui el único ser humano al que no
encontró. Así que, según me ha dicho, me va a usar para terminarlo todo.
–Te he salvado para que acabes todo lo que está a medias.
– [No le creo ni media palabra: “¿Salvado”, ¡si hombre! “Gracias a los juncos,
señora...”] Yo, el Acabador.
– Eso.
– Puedo negarme, renunciar a esa tarea, sea la que sea, y quedarme de brazos
cruzados.
– ¿Sí, de brazos cruzados?... Tú sólo, en absoluta soledad, en medio de la nada
negra, una eternidad de eternidades?...
– Ya veo... Si lo pones así... ¿En qué consiste ser Acabador?
No cito aquí toda la lista porque es infinita, pero diré unos ejemplos:
La señora Amet Timolina, en Brisbane (Australia), fue ultimada cuando tenía a
medias de doblar y guardar los paños de cocina que acababa de retirar del
tendedero (coloqué los que faltaban en los cajones siguiendo su propio orden de
colores).
El contable Russ Malore, en Austin (Texas, USA) tenía el Mayor sin terminar de
cotejar salidas con entradas (lo acabé poniendo el conforme en cada línea).
Me dio mucho trabajo un jubilado de Graz (Austria), un tal Johann Taube, porque
le faltaba el recibo de septiembre del 2022, de su comunidad, inencontrable,
pero –como al parecer lo había pagado–, lo hice yo mismo para completar su
colección.
En fin, Luisito Ferrilla, un adolescente de Segovia (España), tenía a medio
redactar un poema para su novia. A ver: me da repelús interferir en lo sagrado
y, si hay –si había– tres cosas sagradas en mi mundo, eran el amor, los poemas y
la adolescencia, así que no escribí nada de mi cosecha, terminé el poema con dos
párrafos de un bolero (“Él llegó en un barco”) y confié en que fuese bastante.
Lo fue, porque en ese mismo momento, con un ¡¡Crashh!! muy sonoro, el mundo, el
universo y esa Era se terminaron –se ve que todo estaba ya, por fin, acabado, el
poema de Luisito era la última cosa sin terminar–, desaparecieron y yo quedé
flotando en la nada oscura, aunque vivo todavía.
–¡¿Ah, cómo?! [Estaba yo deseando colocar esa frase de Felipe, y aproveché la
ocasión]. ¿No me has matado?
– Bueno, no... has demostrado ser un Acabador estupendo... Tengo siete trillones
de universos con infini-mundos llenos de infini-cosas por acabar (porque sabrás
que estoy dando por terminado este ciclo creativo y debo rellenar un informe
final para el congreso de Creadores y Omnipotencias). Y siendo tú tan eficiente
como eres...
Así que aquí estoy, intentando acabar una lista de (a ver si lo escribo bien),
de “crocanmenios” (no sé lo que son) de un mundo que habitaron los “casinontes”
(no sé lo que fueron), y me quedan infini-cosas de este mundo y luego, claro,
infini-mundos de un trillón de universos.
Pero no será por tiempo, porque dispongo para mi tarea de una eternidad de
eternidades.
144-MI ESTACIÓN DE FERROCARRIL
Miguel Cobaleda
17-09-2023
Después de haberme roto la cabeza intentando comprender la arquitectura –la
estructura– de mi estación de ferrocarril, he desistido porque es imposible,
contradictoria, abstrusa, acaso demencial. Como se sabe, en cada andén las
líneas férreas que confluyen lo hacen de forma paralela, aunque luego, al salir
de la estación y desparramarse por el mundo, cada una se dirija a un horizonte
diferente y se alejen o se acerquen en función de sus remotos destinos. Pues
bien, en mi estación las líneas férreas se cruzan entre si una y otra vez,
trazando un encaje de acero que no sólo no se puede comprender sino que es
absurdo. Por supuesto que se cruzan las de andenes de niveles distintos, claro
está; hay que decir que mi estación tiene superpuesto un número indefinido
–acaso infinito– de planos que se elevan hacia lo alto unos sobre otros y
descienden hacia las profundidades unos bajo otros; las líneas de diferentes
niveles se cruzan en un espacio global ficticio, por supuesto. Pero es que
también ocurre eso en las del mismo nivel, por ejemplo en este andén que
contemplo (donde estoy yo sentado observando el tráfico y escribiendo estas
líneas), los trenes se cruzan en el mismo espacio–tiempo sin que haya catástrofe
ni nadie se extrañe; no lo puedo comprender aunque lo veo con mis propios ojos.
Las escenas, no obstante, son las propias de una estación, encuentros y
despedidas, generalmente alguien que se marcha –o alguien que viene– y acuden a
despedirle o a esperarle la panda de amigos, la pareja, la familia, acaso el
chófer de la agencia. Suelen ser momentos rápidos, porque los que llegan
enseguida se van en busca de su equipaje o hacia la salida, y los que se van,
con prisa suben al tren que se pone en marcha con rapidez. Hay excepciones de
viajeros solitarios que vienen o se van sin nadie que sepa que vienen y se van,
sin nadie que les espere o les despida. Incluso hay viajeros que no saben ellos
mismos qué es lo que deben hacer, salen del vagón al andén como si nacieran a un
mundo nuevo, recién creado, sin pautas ni señales; o se suben al primer vagón
que les pilla al paso, incluso mirando hacia otro lado, seguramente les da lo
mismo el destino al que se dirigen o quizá es que no se dirigen a ningún
destino. No tienen equipaje, ningún gesto especial señala su rostro, son
fantasmas que quizá nadie –salvo yo– observa con atención, si dejas de mirar en
su dirección desaparecen, se esfuman, nunca sabes si ya se han marchado en el
último tren o te has imaginado su presencia inexistente. Las estaciones, incluso
las abandonadas, están llenas de los rastros nebulosos de estas presencias
viajeras; las estaciones abandonadas más.
Un acontecimiento frecuente y emotivo es cuando un grupo de bulliciosas personas
esperan a una pareja a la que entregan, al llegar, un bulto como de recién
nacido, que la mujer acoge con extasiada expresión; entre fiestas y gritos
alegres salen de la estación y no suelo volver a verlos. También sucede que
parejas que viajan juntas y suben a un tren dándose la mano, al cabo del tiempo
vuelven a mi estación pero en trenes diferentes, les esperan grupos distintos y,
si acaso se acercan en mi andén, no se miran a la cara, son desconocidos
absolutos, ya no recuerdan que subieron al mismo tren y creyeron dirigirse al
mismo destino.
Hay siempre un bullicio raro en mi estación, con los altavoces sonando a todo
volumen soltando retahilas de direcciones, horarios, salidas, llegadas, y toda
clase de noticias que parecen no estar destinadas a los oídos de nadie,
simplemente llenan los ecos del lugar para que no... no sé, para que no se pueda
pensar, quizá.
Creo que mi estación es infinita o, en todo caso, que se extiende más lejos, más
arriba y más abajo de lo que se pueda imaginar. Un día me armé de valor y me fui
distanciando de mi andén habitual, adentrando, subiendo, bajando... hasta que
llegué tan lejos que los trenes eran de otra forma, la gente vestía de otra
manera, hablaban otras lenguas y rezaban a otros dioses. Me dio miedo y me subí
al primer convoy que parecía regresar, anduve errante, saltando de tren en tren
durante un tiempo inmenso, hasta que por fin –de casualidad– bajé de un vagón
justamente en medio de mi conocido andén de siempre (o que mi andén de siempre
se repite infinitas veces en infinitos lugares y no se distinguen los unos de
los otros).
Pero eso fue hace tiempo, ahora ya no hago excursiones lejanas, me limito a
estar sentado en mi andén contemplando el ir y venir de la gente.
Y no sé si soy yo o es la propia estación, pero el murmullo de los altavoces se
ha ido apagando, la luz del andén es cada vez más sombría y he notado que ya
casi no hay encuentros, ahora casi todo son despedidas.
145-QUAN
Miguel Cobaleda
24-09-2023
Le estoy pasando mi espíritu a Quan; o sea, mi Espíritu, mi Alma, mi Athman, mi
Ka... como queráis llamarlo. La cosa va poco a poco, claro, de media idea en
media idea, los propósitos de uno en uno, los recuerdos juntos pero por temas,
los amores los pilla enseguida, los odios se los tengo que explicar. Cuidado, no
se trata de enseñanza, ni hablar, yo no soy pedagógico ni didáctico, no soporto
las repeticiones ni me expreso bien: se trata, como he dicho, de pasarle poco a
poco a Quan mi espíritu, de modo que, cuando le he pasado un recuerdo, por
ejemplo, ese recuerdo ya es suyo y no es mío, lo recuerda él y no lo recuerdo yo
(supongo). Mientras yo me voy vaciando de alma –lentamente–, él se va almando
–paulatinamente–; así de sencillo.
Se me ocurrió de repente, un buen día paseando. Solemos caminar juntos, como es
natural, a la par, con la tranquila lentitud de los que ni tienen nada que
hacer, ni les espera nadie. De pronto dí una pequeña pataleta, yo qué sé por
qué, el grupo muscular se disparó solo, ni siquiera me dí cuenta hasta que él
remedó el gesto con tan perfecta similitud que nos quedamos los dos quietos,
subyugados por la clonación absoluta del movimiento. A partir de ese momento mis
saltos y cabriolas se multiplicaron, siempre replicados por él con absoluta
identidad. Las cosa no hubiera pasado de ser un juego –bien que asombroso– de
una tarde sosegada, si no hubiese sido por un movimiento más elaborado (una
vuelta completa, a la pata coja, en torno a una farola herrumbrosa), que resultó
igualmente clonado a la perfección, de modo automático, desencadenado como una
explosión en cuanto el “modelo del gesto” se terminó, sólo que... sólo que esta
vez el que concibió el movimiento y lo hizo antes fue Quan, y yo lo imité
inmediatamente como un autómata... En ese momento concebí –concebimos– la
posibilidad de traspasarle mi espíritu, mis propósitos, mis ideas, mis deseos,
mis ambiciones, en fin, mis amores y mis odios.
La tarea ha sido menos penosa de lo que parece o se imagina uno (por cierto, la
imaginación es lo más difícil de trasladar de uno a otro) porque, aunque no es
como lo de Windows, de “corta y pega”, se le parece un poco: no hay que ir de
elemento espiritual en elemento espiritual troquelando cada cosa en el receptor
tal y como estaba antes en el donante, basta componer totalidades (por ejemplo,
ya dije antes que los recuerdos se pueden trasladar por junto, siempre que se
refieran al mismo tema, y aunque los amores sí van de uno en uno, los odios se
pueden compilar, y trasvasar de un solo golpe un contenedor compacto de odios
como un todo (aunque luego sí se los he tenido que explicar uno por uno).
Ni se requiere tanto tiempo como se podría suponer, lo principal es que el
receptor se abra al trasvase con la misma prontitud y disposición con que
efectúa el donante la entrega. Cuando los dos extremos del proceso están en
sintonía, pasarle tu espíritu a otro es cosa relativamente sencilla, y ni
siquiera depende del tamaño del espíritu trasvasado –que una inteligencia genial
sea más difícil o lenta de trasvasar que la ramplona mediocridad de un idiota,
no–.
Cuando te quieres dar cuenta, ya no eres tú, eres el otro. Por cierto, Quan soy
yo, el perro. Perdonad que me retrase, tengo que vigilarle: desde que me entregó
el espíritu y se quedó vacío, anda así, como un esqueleto deshabitado, sin
proyectos ni recuerdos, no sabe de dónde viene ni a dónde va, se para en medio
del camino como un peregrino de la nada, sin estrella Polar ni rosa de los
vientos.
Seguro que habéis pensado que podría yo devolverle un poco de alma siquiera para
que pueda caminar. Y lo haría sin problema si ello no conllevase volver a
entregarle su espíritu entero. Que no es que no quiera (yo estaba a gusto con mi
sencilla tiniebla de perro). Lo que sucede es que me da miedo porque, cuando era
su alma, no sabía qué hacer con ella. Mientras que yo sí sé que hacer con la
suya. Los perros siempre sabemos qué hacer con un alma humana.
146-EL BARCO
Miguel Cobaleda
01-10-2023
Mi pueblo es ribereño de un océano, tenemos playas, orillas, incluso un pequeño
puerto donde casi nunca hay barcos, mejor dicho, nunca hay barcos, sólo dos
pequeñas barquitas de remos por si las parejas quieren acercarse a alguna de las
calas ocultas a hacer allí sus cosas de enamorados. Así que fue una sorpresa,
una de las grandes, cuando de la noche a la mañana apareció una enorme carabela
–de las de varios palos con varias velas– en medio del puerto. La palabra es
“apareció”, no que llegase desde el mar, o que sus marinos bajaran a tierra para
atar sus cabos maestros a las bitas (que no tenemos): por la noche no había
carabela, al amanecer ya había carabela, con nadie a bordo, vacía de vida y de
sonidos, sin que siquiera chasqueasen las maderas henchidas de su obra viva (lo
único vivo del asunto), o el suave rumor de las olas al golpear con suavidad su
casco. Tardamos varios días en subir –somos no ya temerosos, sino cobardes–,
pero por fin nos atrevimos y estaba vacía; o sea, vacía de gente, porque su
sollado, sus cámaras, sus bodegas, incluso su oscura sentina, estaban hasta
rebosar de toda clase de implementos como preparada para viajar hasta el fin del
mundo y más allá. Venida desde la nada, era en sí misma un todo. Se nos invitaba
–¿quién?– a recorrer los mares enteros del planeta.
Hubo reuniones en el Ayuntamiento, luego en la Iglesia porque era más grande;
días y días de reuniones sin resolver nada, hasta que prevaleció la opinión más
atrevida, pero la única sensata habida cuenta del estado de la cuestión: subir a
bordo de la carabela, soltar sus amarres, desplegar sus velas y... Eso: ¿”y”?
Lo que estaba claro es que o íbamos todos o no iba nadie (hubo opiniones que
reclamaban quemar aquel misterio y olvidarnos del asunto, los que así se
expresaban entendían que la nave era una tentación diabólica y que nos
perderíamos en algún infierno especialmente dedicado a nuestra temeridad;
estuvieron a punto de ganar la reñida votación). No es que todos quisiéramos
irnos, no: es que ninguno nos queríamos quedar, así que una mañana subimos a
bordo de la misteriosa nave todos los del pueblo, hasta el último chicuelo, con
nuestros enseres y nuestros hatillos... Soltamos las amarras, desplegamos las
velas y –sin nadie al timón porque nadie sabía manejarlo, no entendíamos de
puntos cardinales ni de rosas de los vientos– el barco solo enfiló hacia el
horizonte y se fue alejando de la aldea hasta que la torre de la Iglesia se
perdió en la bruma y nos encontramos en medio de un océano infinito. En cuanto
se pierde de vista la orilla, todos los océanos son infinitos y ninguna nave se
mueve porque el movimiento en el infinito es imposible, ya que siempre estás en
el centro. Aprendimos estas verdades cuando nos dimos cuenta de que el barco no
se movía o, si se movía, no avanzaba ni retrocedía, un viento sin dirección
hinchaba las velas, pero eso no nos acercaba a ningún horizonte. Por fin
entendimos por qué había a bordo víveres y enseres para toda una eternidad.
Que es lo que va durando nuestro viaje, una eternidad de eternidades, los que
ahora estamos aquí somos ya la cuarta generación desde la partida, el más viejo
de nosotros nació cuando hacía cien años desde que abandonamos la aldea [que
quizá nunca hubo aldea: es un cuento fantástico que repetimos los más viejos
cuando nos reunimos por la noche en torno al inmóvil timón, pero nadie la ha
conocido, nadie tiene recuerdos de la ficticia y novelesca tierra firme si es
que tal cosa es posible, que ya sabemos que no: no hay nada firme en este océano
inacabable].
Ni siquiera nuestra nave, aunque los víveres nunca se agoten y las velas siempre
estén hinchadas por un viento incesante que no consigue acercarnos al horizonte.
En cuanto a los que se van muriendo –los que nos vamos muriendo–, sus cadáveres
desaparecen con tanto sigilo como apareció un día este barco en nuestro puerto,
eso nos ahorra el horror de tirarlos por la borda. ¿A dónde van o a dónde se los
llevan?... Algunos opinan –yo mismo– que vuelven a la aldea de la que partimos
hace tiempo, pero puede ser que no, porque también hay opiniones sobre que no
venimos desde, sino que vamos hacia una tierra prometida. No sé qué pensar, a mí
más prometido me parece este océano infinito que aquel pueblo lejano que va poco
a poco desapareciendo de nuestra memoria. Como soy tan viejo, pronto lo sabré.
147-LA VENGANZA
Miguel Cobaleda
08-10-2023
Mi gente me ha fallado cuando más la necesitaba. He sido su sacerdote durante
treinta años, he predicado cada domingo un sermón meditado con suaves consejos y
optimista previsión, les he exhortado al bien y les he alejado del mal, he
asistido a sus últimos momentos en el lecho de muerte y les he ayudado a
atravesar sin temor el turbulento río. Y justo cuando más necesitaba su ayuda,
ninguno ha respondido a mis peticiones de auxilio.
Mi hija Sila, mi única hija, estaba perdida en el tenebroso bosque de la
Tiniebla, allende el arroyo, en un paraje peligroso y sombrío de donde pocos han
logrado salir y ninguno con la razón entera. He ido casa por casa para pedir su
ayuda, que vinieran conmigo para buscarla entre todos, pero ha sido inútil:
– ¿No la has advertido sobre los peligros de ese bosque terrible?
– Si no la has advertido, la culpa es tuya. Y si sí la has advertido, la culpa
es suya, por imprudente, loca, temeraria.
– Lo siento, tengo que segar.
– Lo siento, tengo que trillar.
– Lo siento tengo que moler.
– Lo siento, tengo que amasar.
– Lo siento, tengo que cocer.
Hasta que me he visto obligado a buscarla yo sólo en esa infinita maraña de
árboles misteriosos y malévolos. Días sin término, noches sin esperanza,
senderos infinitos que no existen... y en el último confín estaba Sila,
inconsciente en el suelo, recostada sobre sombras de sombras, abrazada a sí
misma. La he traído a casa pero ya era tarde: ha perdido la razón, es lo que
tiene el bosque de la Tiniebla, que atrapa a los incautos y les roba el alma,
luego carecen de memoria, de propósito y de destino.
Mi rabia ha sido tal que he jurado vengarme y, por lo visto, como lo he gritado
con grandes voces, Salima, la bruja loca del Cardiel, me ha oído.
– No te tienen miedo, saben que no puedes hacerles nada. Si hubieras sido el
médico, que puede negarse a curar las enfermedades que padecen, o peor: curarles
las que no padecen... Si hubieras sido el alcalde, que puede asignar predios y
declarar festivos, dar ayudas y favores, pero también negarlos... Si hubieras
sido hortelano, que puede regar sus tomates, sus calabacines, sus cebollas, o
dejar que se pudran y sequen, y que el pueblo pase hambre... Pero sólo eres el
sacerdote, no tienes poder y no te tienen miedo.
Bueno, sí tengo poder, un poder terrible que ellos no imaginan: a partir de
ahora voy a predicarles un dios falso, inexistente, imaginario, voy a
explicarles cada domingo un milagro inventado, a comentarles un sermón que nunca
se pronunció, un cielo que jamás ha existido ni existirá. Escribiré con mis
palabras semana a semana un Testamento Engañoso, ni Antiguo ni Nuevo, lleno de
maravillas imposibles y de mentiras que aparenten ser verdades redentoras y
salvíficas.
Y en su lecho de muerte les garantizaré que irán a un paraíso eterno que llenaré
de falsas criaturas excelsas y de fingidos antepasados gloriosos. Lo único
verdadero de mi hipócrita sacerdocio será un infierno infinito de bosques de
Tinieblas.
148-BENDICIONES PAPALES
Miguel Cobaleda
15-10-2023
Soy el jefe de una banda de maleantes que nos dedicamos a robar a los pobres
para dárselo a los ricos. No desdeñamos todo tipo de delitos, incluso hemos
salvado a una camada de perrillos que se ahogaban en el río dentro de un saco y
los hemos entregado en los palacios para que sean mascotas, hasta ese punto
hemos llegado. Así que no tiene nada de extraño que los pobres hayan puesto
precio a mi cabeza: a cualquiera de mis seguidores que me traicione le darán
unos pagarés caducados, por valor de treinta céntimos, y una bendiciones papales
de cobre. La verdad es que los pagarés no me preocupan, conozco la fidelidad de
mis subordinados, pero con las bendiciones papales no las tengo todas conmigo,
de modo que les he reunido para hablarles:
– A ver: sé que no os tienta el dinero porque os pago con generosidad, pero
quiero que sepáis que esas tales bendiciones no son del Papa actual, Segismundo
XXXVII, sino de uno muy lejano en el tiempo, un tal Ulpiano LVIII, y que están
fuera de uso, ya no bendicen. Además, si sobrevivo a la traición, castigaré al
delator no con la horca, no, lo entregaré atado de pies y amos a los ricos para
que lo encierren de por vida en uno de esos palacios suyos de cincuenta salas
porticadas en que se alternan una armadura y un cofre, una armadura y un cofre,
y que tienen en cada estancia una o dos sartas. A ver de qué le sirven entonces
las bendiciones de marras.
Pero me he hecho acompañar por dos guardaespaldas a los que pago un suplemento
cuantioso por peligrosidad y otro por fidelidad. Veremos.
Mi historia es como la de todos los robindudes que en el mundo han sido. Nací en
uno de los palacios más ricos de una de las familias más ricas del reino, pero
un buen día me harté del brillo del oro y de repasar con los dedos las joyas de
las sartas, me descolgué por una puerta abierta y me vine hasta estos barrios
miserables, donde me acogió en su familia un alpargatero que arreglaba
alpargatas viejas poniendo cartones en las suelas y tapaba los agujeros de las
lonas con parches caducados de las cámaras de las bicicletas. Me prohijaron,
incluso aprendí a reciclar zapatillas, me casé con la hija mayor del amo y entré
en la banda por la parte de abajo, en efecto, al principio fui uno de los
peones, un “corre, ve y díle”, hasta que me ascendieron porque yo sé correr, sé
ver, pero luego no sé qué decir, siempre me ha pasado lo mismo, cuando llego
después de correr y de ver, me callo. Pensaron, con acierto, que donde menos
estorbaba era de jefe y aquí estoy.
Bajo mi mando hemos ido progresando, ya digo que ahora nos atrevemos con delitos
mayores (en el cuarto de al lado de esta chabola en que vivo está secuestrado el
hijo menor de un remachador de bornes al que no le vamos a pedir rescate porque
no tiene dónde caerse vivo, pero que se lo vamos a vender a una familia rica a
cambio de un espejo y de unos abalorios de colores). Con los abalorios no voy a
conseguir nada, los he pedido para que el precio del chicuelo raptado subiera un
poco, y por hacerme el importante, uno que sabe para qué sirven los abalorios;
pero con el espejo voy a crecer en la admiración de mi gente. Nunca antes han
visto un espejo, se quedarán maravillados, aunque es posible que el Zumba, con
esa jeta de bestia que tiene, rompa el espejo cuando se mire y crea que le
amenaza un enemigo brutal.
Lo que me asusta es que me está acabando la imaginación, ya no se me ocurren
golpes ni delitos de esos creativos y brillantes que tenían a mi gente
totalmente entregada y admirada. Mi propio segundo, el fidelísmo Sinco, me ha
hablado de un posible atraco a la tienda de reventa de cascos rotos de cristal,
así como de su cosecha, por si yo no tenía intención de ninguna fechoría
inmediata. Y bueno, sí, es un plan, pero todos en la banda saben que en esa
tienda ya no quedan cascos de cristal, al menos desde que se usa el plástico
para todo, sobre todo para las bebidas más baratas. Voy a tener que hablarles de
mi viejo proyecto para asaltar la parroquia y robar el cepillo de san Antonio,
aunque me jode, porque el dinero que hay en él es el que yo mismo metí cuando le
pedí al Santo encontrar las dichosas bendiciones papales, que no sé dónde
demonios las he puesto.
149-LAS DIEZ HERENCIAS DE MAMÁ SOLE
Miguel Cobaleda
22-10-2023
Mamá Sole tuvo diez hijos vivos y a todos los sacó adelante. Tenía la manía de
los oficios. No era ignorante, comprendía la importancia de las profesiones de
relumbrón (interiorista, joyero, estilista...) pero, como decía con su gracia
pueblerina: “Cuando vienen mal dadas, lo único quitambre es un oficio”. Así que
insistió hasta conseguir que cada uno de los diez tuviese uno:
“¿Jefe de Gobierno?, estupendo; pero taxista”.
“¿Presidente del Consejo de Estado?, fenomenal, pero electricista”.
“¿CEO de multinacional del acero?, maravilloso, pero fontanero”.
Y así hasta diez: encofrador, enterrador, remachador, escayolista, peluquero,
brocha gorda y zapatero remendón. Le gustaban todos, quizá menos taxista (“Con
uno de esos chismes GEPESE es taxista cualquiera, porque conducir sabe todo el
mundo”) y enterrador (“A los muertos no les importa si les entierran o no, y
puede que empecemos a no enterrar a los muertos, lo mismo que ya no damos de
comer al hambriento, ni vestimos al desnudo ni redimimos al cautivo, que ahora
se llaman convictos y los sueltan”).
Siempre sabía donde paraba cada uno, y si el Jefe de Gobierno hacía viajes de
Estado, conocía el país al que visitaba, su homólogo, los aeropuertos, los
hoteles, todo, seguía el viaje oficial con más detalles que el jefe de protocolo
correspondiente. Y si era la octava hija, peluquera de oficio y magistrada de
profesión, conocía al dedillo los casos jurídicos en que estaba envuelta, así
como todas las posible formas de salir airosa de la situación.
No se cortaba a la hora de mandarles consejos por carta –con su letra grande,
sus faltas de hortojrafía y su redacción contundente–: “Ese jefecillo al que vas
ha saludar es un maltratador, pega a sus cinco esposas (lo dice el Hula) que por
eso llevan la cara tapada y sólo se les ben los hojos, ten cuidado porque pega
ha traición, como todos los covardes”. “El CEO de ese consorcio al que te
quieres ajuntar hace trampas cuando gueja a las cartas (lo dice el Hula), así
que seguramente hará trampas en todo lo demás, no te fíes de él”... etc., etc.
Pero su predilecto era el más pequeño (nunca creáis a las madres que digan que
no tienen predilecto, siempre lo tienen y suele ser el más pequeño o el más
tonto o el más débil). Este tal, que se llamaba Benjamín (como en las
Escrituras) y era presidente del Círculo General de Empresarios, a la vez que
propietario de los mayores almacenes del país –zapatero de oficio, y se le daba
muy bien, en su familia casi nunca se compraban zapatos nuevos–, éste tal estaba
siempre gorroneando a su madre (tenía una fortuna propia de más de un billón de
maravedises, lo de gorronear era pura gula, puro vicio), con lo cual a los otros
hermanos les sentaba como un tiro y le gruñían enfurecidos cuando se juntaban
todos en el santo de Mamá Sole, que defendía a su cachorro con uñas y dientes.
La represalia partió del enterrador, secundado enseguida por brocha gorda y
luego por todos los demás. Cuidado: nada de daños personales; de haberle hecho a
Benjamín un daño auténtico (venderle como cautivo en Egipto, por ejemplo), su
madre les habría borrado de la fabulosa herencia que les tenía prometida:
el pendón morado de Semana Santa,
la Cruz de Roma,
el cuadro de los árboles,
la imagen fosforescente de la Virgen de Fátima,
la gargantilla de perlas de río,
la foto de las tres abuelas,
el juego de cama grande –viuda de Tolrá– bordado con las iniciales SJ, no
Societate Jesus ni sacerdote jesuita, sino Sole y Juan,
la cuchara y el cuchillo sin tenedor –de plata/peltre–,
el rosario de su madre
y los pendientes de aljófar.
Bueno, la represalia de los nueve hermanos contra el gorrón de Benjamín: los
famosos pendientes de aljófar, que eran su herencia prometida, desaparecieron
misteriosamente de la casa de Mamá Sole y, en su lugar, apareció una caja de
zapatos de doble tapa, de las de limpiabotas. Que se joda el gorrón.
150-RAVINIANOS
Miguel Cobaleda
29-10-2023
Naturalmente, yo fui el primero en salir de la astronave, con la espada desnuda
en mi mano derecha y el pendón de Cristo Rey desplegado en la izquierda. Doblé
la rodilla, según solemos hacer los exploradores/conquistadores cuando
desembarcamos en un mundo nuevo y con grandes voces proclamé:
– En nombre de mi reina, Isabel de Castilla, y de mi rey, Fernando de Aragón, y
bajo el patrocinio de Jesús Cristo Rey, reclamo para mis soberanos esta...
¿Esta qué?... Porque tierra no era. Tierra no era, ni pradera, ni pasto, ni
bosque, ni vergel, ni río, ni océano; ni siquiera eran esas piedras de granito
cuadriculadas con cincel que son ahora
el pavimento de la plaza mayor de mi amada ciudad provinciana. Cuando me incliné
para besar el suelo, tenía un sabor como raro, nunca he besado un suelo como
ése, aunque éste era ya el quinto continente nuevo que exploraba/conquistaba
para mis amados soberanos. Tan raro era el sabor, que me limpié la boca con el
borde de lana de mi capa de armiño carmesí de Condestable de la Mar Océana. El
material era parecido a un cuero elástico, brillante a fuer de pulido,
transparente y de colores.
En cuanto a los nativos del nuevo mundo... Todavía recuerdo la controversia de
los teólogos de Salamanca acerca de su naturaleza:
– Tienen que ser humanos, porque, como dicen los libros, Dios creó al hombre el
Séptimo día. Ergo...
– Es el Confín, y ya se sabe que en Confín las gentes son inversas en todo, así
que andarán con los brazos y levantarán las piernas.
– (Y cagarán con la boca)– Uno de mis maestres de campo, bruto y deslenguado,
aunque lo dijo en voz baja.
– Puede que sólo haya hembras que se fecunden con las semillas de los árboles.
Mestizos de mujer y roble...
Pero no eran inversos ni hembras ni cristianos. Eran espíritus, inmateriales,
etéreos, translúcidos.
– Son como las auroras boreales que vimos en el Norte.
Así eran: auroras boreales doradas y caminantes. Hablaban dentro de tu propio
cerebro, a mí en español, a mi contramaestre, que es de Ondárroa, al parecer le
hablaban en euskera. Al piloto negro de Gabón, en... gabonés.
– Si eso que llevas en la pata izquierda es un arma...
– Es el Pendón de Jesús Cristo Rey. El arma es la otra, la espada.
– Ya veo, el pincho ése. Aquí no se puede herir ni matar a nadie porque somos
espíritus inmortales e inmateriales. Los únicos bichos, o sea trozos de barro,
seres materiales que habláis por la boca y camináis... ¡Camináis!... Jamás
hubiera creído que tal cosa fuera posible... En fin... menos vosotros, recién
llegados desde Barbaria, aquí todo el mundo es... o sea: no somos bichos y no
podemos morir. Tenéis que poneros en la fila.
– ¿Qué fila?
– Sois... déjame que consulte con el cerebro central inmaterial... Sois la
expedición cinco millones, trescientos sesenta y siete mil, cuatrocientos doce
de exploradores/conquistadores que desembarca aquí para
explorarnos/conquistarnos. Tenéis que aguardar vuestro turno antes de que os
asignen la reserva en la que seréis confinados para que os visiten los... ¿cómo
nos has llamado?... las Auroras Boreales Doradas Caminantes cachorros en sus
viajes de estudios.
– ¿Hay muchas reservas de ésas en este mundo vuestro?
– Bueno... sí. Pero esto no es un mundo.
– ¡Vaya! ¿Y qué es?
– Una nave estelar.
– ¡Como la nuestra!
– Un billón de veces más grande, pero sí, algo parecido.
– ¿Y cuál es vuestro cometido?
– Somos exploradores/conquistadores de nuevos mundos.
– ¿Bajo el patrocinio de Jesús Cristo Rey?
– Nosotros exploramos por cuenta de Ravi, el Supremo. ¿No sois ravinianos?
– Puede... Así que exploradores/conquistadores... ¡Qué coincidencia!
– Si consideras coincidencia que “coincidan” cinco millones, trescientas sesenta
y siete mil, cuatrocientas doce naves de exploradores/conquistadores... pues sí.
– Entonces mi reclamación de la propiedad de este mundo... de esta nave para mis
soberanos...
– Tendrás que litigar con los otros cinco millones, trescientos sesenta y siete
mil, cuatrocientos doce. Lo que me ha gustado es el protocolo, se lo voy a
proponer al capitán, o sea, a nuestro Condestable de la Mar Océana. Eso de:
“Reclamo, etc., etc.” Y llevar un pincho y un estandarte... Porque nosotros,
hasta ahora, lo hacíamos menos emocionante. Llegamos a un mundo nuevo, sale el
capitán de la nave, dice: “Hágase la luz”, y eso es todo.