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CUENTOS
RELATOS SEMANALES
ANTOLOGÍA 09
Miguel Cobaleda
@MACCGL
#LosCuentosDelAmanuense Colección de micro-relatos
NOVENO GRUPO: 101 AL 140
19-12-2022 AL 20-08-2023
101-UNA TRISTE ESTRELLA ERRANTE
[#SemanaDeNavidad Lunes 19-12-2022]
Miguel Cobaleda
19-12-2022
– Lo siento, ya no quedan.
– ¿Cómo?
– Que ya no quedan argumentos para historias de Navidad.
– ¡Pero es imposible!
– El último, “Una moneda por Navidad”, se vendió hace ya un año. Desde
entonces...
– ¡Ése lo compré yo! Era un cuento muy triste, toda una tribu sin dioses que
se tuvo que contentar con el último dios que sacaron de una máquina
automática gracias a la única moneda de un chicuelo...
– Cierto, muy triste.
– ¿No ha vuelto a haber nada?
– Desde entonces nada.
– ¿Y qué podemos hacer los escritores de este tipo de relatos?
– No sé qué le diga... Sólo se me ocurre que cambie usted de religión, o de
secta, o lo que sea, y se haga de una que no tenga agotados los argumentos
de sus efemérides.
– ¡Hombre, cambiar de religión no es como cambiar de camisa!
– Cierto, pero no tengo otra solución que proponerle. Además, para mucha
gente la religión es un analgésico espiritual y, cuando ya no les hace
efecto el acetil salicílico, se cambian al dexketoprofeno, y si ése tampoco
les sirve, se pasan al tramadol, y así sucesivamente.
– ¿Hay algo más fuerte que el tramadol?
– Sí, el tantrismo.
– He oído la palabra, pero creí que era una variante del juego de los bolos.
– Más que una religión es un procedimiento. A usted puede irle bien el
tantra hindú en cualquiera de sus dos modalidades, la izquierda y la derecha
(es fácil, sólo hay que seguir el diálogo didáctico entre Shiva y Devi).
Tienen un cierto contenido sexual, y ya se sabe que el sexo es el origen de
muchos relatos entretenidos...
– ¿Hay sexo triste? ¿Se pueden escribir cuentos tristes con ese tema? Podría
empezar suponiendo que no son tres reyes, sino tres divorciados, los que
vienen a adorar al Niño... ¿Hay niños en el tantismo ése?
– Tantrismo.
– Y que Herodes es una especie de arquero auriga que...
– Ése es Arjuna, del Bhagavad Gita, es otra historia.
– O podría fingir que Belén está en guerra...
– Ahora lo está.
– ... y son refugiados ucranianos que escapan de una guerra y van a caer en
otra.
– La historia de la Humanidad, ya veo. Muy triste, sí. Pero no salen dioses,
a su cuento le faltan dioses.
– No siempre son necesarios.
– Una tesis muy discutible.
– Refugiados perpetuos a los que siempre les pilla la vid... la guerra. Iba
a decir “la vida”.
– Vienen a ser la misma cosa. Ya sabe: “militia est vita hominis super
terram”.
– No hablo árabe.
– El Niño ¿nace o no nace? ¿Es un cuento con Niño Dios o tampoco hay niños?
– ¡No fastidie, hombre!... ¿Cómo quiere que lo sepa si no me vende usted
ningún argumento?
– Una pareja refugiada de una guerra que van a parar a otra, son ellos dos
solos, sin hijos, no tienen dios, ni paz, ni patria, ni hogar. Bueno, triste
sí que es...
– En cuanto a la estrella, podría tratarse de alguna de esas que están a
cien trillones de años luz. Sin nombre, y ni ilumina ni nada.
– Ni guía. Una estrella errante, que se llaman.
– Eso.
– Pues ya tiene usted su cuento. Más o menos. Con estrellas que no iluminan,
sin niños ni dioses, pero un cuento. Y gratis: se lo regalo. Como no salen
dioses y no es propiamente de Navidad...
102-DEPORTE
[#SemanaDeNavidad Martes 20-12-2022]
Miguel Cobaleda
20-12-2022
Nos han juntado a todos los veteranos odiadores premium porque quieren
hacer, por lo visto, un gran equipo odiador general del planeta para que
compita con otros similares en una competición intergaláctica de odiadores.
Según me han explicado, estamos seleccionados ya –sin competiciones previas–
porque somos uno de los planetas de representación en este tipo de
competiciones, somos lo más de lo más odiando y, por lo tanto, hemos pasado
a la etapa final ya clasificados, algo así como un selecto grupo de máxima
excelencia en el tema. Dicen los entendidos –a mí todo esto me ha pillado en
la higuera, siempre he sido un odiador individualista y ajeno a certámenes,
yo odio de forma directa, por mí mismo, soy autodidacta, ni siquiera estoy
sindicado–, dicen los entendidos que si todos los conjuntos planetarios
tuvieran que clasificarse, podría suceder que, por mala suerte, alguno de
los mejores no se clasificara, de modo que el espectáculo perdería la mayor
parte de su interés (al parecer, hay mundos donde estos concursos
entusiasman). Bueno, que estamos entre los dieciséis mejores y vamos a
participar en los combates de la fase final de la competición –que se
celebran aquí, en nuestro planeta, en la Tierra, creo que nos ha tocado por
sorteo, aunque ese tal sorteo ha tenido lugar aquí mismo y muchos hablan de
pucherazo, no me extrañaría–.
Cada combate consiste en un enfrentamiento de dos equipos, uno contra otro,
odiando cada cual lo más que puedan y tratando de dar en el odiómetro el
máximo de puntos, ya que gana al final el que tenga más elevado el monto
total. Hay siempre un conjunto de víctimas que se colocan en el centro
–encadenadas– entre las dos formaciones, y que son los objetos del odio
común. Al principio –cuando empezó este deporte– se trataba de una sola
víctima, pero no funcionaba por varias razones: en primer lugar, si la
víctima era de un planeta muy remoto, su aspecto y naturaleza influía mucho
en la calidad y cantidad del odio recibido, porque podía tener un aspecto
más repugnante para unos odiadores que para otros, y no era justo. Por otro
lado, la elección de la tal víctima era tan complicada que muchas veces hubo
que retrasar partidos por carecer del objeto odiado. Así que la solución ha
consistido en juntar varias víctimas –no menos de veinte ni más de cuarenta–
que reúnan características mezcladas y diversas para que no haya sesgos ni
favoritismos. Tampoco se admiten profesionales victimarios, había llegado a
convertirse en un trabajo muy bien pagado pero falso desde su propia base:
las víctimas del odio tienen que ser odiables por sí mismas, no de oficio.
A mi me fastidia que me hayan seleccionado porque me va a pillar la
competición justo en Navidad, que en mi casa la celebramos mucho, pero es un
honor al que no puedo renunciar, sobre todo si cabe la posibilidad de
traerme conmigo el preciado trofeo. Pero claro, eso de la Navidad, fiesta
exclusivamente nuestra de la que en otros mundos no saben nada, no puede ser
causa de supresión de los partidos. Esta época, toda amor y ternura, no es
buena para entrenarse en el odio, pero yo me crezco con las dificultades y
ya experimento con nochebuenas y belenes algo parecido a cuando asisto a
debates políticos.
Me estoy preparando a lo bestia, no paro, odio por la mañana, a mediodía,
por la noche, gracias a que cuento con la colaboración amable de mi familia
y amigos. Cuando no entreno en solitario, me pongo los debates
parlamentarios de la TV y leo afanosamente las redes sociales, así que mi
entrenamiento no deja nada que desear. Todo sea por el honor de la victoria.
Sé que los otros quince equipos planetarios son de lo mejor, pero en este
nuestro también hay veteranos muy competentes, yo mismo sin ir más lejos, y
no me lo toméis por inmodestia. Podemos hacer un buen papel, no hay que
olvidar que jugamos en casa y la afición siempre cuenta mucho con sus gritos
de odio.
No es imposible que consigamos para la Tierra el preciado “Genocida De Oro”,
y ponerlo en las vitrinas al lado de los otros trescientos que ya tenemos,
llegará un día en que no nos quepan las estrellas en las camisetas.
103-EL VIAJE
[#SemanaDeNavidad Miércoles 21-12-2022]
Miguel Cobaleda
21-12-2022
La historia no contiene detalles, así que no sabemos cuál era el número real
de los que partieron de viaje en un principio, hay autores que hablan
incluso de cinco mil viajeros, aunque las opiniones más numerosas –y más
fundadas– citan solamente cuarenta, con nombres y apellidos, con biografías
rigurosas, incluso con documentación. Lo que nadie sabe es el orden –la
lentitud, el proceso entero– en que se fueron quedando por el camino, ni
tampoco las causas en la mayoría de los casos, aunque sí en alguno.
Sabemos, eso sí, que la reunión primera para ponerse en relación, conocerse
los unos a los otros, establecer un orden de marcha y concretar los mil
detalles del camino y del viaje, tuvo lugar en Servirant, en una gran
explanada cerca de esa pequeña aldea del reino de Tufare. Y que fueron
llegando a ella en grupos de tres y de cuatro a lo largo de varias semanas
–algunos provenientes de las más desconocidas, remotas y heladas regiones
del mundo–. Tampoco se habla mucho de cómo habían llegado a conocer la
noticia esos viajeros venidos de tan distantes países, ni qué les motivaba,
en el fondo de sus corazones, para acometer una empresa como la que estaban
a punto de comenzar. Lo cierto es que unos cuarenta –sin contar los séquitos
que a todos les acompañaban, ninguno de esos grandes señores viajaba sin
cinco o seis edecanes, criados, ayudantes de cámara, palafrenes, mozos de
mulas...– salieron de Servirant una mañana del mes de marzo, con un cielo
azul a medias turquesa y zafiro, buena temperatura, ya consultados todos los
augurios y acomodado cada viajero en su cómoda hacanea trotadora.
De los primeros días y primeras leguas no sabemos nada, se supone que el
primero en “quedar rezagado” (el relato lo llama así, “El primero”, sin
nombre ni señas) se despeñó en un talud no muy alto, a causa de la inquietud
de su montura, de la brutalidad de su mano o de la ineptitud de sus
ayudantes. Nadie intentó bajar a asistirle, ni siquiera a retirar su cadáver
y darle digna sepultura: ¿la premura del camino?, ¿la indiferencia común?,
¿que ya era hora de comer?... Enseguida murió otro, “El segundo”,
atragantado con un trozo grande de asado, y por la tarde un tercero (“El
tonto”) que se tropezó con sus propios pies y se rompió el cuello en una
zanja.
“Zahir de Sindra” –picado por abejas a las que era alérgico–. “Rulant de
Asmirna” –un catarro asesino, una tos estranguladora–. “Cameriter el Rojo”
–algún tipo de síncope, los galenos no se pusieron de acuerdo, no lo
sabían–. “Faeres de Milna” –asesinado por su primo y enemigo político “Sucer
de Milna”, ajusticiado luego por un servidor de Faeres que vengó a su amo–.
“Valirent el Cojo” –se volvió transparente y desapareció en el aire–. Estos
seis se dieron de baja en el camino por razones conocidas –más o menos...–;
de los demás no se sabe nada, que no llegaron al final, eso es todo. Pero ni
consta si murieron –ni de qué–, o si se cansaron, o se perdieron, o
desaparecieron misteriosamente como el Cojo. Nadie ha encontrado rastro de
sus historias posteriores, mucho menos restos de sus cuerpos o de los de sus
acompañantes, en las aldeas del camino no se guarda memoria de ninguno de
ellos, no hay registros en las posadas, ninguna piedra miliaria o monumento
a su memoria. Y fueron no menos de veinticinco los desaparecidos sin rastro
ni recuerdo –si el total de viajeros iniciales hubiera sido de cinco mil
como sostienen algunos, menuda catástrofe humanitaria habría supuesto el
famoso trayecto, habida cuenta de que solamente lo concluyeron tres–.
– Creí que jamás lo conseguiríamos. Ha sido todo tan trágico, tan
horrible...
– Lo ha sido, también yo recuerdo y añoro a los compañeros perdidos por el
camino, aunque así es la vida.
– Dejar atrás todo lo pasado, todos los seres amados, todos los recuerdos
vividos. Dejar atrás la vida, eso es vivir.
– Sin saber cómo, ni por qué, ni dónde hemos ido perdiéndola.
– Bueno, Melchor, Baltasar ¿entramos para adorar el Niño y entregar nuestros
presentes? La estrella se ha parado. Cuando la estrella se detiene, ése es
el final del viaje.
– Si Gaspar, entremos, dejemos que esa agotada estrella descanse por fin.
104-LA LOTERÍA DE NAVIDAD
[#SemanaDeNavidad Jueves 22-12-2022]
Miguel Cobaleda
22-12-2022
En el penal donde cumplo mi sentencia todos los reclusos estamos condenados
a muerte, así que tiene una arquitectura sencilla, un solo módulo, el modulo
morituri, y un solo corredor, el corredor de la muerte. Cuando digo “todos”,
digo todos: no sólo nosotros, los reclusos, también los guardianes, el
propio alcaide, lo mismo que los visitantes, los padres, hermanos, hijos y
parejas de los presos, al igual que el conductor del furgón que trae cada
semana lo que se necesita en el penal, y el muchacho recadero que se lleva
en su bicicleta las bajoplatos de estaño que hacemos los presos en el taller
para las mesas lujosas de los ministros. Ignoro si igualmente los
comerciantes de las tiendas cercanas, pero supongo que sí, no tendría
sentido que nosotros estuviéramos sometidos a un régimen especial de
condenas y que ellos, en cambio, no, por la simple diferencia de ser
nosotros culpables de horrendos delitos y ser ellos inocentes, como si la
inocencia fuese garantía de nada en este mundo. Y que la culpa y la
inocencia suelen intercambiar sus cromos con el desparpajo de colegiales que
intercambian en el recreo un masi por un rolando, o un jokovic por un
fedorer –si los tienen repetidos–.
Las autoridades supremas, conscientes de que las sentencias judiciales son
muchas veces confusas y siempre injustas, y de que los recursos y recursos
de recursos son interminables e interfieren con el proceso normal de las
cosas, han preferido sortear las ejecuciones, de forma que cada semana se
sortea una ejecución, cada primero de mes dos –si coincide fin de semana con
primero de mes, se suprime la semanal en beneficio de la mensual– y en
Navidad un sorteo especial de tres ejecuciones. Todos en el penal esperamos
ese sorteo navideño como agua de mayo, ya que tres ejecuciones es algo
extraordinario, además de que ese sorteo incluye una especie de premio de
consolación que consiste en que al recluso cuya última cifra de su número
penal coincida con la última cifra del número del sorteo, se le condena a un
aislamiento en régimen de ayuno –nosotros lo llamamos “hambre”–. Ese sorteo
especial se celebra siempre el día 22 de diciembre de cada año, y su
resultado se pone en el tablón general de anuncios, antes incluso de
advertir a los tres interesados.
Del mismo modo que a todos nos encanta el sorteo especial de Navidad, a
todos nos joden los que quieren ejecutarse por su cuenta en vez de respetar
el orden lógico de la ejecución natural, y se tiran al patio desde las
ventanas del piso superior –veinte metros–, o se cortan las venas con alguno
de los cepillos de dientes afilados que se pueden conseguir en la cárcel por
dos cigarrillos (o fabricártelo tú mismo, aunque no te laves la boca). Es
como suprimir las nubes grises en una tarde de tormenta, o quitarnos a todos
el postre porque uno le ha gritado al alcaide que es un hijo de la gran puta
–que nadie del penal sabemos si es cierto o no, de los rumores no se puede
hacer aquí mucho caso–. Los auto-ejecutores (mi compañero de celda, que es
un letrado capullo sabihondo, los llama auto-ejecutantes) trastornan todo,
no sólo el resultado de los sorteos (es decir, si un suicida se suicida, su
muerte cuenta como ejecución y ese sorteo semanal se suprime), sino que
también trastorna las almas de todos nosotros, cambia nuestras ilusiones,
sueños y esperanzas, nos hace comprender que lo inevitable, como su nombre
indica, no puede ser evitado aunque sí puede ser anticipado, es decir, que
se puede transformar lo infinito en finito, lo misterioso en vulgar, la
magia en hábito. Y claro, así cualquiera.
Por ejemplo mi caso (no es que yo quiera presumir de nada, el delito por el
que estoy aquí es por no hacer, no por hacer; me callé una advertencia y el
adolescente de turno –no prevenido– se convirtió en un adulto imbécil
normal, no en el líder inteligente que podría haber sido): aunque mi número
ha salido este 22 de diciembre, como al colega “doctor” de mi misma celda le
ha dado por tragarse entero –página a página– un tomo del aranzadi que
siempre andaba consultando “para revisar” –como él decía– “todas estas
condenas. Porque digo yo –decía él con su voz en estrado magistral– “¿a qué
santo tenemos que morir por sorteo y no por orden alfabético?”, me han
revocado la sentencia. Sea como sea –se apellidaba Abarba, le hubiese tocado
al principio según su oráculo– lo cierto es que se ha suspendido mi
ejecución. Los amigos –que me decían con palmadas en la espalda: “¡Vaya
suerte la tuya, te ha tocado la Lotería de Navidad!”– andan ahora dándome el
pésame y mirándome de ese modo furtivo, como se mira a los que nunca van a
morir. [Se me olvidaba: cuando una ejecución te salta, ya no te matan nunca,
quedas exento, no entras en más sorteos. Hay que joderse, para siempre en
este penal maldito].
105-A LA INTEMPERIE
[#SemanaDeNavidad Viernes 23-12-2022]
Miguel Cobaleda
23-12-2022
Aunque siempre rezongo sobre la ineptitud de las autoridades (yo les llamo
“Los Amos”) en todos los asuntos, salvo amasar grandes fortunas y prohibir
libertades, en el asunto de los “sin techo” tengo que reconocer que han
sabido afrontar el problema e incluso resolverlo, ahora no hay ningún
homeless que no tenga un techo sobre su cabeza, tanto si quiere como si no.
En efecto, han techado el entero planeta, océanos, cordilleras, bosques,
ríos, desiertos, incluso los famosos casquetes polares que, protegidos del
frío glacial del espacio, se están derritiendo como no lo habían hecho a
causa del falso calentamiento global. Yo conozco un caso, un mendigo
callejero que estuvo preso y encerrado largo tiempo en una celda de
aislamiento, el cual, no pudiendo ahora soportar cerrazones ni techumbres,
quiso escapar del techo universal y lo único que ha conseguido es salir del
planeta, ahora vaga solitario entre las estrellas, sería posible ver la
opacidad de su cuerpo recortando el brillo majestuoso de las Pléyades, en
Tauro, si no fuera por el techo sin fin que lo cierra todo a la vista.
Pero claro, para poder cubrir tanto espacio –de algún sitio había que sacar
los materiales– han suprimido los suelos, de forma que ahora todos, no sólo
los mendigos callejeros, somos los “sin suelo”. Ya nadie puede pisar sobre
algo sólido, los zapateros se han arruinado y suicidado, luego de
protagonizar una de las algaradas callejeras más salvajes de que se tiene
noticia (con decir que arrancaron el techo del Atlántico para ponerle un
suelo a Europa..., ya está dicho todo).
Los jóvenes se valen más o menos haciendo equilibrios agarrados de dinteles,
farolas, tejados, capiteles, etc., pero los viejos achacosos como yo tenemos
que ir sostenidos en una especie de patinetes voladores que han surgido como
setas y que, cuando llegas a tu destino, no puedes bajarte de ellos porque
ni hay dónde sujetarlos, ni tampoco tienes suelo donde pisar. Mucha gente ya
no sale de la cama, en parte porque no pueden poner los pies en el suelo, en
parte porque mirar debajo de las camas se ha vuelto un deporte de riesgo ya
que, como flotan sobre el puto vacío, producen un vértigo espantoso.
Hay mapas de senderos aéreos, con rutas que indican a qué te tienes que ir
agarrando para poder llegar, por ejemplo, desde la plaza mayor al hospital
general. Pero claro, ningún mapa da el detalle de cómo salir de tu piso, que
es lo que necesita el común de la gente, y te tienes que ingeniar para
llegar a los destinos necesarios eligiendo por ti mismo los soportes a los
que sujetarte. He dicho “necesarios”, pues ya se entiende que nadie sale de
su casa por salir, ni se va a ningún lugar que no sea de obligación
absoluta. Se han acabado los paseos, eso de salir con los amigos, salir con
la novia, salir con tus padres, salir. Se ha acabado salir, ya nadie sale.
Aunque hay locos –siempre hay locos– que salen a la buena de Dios (por
cierto, las liturgias y ceremonias religiosas se suprimieron cuando varios
fieles, agotados de aguantar agarrados a los techos abovedados, se dejaron
caer en el abismo), que salen a la buena de Dios, repito, y se agarran a un
clavo ardiendo (en algunas ciudades los Ayuntamientos han puesto, en efecto,
clavos ardiendo en varias esquinas, lo argumentan como hacen siempre los
políticos, diciendo que se trata de un heroico esfuerzo para ayudar a la
población).
Como llevaba en casa un año sin salir y es Navidad, me he arriesgado con el
patinete hasta el Belén viviente de la Plaza Mayor, pero ahora estoy
agarrado al bastón de San José y no sé cómo salir del atolladero. En estos
momentos tragicómicos, siempre piensa uno en bobadas: yo en que me propongo
dar mi voto, en las próximas elecciones municipales, al candidato que
promete poner suelo en todo el planeta, océanos, cordilleras, bosques, ríos,
desiertos, incluso los famosos casquetes polares.
Mientras busco a qué agarrarme cuando suelte el cayado del Santo, veo
flotando a mi lado a la mula y al buey, con ojos redondos llenos de pánico,
ellos que creyeron ser protagonistas de un evento en un pesebre sin tejas, y
ahora el techo infinito no les deja ver las estrellas. (Que, por cierto, no
tienen techo ni suelo, son fuegos colosales ardiendo en la noche, según me
han dicho, pobres luces sin hogar).
106-O SEA
[#SemanaDeNavidad Sábado 24-12-2022]
Miguel Cobaleda
24-12-2022
Una de las cosas más deliciosas de mi pequeña ciudad provinciana son los
mercadillos de Navidad. Las calles, habitualmente sosas y casi vacías, se
llenan en esos días de luces, colores y sonidos alegres, a veces risas,
juegos infantiles, a veces villancicos, a veces todo junto. Cada mercadillo,
con sus tenderetes y puestos, es una isla de luz y entusiasmo en medio del
océano de sosiego algo pasmado del resto del año; y, unidos los unos a los
otros, componen una especie de archipiélago sonoro y colorido que anima al
alma a dar pequeños brincos de deleite en medio de las asperezas del diario
vivir, o sea, del gris acontecer habitual.
No cada calle –ni nuestro dinero ni nuestro talante dan para tanto– pero sí
cada barrio, tiene su mercadillo, a vedes dos, como pasa en mi distrito, a
veces incluso tres, como el del Centro, que tiene sus dos mercadillos
menores y el grande de la plaza mayor, pura joya de luces y brillos. Si
sales del cine o has ido a pasear por las afueras, puedes regresar a casa de
“farola en farola”, o sea, de mercadillo en mercadillo, como si la luz no
desapareciera de la ciudad, o sea, de la vida.
Cada mercadillo tiene su música o, al menos, eso es lo que parece cuando
saltas de uno en otro en tu camino de regreso. A lo mejor ocurre que en
todos suena el mismo villancico “En el Portal de Belén”, pero como tú vas de
camino y en cada caso la música sigue su ritmo, puede que el resto de la
canción lo oigas en el siguiente: “han entrado los ratones”, de forma que si
en el de la plaza del mercado suena “y al pobre de San José”, lo completes
con el que suena en la otra pequeña, la de la fuente, “le han roído los
calzones”. Yo soy muy olvidadizo para la letra de las canciones –no para la
música– y siempre tengo que decir, cuando oigo cualquier canción y pretendo
cantar yo mismo, “tarara, tarara, tarara, tarará”. Pero en el caso de los
villancicos que suenan en los mercadillos de mi pequeña y provinciana
ciudad, suelo recordar las letras y puedo seguirlas de isla en isla, o sea,
por ejemplo, “Noche de amor”, “noche de paz”, y demás, se trate del
villancico del que se trate, parece como si las letras me recordasen a mí,
en vez de ser yo el que recuerdo las letras. Algo así, en Navidad todo es
magia.
La gente se surte en ellos de las menudas réplicas para los belenes –aquí
los llamamos “nacimientos”, como si también hubiera, en otro momento del
año, “morimientos”–; digo: se surte en ellos de figuritas, de animalitos, de
pastorcitos, de montañitas hechas de corteza, de castillitos de Herodes, de
canalitos de agua de papel de plata, de estrellitas y camellitos para los
Reyes Magos que vienen de Oriente –nunca de Occidente, ya se sabe, “Ex
Oriente, lux”, porque, como hemos estudiado en la escuela, por Occidente la
luz lo que hace es ponerse, o sea, quitarse–.
Los mercadillos navideños de mi pequeña ciudad provinciana están todos ellos
especializados o, si se prefiere, super-especializados. Si en uno hay
ovejas, no hay pastores, si en uno hay estrellas, no hay ángeles, si en éste
hay camellos, en ése otro hay pajes, en aquél Melchores, en el otro Gaspares
y en el de más allá Baltasares. Nunca ha habido un mercadillo que vendiera
todos los implementos necesarios para un morimient... o sea para un belén,
si quieres poner uno en tu casa, tienes que recorrer todos los mercadillos
de la ciudad sin olvidar ninguno, o sea, si no quieres tener una mula sin
buey, o un José sin María.
Los dos mercadillos de mi barrio están especializados también, en uno sólo
hay compradores, sin vendedores, gente que deambula por la plaza desierta
sin tenderetes ni puestos, no saben a dónde ir, están perdidos en la niebla.
En el otro, en el mío, sólo estamos vendedores, sin compradores, tenderetes
vacíos, o sea, ausentes. Yo, por ejemplo, que vendo ideas, nunca he
conseguido vender ninguna, ahora las regalo, pero tampoco las quieren. O
sea, nuestra Navidad es así.
107-SOLDADO
[#SemanaDeNavidad NAVIDAD Domingo 25-12-2022]
Miguel Cobaleda
25-12-2022
Soy el primero en denunciar la desfachatez de los fabricantes de cualquier
cosa por el tema perverso de que lo que compras no dura casi nada. Como le
han buscado un nombre “científico”, obsolescencia programada, ya se creen
con derecho a producir electrodomésticos que duran cuatro meses, sillas que
duran cuatro semanas, vasos que duran cuatro días, bombillas que duran
cuatro horas y cartuchos de tinta que duran cuatro minutos. Ahora bien, que
un objeto de uso diario dure eternamente... eso tampoco, porque te acabas
cansando y terminas detestando el objeto, la duración del objeto y la madre
que lo parió. Lo sé de buena tinta porque en la Navidad del año 2001, para
empezar el milenio con buen fario, compré un ángel para el belén pensando
que duraría, como mucho, dos o tres navidades, pero estamos en el año 2022 y
este espíritu celestial amenaza con mantenerse aquí el milenio entero; ya me
ayuda a armar el nacimiento, sabe mejor que yo dónde va el pastor con las
ovejas, el castillo de Herodes, la lavandera, y ha mejorado el curso fluvial
del papel de plata, que ahora baja desde la montañas de corcho y “desemboca”
en el proscenio –intentó que salpicara a los espectadores, pero le quité el
rollo de papel aluminio antes de que se pasara de rosca–.
Como lleva tanto tiempo por casa, hablamos de vez en cuando. Mi mayor
sorpresa –e incredulidad, porque me parece que en este asunto no le creo– me
la llevé cuando le pregunté su nombre y me respondió tan campante: “Miguel,
Miguel Arcángel”, que yo le retruqué enseguida, claro: “¿Pero no eres el
general en jefe de los ejércitos celestiales?”, “Sí” –es un poco chulito–,
“¿Entonces?”, “Estoy sin tarea”, “¡Cómo sin tarea!, ¿y el Príncipe de las
Tinieblas?”, “Ahora no molesta mucho, la verdad”, “¡Pero qué dices!... ¿No
leéis las noticias vosotros, guerras, hambrunas, pandemias, odios,
envidias...?”, “Todo eso es maldad humana, no es cosa del Maligno, y contra
la libertad del hombre no podemos hacer nada. Nos lo tiene prohibido: si se
trata del mal libre, inhibiros, no actuéis”. Así que sigue por aquí dando la
tabarra porque no está solo, tiene siempre un estado mayor de ángeles
militares, ayudantes, comandantes de divisiones angélicas, intendencia,
transmisiones, logística... ¡yo qué sé!. Por sí mismo no es mala gente,
gasta buen talante a pesar de lo mucho que manda, pero se ve que no es
general de cuchara o mando de tropa, sino que ha estudiado en alguna de esas
academias que usan un uniforme de gala para cada hora del día, en fin, que
es refinado, incluso exquisito en sus maneras celestiales.
Eso sí, cumple bien: en cuanto tenemos el belén montado cada año, enseguida
se coloca sobre el dintel del portal, un poco en el aire, flotando, luminoso
sin exagerar –parece que no quiere restarle brillo a la estrella que está a
su lado– y permanece así, flotante y brillante, pero inmóvil, hasta el día
siete de enero que desmonto el nacimiento y guardo todas las figuras (menos
a él, que no me atrevo), en una caja de mantecados, buena porque es
consistente y estanca. Hoy es Navidad, la Jornada Excelsa, y sé por otros
años que en tal día como hoy intensifica su brillo, presenta en orden
cerrado el total de su ejército –todos flotantes, brillantes, etéreos,
terribles–, se eleva un poquito más de lo habitual por encima del portal y
da la sensación de que cualquiera que intente tocarle a ese Niño un pelo de
la ropa, será fulminado en el acto por la maquinaria bélica más formidable
que han visto los siglos. Es más o menos transigente con la mayor parte de
los asuntos –a veces pienso que ni siquiera su antiguo compañero Luzbel le
cae completamente mal–, pero cualquier atisbo de amenaza, aunque sea mínima,
contra ese Bebé Celestial, y se convierte en una Furia Desatada, con los
siete trillones de soldados a sus órdenes atentos a descuartizar para la
eternidad el peligro que se anuncie. Cuando ese ejército temible se pone en
marcha, el universo es pequeño para contener su tamaño o contrariar su
fuerza, nada ni nadie lo puede resistir, en esos momentos yo sólo hablo para
decir alabanzas –y eso que tiene conmigo más paciencia que con nadie–, me
escondo entre el grupo de pastores, como que estoy también adorando. Soy
algo osado, sí, pero con ese ejército de Seres Infinitos, Inteligencias
Sublimes, Poder Inagotable, Centellas de Sabiduría y Luminosidad
Resplandeciente, yo no me meto.
108-I-UNA VEZ Y [OTRA] VEZ
Miguel Cobaleda
01-01-2023
La estrella de aquel sistema estaba muriendo, su luz agonizaba, los fuegos
del interior que habían sido antes furiosas reacciones atómicas, ya no
conseguían iluminar los mundos sombríos que giraban en su derredor. No todos
ellos estaban desiertos, la vida había conseguido surgir y mantenerse en el
más alejado, un pedrusco gigantesco al que ni los evos ni la aceleración
angular habían conseguido redondear, y seguía pareciendo el informe
caparazón de una tortuga colosal. Ya sólo estaba representada, esa vida, por
tres alientos poco consistentes, tan moribundos como la propia estrella.
Eran plenamente conscientes de ser los tres últimos espíritus vivientes en
el infinito universo. Enseñando a los otros dos la memoria portátil que
encerraba la totalidad de las historias de todas las inteligencias habidas y
vividas desde el origen del tiempo, les preguntó: “–¿Qué hago con esto?, lo
contiene todo”. “– Tíralo. Ya sólo quedamos nosotros tres y, cuando muramos,
el espíritu desaparecerá y nadie podrá recibir esos datos incontables”. “–
¿Habrán vivido las humanidades para nada?”. “– Cuando se encendió la luz
primera del alma engendradora, ya sabíamos que el tiempo acabaría por
extinguirse y la memoria por olvidarse.”. “– La nada venciendo al final”. “–
También la nada está escrita en ese registro, también ella desaparecerá”. “–
¿Dónde lo tiro? ¿Cuál es la basura última para depositar en ella los
recuerdos”. “–Suéltalo, que el vacío lo acoja y flote para siempre en la
oscuridad”.
No mucho después los tres espíritus perecieron, su mundo se descompuso en
cenizas, su estrella se apagó, el pequeño mecanismo que contenía el relato
universal fue entonces la única existencia. Luego de discurrir una eternidad
sin medida, estalló en un fulgor de brillo ilimitado y dio origen a un
universo nuevo, con infinitas estrellas y mundos, con vida y alma que
llenaron la totalidad de los ámbitos. Un día fue creado un espíritu dotado
de materia y aliento. Generación tras generación, sus descendientes
crecieron y llenaron todas las estrellas. No lo hicieron al azar, lo
hicieron obedeciendo las instrucciones registradas en el pequeño mecanismo
del que había surgido la creación entera, cumpliendo línea por línea el
destino marcado. Una historia feliz sin sorpresa ni maldad, ciclo tras
ciclo.
Cuando llegaron al final, resultó que la estrella de aquel sistema estaba
muriendo, su luz agonizaba, los fuegos del interior que habían sido antes
furiosas reacciones atómicas, ya no conseguían iluminar los mundos sombríos
que giraban en su derredor. No todos ellos estaban desiertos, la vida había
conseguido surgir y mantenerse en el más alejado, un pedrusco gigantesco al
que ni los evos ni la aceleración angular habían conseguido redondear, y
seguía pareciendo el informe caparazón de una tortuga colosal. Ya sólo
estaba representada, esa vida, por tres alientos poco consistentes, tan
moribundos como la propia estrella. Eran plenamente conscientes de ser los
tres últimos espíritus vivientes en el infinito universo. Enseñando a los
otros dos la memoria portátil que encerraba la totalidad de las historias de
todas las inteligencias habidas y vividas desde el origen del tiempo, les
preguntó: “–¿Qué hago con esto?, lo contiene todo”. “– Tíralo. Ya sólo
quedamos nosotros tres y, cuando muramos, el espíritu desaparecerá y nadie
podrá recibir esos datos incontables”. “– ¿Habrán vivido las humanidades
para nada?”. “– Cuando se encendió la luz primera del alma engendradora, ya
sabíamos que el tiempo acabaría por extinguirse y la memoria por
olvidarse.”. “– La nada venciendo al final”. “– También la nada está escrita
en ese registro, también ella desaparecerá”. “– ¿Dónde lo tiro? ¿Cuál es la
basura última para depositar en ella los recuerdos”. “– Suéltalo, que el
vacío lo acoja y flote para siempre en la oscuridad”.“No, lo lanzaré hacia
el fuego último de la estrella, que se consuma y desaparezca”.
Por eso, en el ciclo siguiente, careciendo de registros con el destino ya
escrito, los espíritus nacientes tuvieron que inventar la libertad. Y los
ciclos nunca más se repitieron.
108-II-LA PUERTA POR LA TERCERA RAYA
(Para Marga, in memoriam)
Miguel Cobaleda
11-01-2023
Esta historia trata de una Niña que nació en un castillo muy grande, muy
sombrío y muy embrollado, lleno de pasadizos sin luz, escaleras sin destino,
habitaciones sin ventanas y alféizares sin salida, o sea, escaleras que
daban a pasadizos, pasadizos que daban a habitaciones sin ventanas y
ventanas que daban a alféizares de otros pasadizos. Cuando estaba a punto de
nacer, le entregaron su habitual equipaje vital, en su caso un ME, un AF y
una P3R.
– ¿Qué es esto, para qué sirve?
– El ME es el Miedo Espantoso.
– ¿Se lo dan a todo el mundo?
– ¡¡No, qué va!!... La mayoría de la gente no lo recibe.
– Pues no lo quiero.
– No se puede prescindir de ninguno de los objetos del equipaje vital. Como
comprenderás, si se pudiera, nadie en su sano juicio querría una AS
(Ambición Salvaje), ni una MI (Mentira Infinita), ni una AD (Avaricia
Desmedida), ni cosas así, que pudren y no sirven para nada.
– ¿Cómo se usa este ME?
– Es de uso universal, lo puedes aplicar para miedo a la oscuridad, miedo a
la enfermedad, miedo a la soledad, miedo a la edad... A cualquier cosa que
acabe en “dad” o que no acabe en “dad”. Es multifunción.
– ¿AF?
– Ángel Fraterno.
– ¿Ángel de la Guarda?
– ¡No, ésos son otros!. El Ángel Fraterno (por cierto, no se lo conceden a
casi nadie, suele ser complementario con el ME) es un acompañante eterno que
guía, ayuda, auxilia, consuela, aconseja, alegra, conforta, acompaña,
ilumina. Con la ayuda de un AF, el ME pierde casi todo su poder de sombra y
se queda en una mierdecilla de miedecillo sin importancia.
– ¿Y la P3R?
– Es una cosa muy rara, yo llevo en esta ventanilla desde que nació Abraham
y es la primera vez que veo que se incluye en un paquete vital.
– ¿En qué consiste?
– Literalmente es “La Puerta por la Tercera Raya?
– No entiendo... ¿cómo se usa?
– Es una especie de linterna para terrores nocturnos. Como seguramente le
habrán explicado a usted en el cursillo prenatal, los terrores nocturnos son
minúsculos insectos de sombra que acosan al sueño y le impiden conciliarse.
No resisten la mañana, pero en la tiniebla nocturna son muy insistentes y
molestos. Bueno, la P3R es la posibilidad de que algún otro habitante del
mismo castillo deje abierta su puerta por la tercera raya para que esa luz
indirecta, pero consoladora, aplaste los terrores como si fuesen cucarachas
–que es lo que son, los malditos–.
– Se necesita, entonces, ese otro habitante del castillo...
– Precisamente una P3R garantiza de fábrica la existencia de un tal
habitante (o eso es lo que dice el prospecto, repito que es la primera vez
que yo...)
– Claro. O sea, que todos los demás seres humanos, al menos desde Abraham,
se han tenido que j... que aguantar con los terrores nocturnos y sin P3R.
– Exacto, se han tenido que j... que aguantar. A usted hay alguien que la
quiere bien y por eso, a pesar del ME, le han proporcionado un AF y una P3R.
Incluso es posible que, a la vista de su AF y de su P3R, hayan añadido el ME
–pero después– para que nadie se quejara de favoritismos.
Bueno, pues parece que estos dones especiales, el AF y la P3R son no sólo
vitalicios, sino sempiternos, de modo que la Niña del Castillo seguirá
gozando de su protección indefinidamente para que deshagan su tiniebla e
iluminen su eternidad. Dios lo quiera.
109-LA MUJER SOÑADA
Miguel Cobaleda
15-01-2023
Con un plan muy concreto y muy elaborado en mi mente (aunque con pocas
esperanzas de llevarlo a cabo), visité varios antros nocturnos un rato antes
de la medianoche del miércoles 31, para que me diera tiempo a ligar a la
mujer soñada, o al menos a intentarlo. Nunca pude suponer que la tal mujer,
la soñada, no sólo estaría presente sino que se me... digámoslo suavemente,
se me tiraría encima con ansias locas de leona caliente. Como no me suceden
milagros, no creo mucho en ellos, de modo que desconfié del asombroso hecho
de que una mujer hermosa, brillante... esto es, la mujer soñada, estuviera
por mí y ante mí.
– Señora ¿ha notado que no soy joven, sino que más bien soy viejo? – Le
dije.
– Debo advertirle de que no soy importante, soy un jubilado de la función
pública. –Seguí porfiando para que no me tuviese por algún prohombre del
gobierno o así.
– Y quiero que sepa que no soy rico, sino pobre... ¡Figúrese! Pensión de
funcionario retirado, llego a fin de mes los febreros no bisiestos. –Yo,
erre que erre.
– No soy famoso, mi madre tiene problemas para recordar mi nombre, me llama
Mary, como a mis hermanas, que son varias y todas se llaman MaryAlgo, por lo
cual que mi madre ha cogido la costumbre de emplear un genérico para no
equivocarse. –En fin, por si me creía actor de renombre o deportista de
élite.
– Tampoco soy brillante, creativo, artista, pintor, músico,
contrabandista... –Por mí, que no siguiera confundida la mujer soñada.
– Y guapo... a la vista está que no, en mi casa tengo espejos. –Esto no era
necesario decirlo, pero por si acaso.
– Bien: no es joven, ni importante, ni rico, ni famoso, ni guapo ni
contrabandista ¿y eso qué?. [Me dijo ella con chispas en los ojos, de esas
que te incendian].
– Pues que usted es hermosa porque se ve, inteligente porque se le supone,
brillante porque brilla, rica porque viste y calza de marca... mayor. Las
mujeres guapas, incluso si no son inteligentes, ni brillantes, ni ricas, no
van con hombres como yo, tienen que ser importantes, ricos, famosos y hasta
guapos, aunque lo último es prescindible por encima del segundo millón y/o
del cargo de subsecretario.
– Estoy más interesada en su talento creador, en sus escritos.
– ¿En mis escritos?
– Sí, en sus obras, narraciones, dramaturgia, tratados de filosofía...
– ¿Y cuándo –y dónde– ha leído usted mis escritos?... Cuide su respuesta,
señora: tenga en cuenta que mis escritos no los ha leído nadie...
– He entrado en su ordenador...
– ¿En mi ordenador?
– En su ordenador, sí, no se extrañe.
– Pero eso es imp...
– Tengo acceso a un enamorado mío que tiene acceso a una su enamorada que
tiene acceso a un primo suyo, hacker, que ha tenido acceso a su ordenador,
de modo que...
– Yo escribo a mano, señora, no tengo ordenad...
– Por lo tanto ya ve que están respondidas todas sus preguntas y, supongo,
acalladas todas sus sospechas.
Me encuentro en posesión de una desconfianza en el fondo de lo profundo. No
obstante lo cual, y a despecho de todas las suspicacias, obligué a mis dudas
a callarse porque ¡joder, se trataba de la mujer soñada!, de forma que si
había leído mis obras en un ordenador que no tengo y me admiraba con fervor,
eso era problema suyo. Y la llevé en mi coche a mi casa y a mi lecho. O sea.
De esa noche ¡vaya suerte la mía! no recuerdo nada, aunque debió de ser...
no diré memorable, pero prodigiosa. Y la mujer soñada, cuando nos levantamos
medio sonámbulos, seguía siendo soñada y estaba más en sí misma, como vino
al mundo aunque de mayor tamaño.
Entonces empezó a transparentarse, a deshacerse, primero translúcida, que se
veían la pared, la cómoda, el espejo a su través; luego a diluirse o
descomponerse en centellas, unas chispas que brotaban saltando en arcos
luminosos. Enseguida no quedó rastro alguno de ella.
En una contingencia como ésta, lo primero que surge es el rugido orangutano
de la virilidad triunfante. “¡Dios mío! ¿pero qué le he hecho yo a esta
mujer?... ¡No sólo la he cansado sino que la he derretido!”. Amable lector
que me sigues, por favor no te dejes engañar por el tono algo desenfadado de
los párrafos anteriores, este asunto no es trivial sino trascendental, con
enorme hondura metafísica. Porque, pasado el primer momento de boba
arrogancia masculina, recuerdas la experta opinión sobre tus propias fuerzas
y, además, resucita de golpe la vieja desconfianza: “Si ya lo decía yo, si
esto no podía ser, si a mí no me suceden milagros...”
110-FEMINISMO
RESILIENTE SIGLO XVIII
Miguel Cobaleda
22-01-2023
1– ¿Disparas o no? Porque aquí hace un frío horrible, no sé si lo notas.
Esto de celebrar los duelos en la ribera del río, en plena madrugada, entre
la niebla...
2– ¿Tienes prisa por irte al infierno?
1– Bueno, un sitio caliente...
2– No lo tengo claro, la verdad.
1– Digo yo que podías haberlo pensado antes, ocasiones has tenido. Enumero:
podrías no haber enamorado a mi mujer y no haberme puesto los cuernos; no
aceptar el reto cuando te desafié; no haber venido hoy; no haber traído
padrinos; no ponerte delante aguantando mi disparo... Y ahora mismo puedes
disparar de una puta vez o tirar el arma y marcharte por donde has venido,
porque me estoy congelando, tío, y eso de los cuernos...
2– Mira, deja lo de los cuernos, nunca es un objetivo prioritario, se trata
siempre de un daño colateral. Quieres a una mujer y, como ya está con otro,
cuando la tomas a ella le pones los cuernos a él, pero no son los cuernos lo
importante.
1. ¡Hombre, si yo lo entiendo!, qué me vas a decir, es una tía de
campeonato, menudas tetas tiene, aunque tú ya lo sabes, claro...
2– No seas grosero, no son las tetas, hombre.
1– ¿Ah, no? ¿Entonces el co...?
2– Si sigues hablando así, te pego el tiro y acabamos... La verdad es que a
mí lo que me van de verdad son los culos.
1– ¡Vaya con los culos!... ¿Y eso?... ¿Por un culo tanto jaleo?
2– Me muero por tocarle el culo a tu esposa, sueño con ello dormido y
despierto.
1– ¡Un culo!... Pero si son la cosa más corriente, todo el mundo tiene
uno...
2– Para mí, el suyo es el único.
1– Ya... Pues si las cosas son así, podríamos arreglar el tema repartiendo
el botín. Yo me quedo con toda ella menos el culo, y te juro por mi honor
que el culo ni se lo tocaré, para ti todo el culo y que lo disfrutes. Sería
una solución elegante. ¡Y podríamos irnos a casa de una vez, a calentarnos y
desayunar! En cuanto llegue, te la mando vestida del todo, pero con el culo
al aire ¿te parece bien?
2– No me decido... ¿Qué pensará ella?
1– ¡Anda éste...! ¿Y qué más da lo que piense ella?
2– Es importante.
1– Pero hombre de Dios ¿en qué siglo vives?... Estamos en 1750, no es el
siglo XX ni el XXI, en este siglo nuestro las mujeres aguantan, callan y
esperan a que se las diga lo que tienen que hacer.
2– Puede que por fuera se mostrase sumisa, pero en su alma...
1– ¡Las mujeres no tiene alma, caramba!
2– ¿Ah, no? ¿Pues qué tienen?
1– ¡Cuerpo, cosas, tetas, culos! ¡Yo qué sé! ¡Vaya pregunta!... Anda, deja
de decir sandeces y
dispara.
2– No, ya no, seguramente la pólvora, con esta humedad, se habrá mojado...
¿Me prometes que me la mandarás en cuanto llegues a casa?
1– Te lo prometo. Con el culo al aire.
2– Conforme, entonces.
1– Eso sí, puede que le eche una mirada, me has inspirado curiosidad.
2– Si es solamente una mirada...
1– Solamente. Por mi honor.
2– Abrígate, anda, que tienes razón: aquí hace un frío de espanto.
111-DOS SON MULTITUD
Miguel Cobaleda
29-01-2023
Cuando Frederick Georg William Spencer Aronside III se despertó esa mañana,
no había nadie. La primera que no había era su esposa, Arabella Lisetta
Augustine, que se habría levantado al amanecer según su costumbre: no se
gustaban, no se toleraban y, aunque dormían juntos por las apariencias, no
se tocaban y se tiraba pedos. El segundo que no había era Sacristi Paulovo,
secretario=ayuda de cámara=valet=confidente. Lo tercero que no había era el
resto del mundo en su totalidad planetaria y global. Frick estaba solo en el
Universo, aunque todavía no era consciente de ello. Aceptando el hecho
sorprendente de que toda la servidumbre hubiera desertado, bajó hasta el
garaje y sacó por sí mismo el lujoso Buggati Veyron y se dirigió quemando
rueda, por la alameda de la lujosa mansión, hacia el exterior.
Empezó a notar algo raro cuando en sus temerarios cruces de los semáforos en
rojo no le prestaron atención ninguna, hubieran podido estar incluso en
color zafiro, o fucsia, o en dorado melocotón, porque las calles estaban tan
desiertas como si no hubieran sido diseñadas, construidas y alquitranadas.
Detuvo su coche y salió de él... mirando a todas partes, consciente de que
estaba solo, totalmente solo. Y anduvo. Anduvo como indeciso, como borracho,
como sonámbulo, subió a la acera, bajó a la calzada, se subió a un seto de
piedra, miró a lo lejos... Buscó en su bolsillo el celular de oro, marcó
números y más números, no obtuvo ninguna respuesta, se sentó en el suelo y
se preguntó a sí mismo si era su cumpleaños, acaso, y se le había olvidado,
y éste era el extraño regalo de los amigos que no tenía.
Mucho más tarde se cansó de cansarse, se subió al coche y siguió lentamente
(para qué quemar rueda si nadie te observa) hacia el centro de la ciudad.
Fue primero a su club, luego a su gimnasio, después al “laboratorio” de su
estilista, al restaurador elegante de su preferencia, más tarde a su casa
habitual de putas, un mueblé en el que todas las “azafatas” eran licenciadas
en algo y de muy buenas familias venidas a menos. En el restaurante había
comprobado –con satisfacción– que si bien los seres humanos ya no estaban,
todo lo demás seguía en su sitio, así que había comido y bebido. Pasó la
tarde deambulando con el coche por todas partes, incluso salió de los
límites de la ciudad y del condado, comprobando la calidad desierta y vacía
del nuevo paisaje.
No puede este relato concretar el tiempo que tardó Frederick Georg William
Spencer Aronside III en salir de su estupor, acaso semanas. Pero por fin
salió. Tomó determinaciones por primera vez en su vida. Se aseó totalmente
y, desdeñando por completo ropa elegante e incómoda, se vistió como para la
guerra, con gruesas prendas resistentes y de abrigo, camisas, botas de
combate, gorro de lana con forro polar, pantalones de camuflaje con
bolsillos por todas partes, llenos de utensilios como navajas suizas,
alicates, abridores, cubiertos, tiritas, desinfectante.., y dos cuchillos de
comando. Planificó los pasos siguientes con prudencia táctica y buen
sentido: determinó llegar lo más lejos posible en un viaje de observación
para saber de una vez hasta dónde llegaba la desertización del mundo, y se
marchó sin mirar atrás. Recorrió los caminos de su patria, y aún de otras
–no sólo limítrofes, sino distantes– sin encontrar a nadie. Comía en los
restaurantes, o de los supermercados, siempre a su entera disposición,
cargaba el depósito cada vez que lo necesitaba, cambió tres veces de
vehículo hasta que se hizo con una especie de enorme tanque avasallador, sin
horas ni días ni calendario biológico alguno. Cuando llegó por quinta vez
hasta la orilla de algún océano, quiso probar otros continentes. Era una
empresa absurda, pero... Aprendió –en manuales y en replicadores
electrónicos para pilotos en prácticas–, a volar con aparatos de cierto
tamaño, cargó de combustible un enorme 747, lo deslizó por la pista, lo
elevó hacia el cielo con un aire de “me da igual que pase lo que pase” y se
dirigió hacia la tierra más distante a la que los aparatos de a bordo le
dijeron que podía llegar. Recorrió el planeta de salto en salto, se
convirtió en un viejo piloto lleno de experiencia y de canas (aunque no
llegaba a los cuarenta años) y supo que, salvo él, Frederick Georg William
Spencer Aronside III, no había nadie más en el mundo.
Volvió a su patria, volvió a su casa, cambio las ruedas desinfladas de su
deportivo elegante, ahora lleno de polvo y de musgo, recorrió con él la
ciudad, fue a su club, hizo pesas en el gimnasio, comió en su restaurante,
se cortó él mismo el pelo en el laboratorio de su estilista, besó una a una
las fotos algo porno de las fulanas de su burdel, cogió una pistola del
armero más cercano, la cargó con la munición correspondiente, se tumbó en su
cama y... no se decidió. ¿Qué le pasaba?... ¿Por qué dudaba ahora?... ¿Le
quedaba algo por hacer?... Frick no era hombre reflexivo ni dotado de
imaginación: había soportado sin enloquecer la maldición más espantosa que
le puede ocurrir a un ser humano, se había asegurado de su soledad por todos
los medios a su alcance. Por fin comprendía que le faltaba algo por
experimentar, algo por ensayar, algo por vivir. Salió lentamente al jardín
de su casa, se puso de rodillas sobre el césped y sintiendo la orfandad de
su alma como el peso de todas las galaxias vacías cayendo sobre él,
constelación tras constelación, lloró encogido sobre sí mismo, un llanto
infinito como su soledad.
112-YO, PRAYAJ, HE MATADO AL TIGRE
Miguel Cobaleda
05-02-2023
Es difícil creer que yo, Prayaj, sea cazador de tigres. A mí mismo me cuesta
creerlo si acabo de ver mi figura al lavarme en el arroyo: tengo
aproximadamente cincuenta años, peso menos de sesenta kilos, no tengo ningún
diente, mido un metro y cincuenta y seis centímetros, y no uso armas (porque
no tengo ninguna y porque no sabría cómo usarlas si las tuviese). Pero sí,
soy cazador de tigres, Pravati Bendita me protege.
Dice un relato que se repite de boca en boca, de aldea en aldea, de
generación en generación, que al tigre Shere Khan lo mató el niño “Rana”,
ayudado por sus hermanos lobos, echándole encima la manada de reses de la
aldea. Esta historia no es cierta.
Dice un relato que se repite de boca en boca, de aldea en aldea, de
generación en generación, que al tigre Shere Khan lo mató una partida de
cazadores del pueblo, bajo el mando del jefe Pratuna y del alguacil
Shivarta. Tiempo atrás recorría la región un santón ambulante, el predicador
Ashantivarti, que se desplazaba en una bicicleta cuyas ruedas no tenían
gomas. Muerto este hombre santo, su viejo vehículo quedó cerca del bosque
hasta que el jefe Pratuna comprendió que los radios de las ruedas podrían
servir como puntas de lanza. Con astas de bambú y plumas de gallinaza, se
formaron varias lanzas para armar a los cazadores. Cuando Shere Khan
apareció, los hombres no titubearon: dice la leyenda que las dos lanzas, una
del jefe Pratuna, y otra del alguacil Shivarta, se le clavaron cada una en
un ojo, atravesando su maligno cerebro y matando al animal, pero que el
resto de los cazadores, queriendo apuntarse algo de gloria, clavaron luego
sus lanzas en el cuerpo inerte del felino muerto. Esta historia no es
cierta.
Al tigre Shere Khan lo maté yo, Prayaj, el cazador desarmado.
Desde niño le profeso gran adoración a la Bendita Pravati, diosa de los
humildes. Karsitha, la bondadosa mujer que amparó mi orfandad, me inculcó
esa creencia. Cuando ayuno treinta días y treinta noches y dedico ese tiempo
a la oración interior profunda, el último día de ese tiempo Pravati entra en
mi espíritu y lo inunda con su poder, no por mi ayuno sino por su
generosidad, no por mi piedad sino por su magnificencia.
Cuando Pravati me ilumina, mis sentidos se potencian hasta tal punto que
puedo oír el aleteo de las libélulas, oler los seiscientos veintisiete
aromas de todos los seres vivos, animales y vegetales, del entorno. En esa
situación, y colocado al principio del sendero de las huellas de Shere Khan,
noto de pronto que uno de los pétalos casi marchitos que ha desprendido una
moribunda heliconia, se realza y muestra como en relieve la marca parcial de
la pata delantera derecha del tigre. A partir de ese residuo, ir siguiendo
trazo a trazo sus pisadas, cómo trota en un momento, cómo se detiene en
otro, cómo alarga el paso para despistar a sus presas, cómo se levanta para
mejor oler los efluvios del contorno. A mediodía le encuentro, Shere Khan en
todo su poder, está en una escotadura del sendero, no me ha visto, el viento
sopla a mi favor, no sabe que estoy aquí. Así que bato palmas para que me
sienta: se vuelve, me mira con sus dorados ojos gélidos, calcula la
distancia, se le ve desganado –le entiendo: su presa potencial no es gran
cosa–, pero decidido a cumplir con su oficio depredador. De repente se lanza
como se lanzan los tigres, en un torrente de potencia y velocidad. Estamos a
veinte metros, se me echa encima en escasos instantes, yo no me muevo,
Pravati está conmigo. Ahora mi espíritu, fundido con el de la diosa, penetra
en la entraña del tigre, no en lo profundo porque un espíritu animal es
plano, todo superficie, nada profundidad. Y me veo a mí mismo con sus
propios ojos y me siento a mí mismo como el bocado que me espera para saciar
el hambre. Me veo acercarme, estoy al alcance de su último salto, yo, Shere
Khan, cierro los ojos... Y entonces una como niebla algodonosa, suave pero
densa, acogedora pero impenetrable, me detiene, acolcha mis garras, acolcha
sus garras, le detiene, se para confuso, envuelto por algo que siente pero
que no siente. Shere Khan y yo estamos frente a frente, nos miramos: yo a él
con mis ojos y él a mí con los suyos, yo a mí con sus ojos y él a él con los
míos. Sus pensamientos los tengo ante mí, unos pensamientos que no lo son,
hambre frustrada, angustia de lo desconocido, inocencia absoluta. Le domino,
le sujeto, le esclavizo, le acorralo. Ya no es un tigre, ahora es un saco de
piel rayada que no contiene nada. Me levanto, toco su cadáver, lo dejo donde
ha muerto para que los animálcula de la selva y los meteoros lo desguacen.
Yo, Prayaj, el cazador desarmado, he matado a Shere Khan: siempre llevaré su
rastro en el fondo de mi alma, Pravati sea Bendita.
113-PREVISIÓN
Miguel Cobaleda
12-02-2023
Previsión, no hay otro modo. La previsión es la única forma de que un
guerrero individual venza a un ejército completo. Pero, antes, planificar. Y
antes de planificar, elegir el sito.
El sitio casi se me impuso por sí solo con evidencia: un circo entre
elevaciones lo bastante abruptas como para frustrar un escape inmediato y
poco prevenido; con una salida=entrada única, angosta. Un circo fácil de
defender, abrigado de la intemperie, con puestos elevados para los vigías...
el sitio que cualquier comandante sensato elegiría para vivaquear y dar
descanso a la tropa antes de la batalla final.
Adiestrar a Isquela, mi águila imperial, es un empeño al que hay que
dedicarle infinito esfuerzo repartido en miles de momentos; insistir,
insistir hasta la extenuación propia, mientras Isquela te observa como
decidiendo si estás loco o solamente eres tonto, por obligarla a repetir mil
veces, cien mil veces, un millón de veces, el mismo movimiento, el mismo
vuelo, el mismo gesto: cortar una roca con una navaja no es para apocados ni
impacientes, sobre todo si la roca está apostada en lo más alto de una
cumbre elevada, agreste, para subir a la cual, cada vez, cada vez, hay que
escalar con riesgo y audacia. En primer lugar obligarla a que te mire (a que
te observe) cuando tú coges con la boca una piedra de poco tamaño, algo que
cabe en la mano y que –tal como piensa el águila, que es sensata y lista–
sería mucho más práctico usar la mano para cogerla.
Hacer una estría que sirva de línea maestra, gastando la roca milímetro a
milímetro, al principio sin mucho cuidado, pues la parte delicada del asunto
solamente llegará cuando la propia roca lo demande con su movimiento
pendular en equilibrio. Cuando consigues que Isquela te imite, no entregarte
a un frenesí de enhorabuenas contigo mismo, porque es un éxito muy modesto y
queda todavía un amplísimo sendero por recorrer. Cuando consigues que la
estría se prolongue ella sola por la línea imaginaria que tienes grabada en
tu mente, no entregarte a un frenesí de enhorabuenas contigo mismo, porque
es un éxito muy modesto y queda todavía un amplísimo sendero por recorrer.
Luego dejar que Isquela vuele con libertad, creyendo ella ser libre; después
forzando al ave a volar a un destino elegido por ti, creyendo ella seguir
siendo libre, pero ya sin serlo. Asegurar la estría con piedrecillas como
calzos, cada una minúscula como un sencillo guijarro, todas juntas poderosa
contención, potente atadura, vigorosa barrera. Repetir el vuelo de Isquela
hasta que ella misma comprenda que nadie es libre si vuela un millón de
veces al mismo destino. Descender por la plomada desde la roca para quitar
de su remoto camino futuro cualquier obstáculo, raíz, protuberancia o freno.
Conseguir que Isquela suelte su piedra al llegar a su destino me ha llevado
a mí mil años, al águila toda su historia evolutiva desde que salió del mar
como un pez patoso. Raspar la ladera de la montaña para que sea lisa, suave,
deslizante, me ha llevado otros mil. Lo que no he tenido que hacer, porque
lo ha hecho ella sola –gracias Dios, pues no hubiese sabido cómo– ha sido
buscarle una compañera (Isquela es un águila imperial macho, por cierto);
este soberbio ejemplar viril de ave cazadora que me mira con escepticismo
(supongo que, si pudiese elegir, escogería otro amo menos misterioso y menos
loco), ha sabido por sí mismo buscarse pareja. Les he dejado a solas con sus
arrumacos de águilas enamoradas... Y más a solas cuando he notado que su
amiga imitaba con acierto el gesto que tanto me ha costado enseñar a
Isquela. Cuando han volado juntos al destino previsto y han soltado a la vez
sus dos piedras desde sus dos picos, entonces sí, entonces me he entregado a
un frenesí de enhorabuenas conmigo mismo, porque es un éxito mucho más que
modesto y ya puedo morir tranquilo.
Que es lo único que me quedaba por hacer y es lo último que he hecho.
Diez o doce generaciones después de mi muerte, un ejército invasor que
quiere destruir mi patria ha acampado en el circo que mi planificación había
previsto; necesitan descansar, vivaquear y pasar la noche antes de la
batalla final. Ese misma noche un águila imperial, enésimo descendiente de
Isquela, ha cogido con su pico un pequeño trozo de mineral, ha levantado el
vuelo, ha planeado sobre la montaña, ha dejado caer la piedra encima de la
roca que, al recibir el pequeño impacto, ha roto sus últimas ataduras, ha
bajado por la ladera rompiendo, rasgando la montaña, ha abierto un tajo
profundo por donde el lago, impetuoso, avasallador, destructivo, ha saltado
sus muros, inundado el valle y ahogado a todos los invasores.
Previsión, no hay otra manera.
114-EL ROCE HACE LA LLAMA
Miguel Cobaleda
19-02-2023
Te suplico, Señor, mi Dios, que auxilies e ilumines la oscura ignorancia de
mis jueces pues, a pesar de la severidad con que me tratan, dignos son
igualmente de Tu Misericordia, ya que no es por maldad por lo que son
incapaces de hacer lo que ellos llaman su justicia y tener en cuenta mis
dones especiales.
Los dones especiales son, básicamente, que ardo con el más pequeño roce. No
se trata de una metáfora, ni de una metalepsis. Se trata de la pura
realidad. Mi CA (así la llaman los jueces: cualidad ardiente) es altamente
combustiva, ardo con el más pequeño roce, repito: con el más pequeño. No se
trata de una llama cualquiera, una candela, una hoguerita... Se trata de una
llama vivísima que ilumina como un sol, derritiendo todo material que se le
acerque, excepto yo mismo que, al parecer y por modo de milagro, no me quemo
cuando me quemo. No me gasto como se gasta el aceite de una lámpara, no me
derrito como se derrite la cera de una vela, no me carbonizo como se
carboniza la astilla de una hoguera, achicharro a cualquier ser que se me
acerque, pero yo permanezco incólume. No puedo vestirme ni calzarme, porque
“el más pequeño roce hace arder lo que sea que me roce”. No puedo cubrirme,
al dormir, con sábanas o mantas, porque “el más pequeño roce hace arder lo
que sea que me roce”; tengo que dormir tumbado de espaldas, completamente
inmóvil, como las estatuas yacentes, marmóreas. No puedo abrazar a nadie, no
puedo besar a nadie.
En mi lejano y pobre valle, mi cualidad incendiaria sí que era apreciada por
los pocos habitantes de tan estrecho paisaje, convecinos y amigos: me usaban
de luz en las noches oscuras, de calor en las noches frías, de sacramento en
sus tratos con la Divinidad, de adorno en las fiestas. Y me tenían en alta
consideración, valoraban este don especial como algo milagroso, mágico, no
se asustaban del poder carbonizante de mi cuerpo, sabían que, si se usa con
moderación, esta cualidad ardiente puede ser muy útil en según qué
circunstancias. Jamás rechazo una ocasión de ayudar con la llama que, sin
consumirme, tan generosamente se me concede. Nunca he creído que este don se
me haya concedido “a mí en cuanto mí y a nadie más”. Al fin y al cabo, si
haces que alguien arda al menor roce, lo haces con un propósito, no porque
sí y punto.
Pero en cuanto me marché de mi valle a la gran ciudad... Lo que había sido
amistad y gratitud fue de repente temor y recelo, envidia, repugnancia y
sospecha. ¿Sospecha de qué?... de tratos con el Maligno, naturalmente; los
jueces me acusan de tener tratos con el diablo, mantienen que mi CA es
satánica y que merezco la muerte.
Aunque sucede que... Me han juzgado, sí, y me han condenado, pero lo de
ejecutarme es harina de otro costal...
La primera idea que tuvieron fue quemarme en la hoguera... Después de
repetidos intentos (todos fallidos) llegaron a la conclusión de que no se
puede quemar al fuego con el fuego. Uno de ellos tuvo la ocurrencia ¡bien
por él! de ahorcarme. El roce de la cuerda en mi cuello produjo una llama
tan intensa que quemó la soga, la horca, el propio cadalso, la tarima sobre
la que estaba establecida la escena... Probaron después las flechas...
Cuando la punta metálica de la primera rozó la piel de mi pecho, una fragua
colosal derritió el hierro, lo hizo estallar y, convertido en una bola-bala
volvió sobre sus pasos y destrozó la cabeza del arquero como si fuese un
obús. Ahogamiento; debo reconocer que este método estaba, en principio, bien
pensado, habida cuenta de que se suele apagar el fuego con agua. Muy bien,
ahogamiento. Yo ya andaba para entonces bastante harto de tanta ceremonia y
deseaba cooperar con mis verdugos por acabar de una vez, así que me estuve
quieto para no producir roce ninguno, pero claro, los leves movimientos del
que se siente asfixiar... el agua empezó a hervir de un modo tan violento
que se evaporó el río entero. Un hacha sobre un tajo... fue como comerle a
la hoja del hacha un bocado enorme, mientras el metal derretido, como bolas
de fuego, trenzaban una especie de torques en torno a mi cuello y danzaban
con brillo solar, deslumbrante, cegador. Lo de matarme de inanición también
estuvo bien pensado, hasta yo mismo creí que ésa sí que sí... Sucede que,
cuando el desgaste de cincuenta días sin alimento te desmaya, entonces
tiritas y te mueves de forma convulsa... No sólo la celda de la mazmorra, ni
solamente la mazmorra: el castillo entero ardió y sólo quedaron en pie unas
miserables ruinas renegridas.
He vuelto al valle, mi gente me estaba esperando, no se habían olvidado de
mí. Estoy para lo que me pidan: iluminar la plaza en la Fiesta Mayor,
encender las hogueras en la Noche de San Juan, calentar el salón del
Consistorio cuando se organizan actos culturales, lo que necesiten.
Nadie me ha preguntado por mi aventura en la gran ciudad, son personas
educadas que no sienten pánico ante lo nuevo ni envidia del portento: lo
valoran en lo que vale, pero saben también que tiene, como todas las cosas,
su precio.
115-GRATITUD, DIVINO TESORO
Miguel Cobaleda
26-02-2023
– ¿Tiene alguna barata?
– Pues claro, hombre, ésas de ahí, las tiene delante.
– Ya veo... En paquetes de diez. ¿No se venden sueltas?
– Las pequeñas no, no tendría sentido.
– ¿Se pueden pagar a plazos?
– Vaya... Las grandes, que valen 1000 dimos cada una, todavía, pero éstas
pequeñas de a dimo el paquete de diez... No le puedo cobrar dos céntimos de
dimo y que siga usted pagando dentro de cincuenta meses...
– ¿Se venden muchas?
– Las pequeñas no.
– ¿Por ir en paquetes de diez?
– Porque no se gastan.
– Tanto como eso... Yo gasto muchas.
– Seguro que se las devuelven. Pongamos... qué sé yo, que va usted a la
panadería, compra la barra y el panadero le devuelve unas monedas porque ha
pagado usted con un dimo. Entonces usted le entrega una: “gracias”, y el
panadero “gracias a usted”, y se la devuelve. Siempre es lo mismo, las
pequeñas no se gastan. ¿No se decide por ninguna?
– Se trata de la vida de un hijo... De una hija, en realidad.
– ¡Pero hombre, ésa es de las gordas!... Lo siento, pero no lo hará usted
por menos de 1000 o 2000 dimos... Creí que se trataba de alguna minucia.
– Es gorda, como dice, y es minucia. Las dos cosas, por eso tengo dudas.
– ¿Cómo va a ser minucia la vida de un hijo?
– Es que era hijo y no era hijo. Hija, en realidad.
– No le entiendo a usted, amigo... Un hijo no puede ser hijo y no hijo a la
vez... ¿Está usted hablando de cuernos, acaso?... ¿Tiene la sospecha de que
su santa le engaña y el hijo que espera, hijo fehaciente, acaso no sea hijo,
hijo legítimo, de verdad?... Digo hija.
– ¡No, hombre!... No es eso.
– ¿Entonces?... ¿Cómo es que es hijo y no lo es? ¿O hija?
– Era nonato.
– ¿Era? ¿Nonato?... Cada vez me resulta usted más misterioso.
– Mi esposa estaba embarazada y no quería tener ese bebé... Que si era muy
joven, que si su carrera en la política, que si el parón vital... Me
convenció para que nos deshiciéramos del asunto. Fuimos a una comadrona que
decían que si tal y que si cual... En fin, era una mujer muy intuitiva,
comprendió mis reticencias, se puso de mi parte, no sé qué hizo ni cómo lo
hizo, habló de fuera de plazos, del miedo a la ley... El caso es que ahora
tenemos una niña preciosa, que se llama Martita. Le debo un gracias a esa
comadrona. Si pienso en Marta, mil gracias de 1000 dimos cada una. Si pienso
en que era solamente un feto, entonces un gracias mucho menor. ¿Comprende?
– Claro, ahora sí... Las gratitudes que se pueden comprar, sea a 1000 dimos
la unidad o en paquetes de diez, son para compromisos... digamos
impersonales. Antes a los médicos se les regalaban botellas de whiskey y a
lo mejor no bebían. Ahora, con una gratitud comprada, o dos, o las que sean
–las hay de todos los precios– se cumple sin más, todos contentos. Pero
cuando se trata de algo personal y, por añadidura, importante como la vida
de un hijo... digo hija... Entonces con estas industriales no basta. Mire
que yo estoy a mi negocio..., pero tampoco quiero engañarle. Le vendo lo que
usted me pida, aunque piénselo bien. La inteligencia y la voluntad han
creado la moral, la moral ha creado la justicia y la justicia ha creado la
deuda. Ahora bien, como pasa tantas veces con los inventos de la mente
humana, se retuercen en espiral y acaban donde empiezan: la justicia no es
posible, es un desideratum por ahora inalcanzable, por lo cual la moral
recibe un hachazo desde su misma raíz, amputación que retrotrae hasta la
propia inteligencia que, como es la creadora de la realidad, la deposita en
el ser, que se agrieta y resquebraja. Y por eso existen negocios como el
mío. Vendo excusas, renuncias, intenciones. La verdad, amigo, es que en este
mercadillo no encontrará usted la tienda que venda realidades, tendrá que
comprar intenciones o quedarse a solas con su conciencia.
– Entonces, en mi caso...
– Yo no haría nada... repito que perjudico mi negocio... pero yo no haría
nada. Cuando Martita crezca –y siempre que su esposa de usted lo consienta,
involucrada como está en el asunto– cuéntele la verdad y... traspásele la
deuda. Para eso están los hijos ¿no?
116-TOMÁS Y EL ARCO IRIS
Miguel Cobaleda
05-03-2023
A la Naturaleza le encanta gastar bromas de cuando en cuando, bromas como
las que yo llamo “de tipo Casandra”, que te otorgan un don maravilloso pero
hacen que los demás lo ignoren de tal modo que es una condena a la soledad,
como si ese don, que sólo tú tienes y comprendes, fuese una prisión
minúscula y aislada. A Casandra (Apolo) le concedió el don de profetizar
pero, luego (por despecho), la condenó a no ser creída nunca.
Pues bien, al niño Tomás la Naturaleza le ha dado una visión que encuentra
en cada objeto la multitud absoluta de todos los colores, como si fuera el
prisma de aquellos sabios antiguos que de cada rayo blanco producía mil
rayos de mil matices. Eso sí, nadie más los ve, el resto del mundo que le
rodea solamente percibe manchas grises y negruzcas igual que el fondo
tenebroso de una mina de carbón abandonada. Cuando Tomás, sentado en medio
de un bosque de pinos, dejaba que en sus manos, en sus brazos, en su cabeza,
bailaran aladas mariposas de todos los tonos del arco iris, embelleciendo el
bosque, el aire, el futuro, con púrpuras y oros y malvas y zafiros y
esmeraldas y topacios y rubíes... Su madre, que le buscaba impaciente, se
alarma sobremanera y, cuando encuentra al niño:
– ¡Tomás! ¡Por Dios! ¿Qué haces en ese bosque rodeado de cuervos y dejas que
se posen en tus manos y en tu cabeza?... Son pájaros de mal agüero, y
peligrosos. ¡Espántalos, vamos a casa, eres un niño terrible, eres un niño
muy raro, dejando que los cuervos...!
Cuanto Tomás, en la playa, deshace cada gota transparente –cada gota del
millón de trillones de quintillones de gotas del océano– en una riada de
colores infinita/infinitos, el maestro, que los ha llevado de excursión y
los cuida, aleja al niño del peligroso vaivén de las olas y le reprende:
– El mar es traicionero, hay que cuidarse de él. Fíjate en esas olas oscuras
que te amenazaban y a las que contemplabas tan tranquilo... ¡A saber qué
negros misterios y protervos monstruos guarda en su seno! [Al maestro le
gusta asombrar/asustar a sus niños con palabros horrísonos; protervo:
“perverso, obstinado en la maldad”, del DRAE].
Así que Tomás nunca se extraña cuando, ya de mayor, de adulto, de viejo,
pone a la venta en los mercadillos de la calle sus maravillosos cuadros que
son retratos del arco iris, bocetos de la luz inicial del mundo, catálogos
completos del oro de los crepúsculos, y los curiosos que le miran con
recelo, con disgusto –y que jamás los compran, ni siquiera se interesan–, le
escupen entre dientes:
– ¡Claro, arte moderno!... Mancha una tela con carbón, ceniza y aceite sucio
de escoria, y le pone precio, el muy... Creerá que somos idiotas. ¿No
entiende este memo pretencioso que, incluso si los regalara –incluso si
diera dinero–, nadie querría esos borrones negros, marrones y grasientos?
Por eso en el asilo donde pasa sus últimos años no le permiten que pinte, ni
dibuje, no le dejan papel, acuarelas, pinceles, ni siquiera lapiceros. Tiene
Tomás que mirar a través de la ventana la lluvia y convertir cada gota –del
millón de trillones de quintillones de gotas de la lluvia– en una riada de
colores infinita/infinitos, embelleciendo el mundo, el aire, el futuro, con
púrpuras y oros y malvas y zafiros y esmeraldas y topacios y rubíes...
Nunca he podido saber si la condena que todo esto significa es una sentencia
de luz para Tomás o una sentencia de sombra para los demás. Ni si los
colores existen, porque acaso el mundo sea negro y Tomás esté completamente
loco, no es posible que se equivoque tanta gente...
117-LIMPIADOR DE
CAMPOS DE BATALLA
Miguel Cobaleda
12-03-2023
Mi oficio es horrendo, pero necesario. Nos odian, pero nos respetan. Nos
evitan y marginan como apestados, pero no somos prescindibles. Algunos
compañeros son ricos, incluso muy ricos. No es mi caso. Hay colegas que son
auxiliados por multitud de ayudantes. Yo trabajo solo. Procedemos de
diferentes épocas y naciones, mi ciudad es Tebas. Soy Limpiador de Campos de
Batalla.
No existe una escuela del oficio, ni tradiciones familiares o estirpes
profesionales; cada cual ha empezado en esto por alguna razón o
circunstancia individual que explica su caso pero no el de los demás. Yo
empecé con el cadáver de Silex, mi compañero, recién muerto en mis brazos.
La caballería del joven Alejandro nos había destrozado por completo, los
cadáveres del Batallón regaban la llanura de Queronea: sólo los nuestros, el
resto de los tebanos, de los atenienses y de los aliados habían huido cuando
la derrota se nos mostró inevitable.
Han dicho los historiadores que los 300 amantes morimos todos, pero yo
sobreviví, los dioses sabrán por qué: a mí no me consultaron. Quizá para que
me dedicase al oficio al que me dedico. Cuando callaron los gemidos de los
moribundos, algunos jinetes recorrían todavía el campo rematando heridos y
saqueando joyas. La sangre que cubría mi cuerpo, mía, de Silex y de otros
debió hacerles creer que estaba a punto de morir. O, repito, que los dioses
me reservasen para otro menester menos glorioso, lo cierto es que sobreviví
a aquel aciago día y a su vergüenza. Cuando la noche empezaba a tapar la
sangrienta llanura, me despertó del sopor de mi tristeza una frialdad, la de
la muerte supongo, y comprendí que el día terminaba y que me quedaba un
deber sagrado por hacer. Sí que había herramientas para cavar, pero creo que
cavé la fosa de Silex con mis propias manos, arañando la tierra mojada de
sangre, que ya empezaba a estar reseca. Y creo que las aves negras volaban y
graznaban por encima de mí. Quizá.
Cuando termina uno de esos días, nadie sobrevive verdaderamente, ni siquiera
los vencedores; las batallas son cosechas de muertos y todos los que
participan en ellas mueren, mueran o no. Después de enterrar a Silex
comprobé uno por uno que los demás compañeros del batallón estaban
efectivamente muertos. Aunque me pareció que la tarea de enterrarlos a todos
era muy superior a mis fuerzas, la acometí sin dudarlo. Había ya enterrado a
tres parejas cuando escuché en la oscuridad golpes de picos y palas: otros
estaban colaborando en la tarea, no pregunté nada a nadie porque necesitaba
toda la ayuda que me quisieran prestar. Recuerdo que fue la primera vez que
vi a un negro enorme y a un persa de ojos relucientes que me miraba con
extrañeza, quizá nunca había visto a los griegos honrar a sus muertos.
Así empecé en el oficio; después de varios milenios en el oficio sigo.
Cuando tras varias batallas de varios siglos me extrañé de mi longevidad, me
dijo un colega que nosotros, los Limpiadores de Campos de Batalla, no
estamos realmente vivos aunque no estemos realmente muertos, que los dioses
del Hades han dispuesto este estado especial de cosas porque las batallas
son demasiado frecuentes, antes o después todos los paisajes tienen las
suyas y acumulan sus muertos, y era el único modo de no llenar de despojos
la superficie del mundo. Ya he dicho que hay colegas que se hacen ricos:
acumulan todo lo que les arrebatan a los muertos antes de enterrarlos. Yo
no. Nunca me quedo con nada, tengo a gala extremar mi búsqueda para que cada
caído sea enterrado con lo que le perteneciera en vida. Tampoco quiero
ayudantes, aunque en la batalla inicial los soportase. En aquella mi primera
ocasión, la tarea era personal para mí, hubiese querido enterrar yo solo a
todos los compañeros del Batallón Sagrado, acepté la ayuda porque ese empeño
era imposible. Ahora ya nunca es un tema personal, a los que puedo enterrar
los entierro, a los que no, no es asunto mío, que sus dioses les acojan.
Se aprende mucho en este oficio, por cierto: cada guerra es diferente y,
dentro de una de ellas, cada batalla es distinta. No sé si esta inmortalidad
tan rara de nuestro oficio es eterna o sólo muy dilatada, no lo he querido
preguntar. No me gustaría ser eterno, este oficio no tendría que ser para
siempre. Hay una conformidad especial, la muerte absurda y constante no nos
convierte en siniestros personajes de terror, pero no es un trabajo para
seguir sempiternamente con él. Vuelvo de vez en cuando a la llanura en que
debí morir sin conseguirlo. El mundo los habrá olvidado pero yo no, conozco
al milímetro el lugar en que enterré a Silex, recuerdo la frialdad de aquel
atardecer siniestro, la sangre que se iba volviendo parda y se secaba...
Sangre... Los que nos dedicamos a este oficio tenemos una interpretación de
la historia humana: somos mecanismos que fabrican sangre para que este
planeta descolorido adquiera un poco de color, somos pintores monocromáticos
del mundo. La única explicación de nuestra existencia y de nuestro destino,
es que somos botes vivientes de pintura carmesí para que se diviertan
emborronando con sus acuarelas de un sólo tono los que han recibido el
regalo de esta tierra; para que la coloreen a su gusto con sus pinceles de
acero y de fuego. Espero no ser eterno, me gustaría que el tiempo fuese un
pez redondo y pudiera volver a la batalla inicial: esta vez no sobreviviría,
nadie sobrevive a una batalla aunque sobreviva. Y ojalá la sangre cambiase
de color.
118-EL CHINO
Miguel Cobaleda
19-03-2023
¡Maldito Chino bromista...!
En todos los campamentos militares, y por lo que yo sé en todas las
reuniones, asociaciones, clubs de amigos, colegios, conventos... hay siempre
algún bromista. Es como la bendición de cierto diosecillo maligno que se
pensara (¡qué error!) que el humor de los bromistas eleva la moral general
del ambiente.
Normalmente son inofensivos, ramploncillos, carentes de imaginación, pero El
Chino (que no lo era, sólo tenía los ojos un poco separados, ¿quien no tiene
en el campamento un mote más o menos absurdo?)...
¡Maldito Chino bromista...!
A nosotros nos había tocado en suerte un talento de la especialidad, mejor
dicho, un genio, porque en honor a la verdad he de decir que El Chino
superaba todos los niveles y alcanzaba todas las cotas. ¿Cómo, si no era un
genio superior, podía atender él solo a un campamento militar de cinco mil
hombres? Y que nadie quedaba al margen, olvidado por las bromas del Chino,
ya fuera soldado, suboficial, oficial o jefe, desde el mismísimo coronel al
último recluta.
¡Maldito Chino bromista... qué talento tan extraordinario!
Quizá lo más asombroso era la calidad de las bromas, que recorrían la gama
entera del siniestro humor de los bromistas, desde la simple petaca en las
camas (eso sí: a lo mejor todo un batallón, y como por milagro, casi de
golpe, muchas veces bajo la atenta mirada de soldados hartos de las bromas
del Chino), hasta cosas sofisticadas y raras. Por ejemplo, aquella vez que
mezcló algo en la cisterna general del agua potable, y estuvimos los cinco
mil hombres exhalando al hablar un aliento de fosforescente neblina verdoso
amarillenta.
¡Maldito Chino bromista...!
No había hombre en aquel campamento que no deseara vengarse de él, aunque
era tan difícil pillarle con las manos en la masa... Pero un día cometió un
error, un tonto y estúpido error: le dijo al Benya que su novia le estaba
poniendo los cuernos con Martino, el pecoso pelirrojo de la cuarta. ¡Fijáos:
al Benya, una bestia de dos metros, ciento veinte kilos y con un músculo
entre oreja y oreja! Ese día los dioses dejaron de proteger al Chino,
benditos sean. El Benya, sin pensárselo dos veces, fue al barracón de la
cuarta, pilló a Martino dormido y lo descoyuntó de un sólo golpe; luego
escapó del campamento, se llegó de una carrera a casa de su novia, tiró la
puerta a patadas y la mató de dos puñetazos. Después se entregó como un
manso cordero, contando el asunto de cabo a rabo. Esta vez El Chino estaba
perdido: el Benya al manicomio y El Chino al paredón.
Ni los enfermos del hospital, uno casi moribundo, faltaban la madrugada del
fusilamiento en posiciones de observación. Un silencio tan total, habiendo
cinco mil hombres presentes que ni estaban formados ni controlados por sus
oficiales, un silencio tan absoluto, jamás pensé que se pudiera conseguir.
Pero era mucho lo que odiábamos al Chino, que ya salía entre guardianes
seguido por el siniestro séquito de hombres armados y sonrientes. En fin,
luego todo fue rápido, más de lo que hubiésemos querido: ¡Preparados!...
¡Carguen!... ¡Apunten!... ¡¡Fuego!!
Instantes de supremo placer, multitud de respiraciones contenidas... El
Chino se retuerce, gime, se tambalea... duda... se para... se toca el pecho,
los brazos... de pronto se arranca la venda de los ojos, se mira en
frenética y desorbitada incredulidad... lentamente comprende... Y entonces
una sola carcajada, pero ¡qué carcajada! Cinco mil gargantas puestas de
acuerdo por la venganza y el odio como por el mejor director de la más
precisa orquesta. ¡Qué glorioso placer, nunca se me olvidará! Por fin El
Chino comprende, cree que comprende, se sienta agotado junto al paredón, ríe
confuso y se desmadeja poseído de un alivio tan grande que no se puede
describir.
Poco a poco la gran carcajada va cesando, sus ecos se apagan, el pelotón de
matarifes vuelve a ponerse en tensión, el oficial que les manda les hace un
gesto de aviso, dos de los hombres se acercan al reo y le levantan de nuevo,
la espalda otra vez contra la pared de adobes... Y por fin El Chino
comprende de verdad, la broma no ha terminado, aún no se ha saciado nuestra
sed de venganza, esta vez va a ser fusilado de verdad.
Y sí, ahora sí: las breves órdenes secas y tajantes, los ruidos de los
cerrojos al ser montados, un solitario estampido con mil ecos. Al menos dos
balas destrozaron por completo la cabeza del Chino, y por lo menos tres le
reventaron el corazón. Allí quedó junto al adobe, muñeco roto y sangriento,
mientras todos los hombres del campamento reían y reían como niños
vengativos.
Maldito Chino bromista... ¡¡Al poco rato se levantó!!
119-PRECOZ
Miguel Cobaleda
26-03-2023
Todo lo aprendió con gran precocidad, la vida se empeñó en enseñarle sus
lecciones antes de tiempo.
Ante de los cincuenta años, y sin alcanzar la vejez, supo que los viejos
están muertos para todos, que su muerte es una sabiduría oculta, pero
insidiosa. Que son de desgana transparente, que la sociedad ha certificado
su inexistencia y su inhumanidad.
Antes de los cuarenta, sin consumar el desamor, comprendió que el amor es
una mariposa de cristal, ciega en la noche del tiempo, asolada por embates
de viento silencioso, desorientada en la marea infinita de terremotos y
océanos de luz.
Antes de los treinta, aún sin descendencia, aprendió que los hijos no
existen, aunque se les ame para la eternidad y se baje al infierno en busca
de las raíces de su amor inseguro.
Antes de los veinte, desprovisto de amigos, descubrió que la amistad era un
insecto irisado de reflejos azules, absorto en remolinos que el tiempo no
consigue encender y la sombra no consigue apagar.
Antes de los diez se supo huérfano de todo afecto para siempre.
A los cinco años ya sabía que este mundo lo heredan solamente algunos,
mientras los demás contemplamos el festín tras los cristales, con el frío
desgarrador preñando el corazón de agujas de hielo.
Murió a los cuatro años, de hambre, en brazos de una negra mujer que ya
estaba muerta.
120-PERROS
Miguel Cobaleda
02-04-2023
Si la tapia del cementerio hubiera sido de piedra, Miguel, un niño del
pueblo, no lo hubiera podido ver cuando pasaba varias veces al ir y venir de
la escuela. Pero no era una tapia sino una reja y, a través de los barrotes,
vio una tarde del final de mayo la silueta de Nobu (de este detalle, de la
raza y de la historia se enteró después) tumbado al lado de la lápida con el
nombre y las fechas del que había sido su amo. Aunque retardó el paso, no se
detuvo. Pero si lo hizo a la mañana siguiente, y otra vez luego, que se
quedó mirando la inmóvil forma del animal. El perro se dio cuenta –los
perros se enteran de todo– pero no hizo movimiento ninguno. La tarde
siguiente Miguel se paró tanto rato que Nicolás el guardés trabó
conversación con él.
– Nobu está bien, los enterradores y yo le damos de comer y agua fresca.
Como el perro no se mueve pero el Sol sí, hemos puesto ese sombrajo de palos
para que no se queme. Siempre tiene sombra.
– ¿Por qué sabe que se llama Nogu?
– Nobu. En realidad su nombre completo es Nobunaga (su dueño, el profesor
Basilio, nunca le llamaba Nobu). Es de una raza japonesa, un Tosa Inu. Al
parecer se lo regaló un colega japonés que vino a un congreso y con el que
se hicieron amigos. El profesor y Nobu paseaban casi siempre por esta zona,
todos aquí conocemos a Nobu, con el tiempo fuimos sabiendo la historia
completa. Es un buen perro amable y fiel.
– ¿Lleva mucho tiempo junto a la tumba?
– El Profesor murió el día veinte de Abril.
– ¡Más de un mes!
– Ya sabes cómo son los perros. A éste le queda poco, es muy viejo y seguirá
pronto a su amo...
Desde ese día, Miguel se encargó de dar de comer y de beber a Nobu, comida
buena de perros (empleó casi todos los ahorros de sus pagas) y agua limpia y
fresca. Se quedaba largo rato sentado al lado leyendo un libro gordo –regalo
de su padre– con varias novelas de Julio Verne y, aunque nunca acariciaba al
perro, los dos seres silenciosos se entendían bien y notaban cada uno la
entrañable presencia del otro –los perros se enteran de todo–.
Una tarde, cuanto Miguel se incorporó para marchar, Nobu levantó la cabeza y
siguió la silueta del niño por el caminillo del cementerio y luego a través
de la reja exterior. Lo hizo así varios días, y el jueves 12 de junio se
levantó al mismo tiempo que Miguel, se pegó a su pierna derecha y caminó a
su lado hasta la casa del chico (aunque antes de salir del cementerio miró
la tumba de su amo y –bueno, algo así– soltó un suspiro de perro). Los dos
amigos siguieron una rutina diaria que consistía en que, al salir de la
escuela por la tarde o luego durante el verano, se dirigían al cementerio y,
mientras Nobu se tumbaba junto a la lápida, Miguel continuaba su lectura de
“La isla misteriosa” (quinta lectura ya, o sexta). Miguel sabía que el perro
estaba agradecido por ese tierno detalle de su nuevo amo permitiéndole
visitar la tumba de su amo viejo, y el perro sabía que el niño leía esa
misma novela por enésima vez –los perros se enteran de todo– (aunque, en sus
pensamientos perrunos, Nobu no solía utilizar la palabra “enésima”). Esta
rutina duró todas las vacaciones de verano.
Una mañana Nobu no se despertó, seguramente su alma de samurai vagaba ya por
el paraíso a donde vayan las almas de los perros fieles. Miguel sabía que no
le permitirían enterrar al perro en un cementerio de amos, así que lo llevó
al pinar cercano y cavó una fosa bajo las pinochas secas, en una ladera
desde la que Nobu podría seguir viendo –a lo lejos, eso sí– la tumba del
profesor. Y luego dejó el libro que ya se sabía de memoria y se durmió
suavemente sobre ese nicho amistoso.
Cuando la costumbre de descansar en el pinar, recostado sobre pinochas
agudas como katanas junto a la tumba de Nobu, se consolidó, su abuelo Miguel
solía llevarle agua fresca en una botellita térmica y dos bocadillos
envueltos en papel de aluminio. Aunque lo dejaba a su lado suavemente y el
niño parecía no darse cuenta, sí se la daba, claro que sí, los perros se
enteran de todo.
121-MI REGIMIENTO
Miguel Cobaleda
09-04-2023
Aunque mis cuentos suelen tener un final inesperado, algo sorprendente que
produce un giro completo del sentido del argumento, en este caso no es así,
pues casi desde el principio se sabe cómo va a terminar, con la repetida
frase “Bueno, todos... menos uno”. Vamos allá.
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Ya sé lo mucho que os aburren mis ‘batallas’, pero ¿qué voy a recordar si no
es mi regimiento? Ha sido lo único de mi vida, mi regimiento ha sido mi
vida. Si queréis hablar conmigo, tendréis que aguantar temas del regimiento:
no sé hablar de otra cosa.
En mi regimiento todos eran gallardos y hermosos, aunque parezca una
exageración. Todavía recuerdo tan gentiles y apuestos caballeros. Sí, todos
lo eran. Bueno, no todos; todos... menos uno. Siempre hay uno, cierta
excepción de la norma ¿verdad? No es cosa nueva.
¡Y qué estupendos jinetes! Bajando desafiantes y magníficos por aquellos
taludes, seguros de sí mismos y de sus fantásticos caballos. Fama tenía mi
regimiento de ser todos sus componentes jinetes maravillosos. Y lo eran
todos, desde luego que sí.
Bueno, todos... menos uno.
Galantes, enamoradizos... El coronel tenía dos hijas. A la mayor, casada
lejos, no la conocí. Pero la pequeña ¡qué belleza! O al menos a nosotros nos
lo parecía, la mujer más hermosa del mundo, nuestra novia común. Todos
estábamos enamorados de ella, todos.
Bueno, todos... menos uno.
Quizá el mejor recuerdo sea la camaradería. Amistad, lealtad, confianza,
todos para uno, cada uno para todos, seguros todos del sentimiento común.
Bueno, todos... menos uno.
Y en cuanto a valientes, eso no necesito decirlo. Nunca ha habido regimiento
como el mío. Cientos de veces quedó demostrado, no es necesario insistir, la
historia cuenta nuestras hazañas y deja claro el valor de todos sus
componentes, del primero al último. Todos.
Bueno, todos... menos uno.
Lástima de mi regimiento. Nadie sabe cómo fue aniquilado. Solamente se
explicaría por traición, por cobardía y traición. Pero no parece posible
porque el cobarde traidor se habría asegurado la supervivencia y habría
escapado, naturalmente. Sin embargo, en aquella tarde fatal en que el
regimiento entero fue aniquilado, todos sus componentes murieron.
Bueno, todos... menos uno.
122-AMAR COMO ME AMAN
Miguel Cobaleda
16-04-2023
Yo siemprenunca he podido amar como me aman, y eso que lo he estado
intentando en todas al menos cien de mis últimas vidas.
En este sentido he tenido buenamala suerte porque siempre me han amado de un
modo inimitable, que yo nunca podía igualar por más que me esforzaba. Cosas
enormes: daban la vida por mí, me dejaban quedar siempre encima en las
disputas, permitían que yo me comiese la parte mejor del pez o de la vida,
me miraban con más ternura que ojos, me acariciaban con más ansia de darme
placer que de recibirlo. Heroico, un comportamiento heroico y sublime que
nunca he podido imitar.
Por eso en esta vida de ahora me he pedido un destino diferente, que no me
amen nada ni me admiren, que me odienolvidendesprecien si se puede todo en
uno. Que no den la vida por mí, ni siquiera un ochavo; que no me dejen la
mejor parte del pez, ni siquiera una parte; que no me dejen la mejor parte
de la vida, ni siquiera una vida.
Y es que quiero, al menos una vez, amar como me amen, que nunca antes había
podido. Pero ahora sí, ahora me parece que voy a poder, estoy en ello.
Esta vez he nacido en un rincón de una llanura polvorienta que todo lo
decide y lo gobierna (ella es reina y ama y señora de este mundo), donde se
vive si se come y no hay nada que comer, y se vive si se dispone de un
misterio que todos repiten y nadie ha visto, y que se llama “agua”. Me
parece que esta vez sí que voy a poder amar como me aman (esta vez lo tengo
fác...
¡Maldita sea! ¿Quién le manda a esta mujer que me sostiene darme las dos
gotas de agua que ha conseguido para ella?
¡Qué madre ni qué mierda, caramba! ¡No hay derecho, es un sucio truco!
Otra vez lo mismo, nunca consigo amar como me aman...
123-SILUETAS DEL PAISAJE INTERIOR
Miguel Cobaleda
23-04-2023
Mura ‘Inventos’ inventaba gente. Ya a los seis años inventó los primeros.
Como en el orfelinato era de las mayores y ya no se esperaba que la
adoptasen, se inventó a los Curvood, que no tardaron en aparecer [eran tal
como ella los había descrito] y que la adoptaron a primera vista, igual que
si hubiesen venido directamente a por ella desde quién sabe qué
profundidades del tiempo remoto y primitivo.
En la exigente escuela a que fue llevada, uniforme, edificio
gótico-guillermo-isabelino, gimnasios-saunas-paddletenis, capilla en maderas
de oriente, capellanes de diferentes ritos, swahili y taekwondo
obligatorios, origami opcional, Mura se inventó a Margarita, la cual, poco
después, fue matriculada en la misma escuela, y enseguida fueron amigas y le
hacía los deberes y vivía cerca y le dejaba todas sus muñecas y...
Mura no era, nunca fue, demasiado agraciada (o sí lo era, pero esos ojos
penetrantes daban quizá un poco de miedo, o sin quizá, o sin poco), así que
no tardó en inventarse a Rudi, que algo después se estableció en el barrio
y, al llegar la conveniente edad de ambos, se hicieron novios (a pesar de
que el muchacho era perseguido por todas las chicas de la vecindad no tenía
más obsesión que Mura), y no tardando se casaron.
Mura consideró con seriedad el tema del viviparismo, objetiva,
desapasionadamente, encontrando que se trataba de un atraso, ancestro no
evolucionado y peligroso. En consecuencia se inventó dos hijas, ya con 10 y
con 8 años respectivamente, educadas, amables, obedientes, hermosas pero
insípidas, matriculadas ya en la gótica escuela.
Así iba la vida de Mura ‘Inventos’, con gente creada para cada necesidad. Y
siempre eran reales, auténticos, comían, dormían y ... En fin, consistentes.
Por lo demás, Mura no tenía problemas para desinventar como no los tenía
para inventar. Docenas de compañeras de escuela se desvanecieron en la nada
simple y negra cuando el curso se graduó y dejaron de tener sentido, lo
mismo que pasaba con vecinos que ya no organizaban fiestas o guardias
urbanos de cruces por los que Mura dejaba de circular al trasladarse a vivir
a otro sitio, tenderos, taxistas, dependientes... El paisaje humano se
encendía por allí por donde Mura pasaba y se iba apagando conforme su
presencia marchaba más allá.
¿Qué más puedo contaros? ... Minucias. Cuando Rudi y Margarita, sin poderlo
evitar, se enamoraron, Mura los tuvo que matar matar, de tan reales como
habían llegado a ser. Pocas veces tuvo que llegar tan lejos.
Ahora Mura vive en el asilo; aquí la cuido yo. ¿Que quién soy yo?... Pues no
tengo muchos recuerdos, la verdad. Me parece que llegué al asilo hace poco,
unos días antes de que viniese Mura. Creo.
124-HALCÓN CIEGO
Miguel Cobaleda
30-04-2023
Había estado yo en el almacén hacía poco y me dí cuenta de que no podíamos
demorar mucho el rito de la segunda luna: las provisiones no es que faltasen
aún, pero no tardarían en escasear.
Y en efecto, al volver Halcón Ciego y yo esa noche de una de nuestras
correrías, comprendí que todos estaban ya en el secreto: se acercaba el rito
de la segunda luna.
Cuando el grupo decide que nuevamente ha llegado la ocasión del rito, las
cosas cambian sutilmente entre nosotros; las relaciones, las palabras, ese
despreocupado gesto que normalmente tenemos, ese continuo ir y venir de
bromas ligeras, todo eso se corta, y las cosas se vuelven serias, solemnes:
nos saludamos con respeto, nos inclinamos al pasar, hay una cierta sutil
perturbación y una sacralización de todos los gestos.
Por supuesto, antes del rito de la segunda luna hay que prepararse. Se trata
del rito en el que se sustenta toda nuestra sociedad y en el que descansa la
estructura de nuestras relaciones, y hasta nuestra supervivencia misma. No
lo podemos tomar a la ligera, y no lo tomamos; somos conscientes de la
importancia del rito de la segunda luna.
Yo qué sé... para mí esta vez no era igual que otras. Tenía yo una extraña
sensación, un como saber sin saber, una de esas ocasiones en que tu
intuición, basada quién sabe en qué, en avisos inconscientes que sientes sin
sentirlos, te indica extraños temores. Como todo llega, llegó la segunda
luna. En silencio, como el rito prescribe, nos reunimos en torno a la piedra
sagrada, rodeándola, sobrecogidos, solemnes. El sacerdote comenzó a sacar
los nombres. Fueron apareciendo todos, fue apareciendo el mío, y al final,
el último como yo temía, el de Halcón Ciego.
Quizá también lo temiese, quizá mi intuición se le había contagiado o tuvo
él la suya propia, pero no pareció extrañarse, dio la sensación de que lo
esperaba... o quizá todos lo estemos esperando. Quizá todos sepamos que,
antes o después, seremos protagonistas del rito de la segunda luna.
A partir del momento en que fue elegido, Halcón Ciego se transformó en un
ser sagrado. En él, en sus actos futuros, descansaba la continuidad de
nuestro grupo, la mera supervivencia. Yo no quise influir (en ningún caso
hubiese influido) y a pesar de la amistad de tanto tiempo no intervine;
hasta me alejé de él, pues el elegido en el rito de la segunda luna de
alguna forma cambia y aunque aparentemente siga siendo el mismo, ya no
vuelve a serlo nunca más.
La liturgia supone, aconseja, que no debe pasar mucho tiempo entre el rito
de la segunda luna y el acto definitivo, y en esta ocasión, por voluntad de
Halcón Ciego, ese tiempo fue más breve aún de lo acostumbrado: unos días
después, al atardecer, salimos del campamento y nos dirigimos al lugar.
Llegamos ya en plena noche, la tiniebla solamente era cortada por las
flechas de luz que en riada incesante pasaban bajo nosotros, y pasaban, y
pasaban...
Dejamos solo a Halcón Ciego en lo alto del viaducto y los demás bajamos a
agazaparnos en la sombra. Le vi buscar con la mirada su objetivo preciso,
naturalmente en la lejanía, y de repente supe que había elegido y supe cuál:
uno largo, con aspecto de ir muy cargado, no excesivamente rápido. Lo vi
desfilar delante de mí y acercarse al viaducto y un momento antes de que
llegase, Halcón Ciego, en un gesto elegante, extrañamente lento, se lanzó
sobre él.
Aterrizó justo encima del capó de la berlina azul y su rostro se estrelló
contra el cristal del parabrisas. Naturalmente el conductor tuvo que frenar
(el rito así lo enseña y la liturgia así lo manda). Nos acercamos con toda
rapidez, retiramos el cadáver de Halcón Ciego y abrimos las puertas: era una
familia, un matrimonio y dos hijos, una niña como de diez o doce años y un
pequeño de dos o de tres. Los matamos a todos rápidamente, excepto al niño
pequeño, cargamos con todo lo que pudimos coger y regresamos al campamento.
Nuevamente la despensa vuelve a estar llena, tardaremos un tiempo en tener
que repetir el rito de la segunda luna.
Me he quedado con el niño pequeño. Le he llamado Halcón Ciego y le voy a
enseñar a cazar.
125-LA LADERA DE LA COLINA
Miguel Cobaleda
07-05-2023
Acababa yo de salir de una larga y dolorosa enfermedad.
El dolor es un aislante tenebroso, y es capaz de simplificar hasta el más
complejo planteamiento. Cuando cesa, ese estado pasivo de no dolor se vuelve
la felicidad, y en su seno descansas como en un puerto seguro.
Había cogido el coche y conducía entre árboles por una carretera recta y
solitaria, dejándome llevar por el camino y por la paz de la tranquila
naturaleza.
Le vi, andando despacio, al lado de mi coche, casi como una aparición. No
hizo gestos concretos para solicitar ayuda, pero le recogí y subió. Hablamos
lentamente.
– Vivo allí –me dijo–, en un cementerio que está en la ladera de aquella
colina. Al caer la tarde suelo bajar y acercarme al pueblo.
****
– Ella sigue en esa aldea, en una casita en las afueras. Me acerco y la
contemplo tras las ventanas. Es una gran sensación de paz y de alegría.
Luego me vuelvo a mi colina, con las primeras estrellas.
****
– Nunca ha habido, nunca habrá, mujer como ella...
****
Y me habló de la mujer de tal manera que mi curiosidad y mi interés se
encendieron vivamente. Comprendí que mi acompañante me invitaba a visitarla,
a ir con él en su peculiar excursión vespertina...
Así empezó mi historia. Tenía razón en todo, la mujer era diferente,
inimitable, suprema. Nunca ha habido, nunca podrá haber, otra que se le
parezca. Por eso todos los días, al caer la tarde, abandono mi tumba de la
ladera y me bajo hasta el pueblo, despacito, para verla. ¿Quiere usted
acompañarme esta vez, y conocerla?
126-NO DISCUTIR LA TARIFA
Miguel Cobaleda
14-05-2023
Mato por dinero. Lo que sea que me encarguen, no solamente seres humanos, no
solamente varones, no solamente adultos, también de otras especies, también
mujeres, también niños, todo lo que haya nacido y pueda morir.
A veces me pregunto si es realmente por dinero, si soy un simple asalariado,
un esbirro. La pregunta tiene sentido porque me gusta matar, mataría aunque
no me pagasen. Me pagan, cierto, y muy bien, soy aceptablemente rico, pero
me adaptaría a una miseria digna si no me pagasen por matar, pues yo
seguiría matando y no conozco otro oficio. Que no conozca otro oficio
implica que no soy alguien especialmente dotado, ni siquiera listo. Matar es
muy sencillo, yo sé matar y no sé otra cosa, si no hubiera hecho de matar mi
oficio, estaría pidiendo limosna porque no se me da bien nada más.
Aunque... Quizá sí que tengo cierta aptitud, cierta destreza... No
precisamente inteligencia o talento, que no, pero sí alguna clase de
habilidad. Por ejemplo, cada vez mato mejor, ya no lo hago como cuando
empecé, un poco a la buena de Dios, aquí te pillo aquí te mato (que es un
dicho cabal y es como yo lo hacía). Ahora soy capaz de planificar, no
grandes planes, entiéndaseme, pero sí listas de pasos a seguir (estudiar a
la víctima, comprobar sus horarios, cotejar sus costumbres...), objetos que
preparar (armas, venenos, disfraces...), explicaciones y coartadas. La
prueba es que nunca me pillan, jamás he estado en peligro de acabar en
presidio y ni siquiera en un tribunal. Soy bueno en esto, mato bien.
Claro, que yo no mato por mí mismo: soy alguien limitado, aunque no tan
limitado. Diseño planes para que maten otros, pero he comprobado que el
mejor modo de hacerlo es suponer que lo hago yo en persona, aunque luego
delegue en los verdaderos asesinos (gente sanguinaria que muchas veces
estropea mis planes cuidadosos y terminan, ellos sí, en la cárcel). Me dicen
qué victima, estudio sus costumbres, invento el sistema mejor, lo planifico
bien con toda minuciosidad, escribo un informe y se lo entrego al que me
paga, luego él hace con mi informe lo que mejor le parece, ya digo que a
veces lo confunden todo y se meten en líos.
Cuando digo que me gusta matar, es que me gusta; no mato porque soy cobarde
y sé que es relativamente sencillo que te atrapen, pero me haría disfrutar
si me atreviese, bueno, como a cualquiera. Hay veces que estoy tentado de
decirle al cliente: déjeme usted a mí que yo se lo mato... pero claro, el
que paga quiere disfrutar él, no que le quiten el caramelo de la boca.
Mucho trabajo de calle –que en realidad no me satisface– para seguir a las
víctimas y comprobar detalles, pero luego me meto en mi despacho con folios
en blanco –no uso ordenador, ese engendro diabólico–, hago diagramas,
dibujos, croquis... todo muy limpio y profesional. Si lo siguen punto por
punto, pueden matar sin consecuencias.
Cobro una cantidad fija por muerte, me da lo mismo que quieran asesinar a la
mascota de un vecino, que a su santa esposa, o al sobrino que les espera
heredar; mi tarifa es fija, lo que suele gustar. Tengo clientes que se
aficionan a mi forma de trabajar y me encargan muertes y más muertes, les
sean necesarias o no. Hay uno de ellos que se ha cepillado a su madre, dos
hermanos, dos esposas (¿o son ya tres?), cuatro hijos, dos compañeros de
trabajo y el dependiente de la charcutería, no para; me acaba de pedir un
plan para ejecutar –nunca dice “asesinar”– al bebé de una vecina que no deja
de llorar, estoy seguro de que no es por eso, es que le ha cogido el gusto y
está enviciado. Se salva porque es cliente antiguo, pues la vecina del bebé
llorón me ha encargado un plan para asesinarlo a él, pero quien tiene
prioridad la tiene. Además, la madre ésa es muy tacaña, mientras que él
nunca discute mi tarifa.
127-CINCUENTA Y CUATRO SEMANAS
Miguel Cobaleda
21-05-2023
En el diálogo entre el Muy Insigne Preboste y su adjunto no se sabe muy bien
quién es quién, así que hay que hacer conjeturas, acertadas en todo caso.
– Esto de las cincuenta y cuatro semanas ¿me lo recomendó Lissa?.
– No, fue Felissa. Aunque esos nombres distintos de esposas distintas son
anteriores al Edicto correspondiente.
– Me confundía mucho ese parecido de los nombres...
– Si, Lissa, Elissa, Felissa, Eloissa, Clarissa... del Grupo de las Issas.
Aunque peor era el grupo de las Menas, Agramena, Catormena, Fraganmena,
Saturmena, Cantamena, etc. Ya no hay confusión, ahora se llama Rachel, las
cincuenta y cuatro mismas.
– ¿Tantas? ¿Mismas?
– Cincuenta y cuatro esposas. Que son la misma esposa, según el edicto que
promulgaste.
– ¿Una cada semana?
–Eso es. Tenías trescientas sesenta y cinco, pero promulgaste un edicto
reduciendo días anuales a semanas, así que ahora son sólo cincuenta y cuatro
(te estabas agotando).
– Un descanso... Aunque todos sus palacios sí me parecen el mismo.
– Bueno, es que lo son... A ver: cada una tenía un palacio propio, todos
distintos, pero una noche, al salir de la alcoba de... Fundasinta, creo,
tropezaste con una mesilla y te rompiste la nariz. Entonces promulgaste un
edicto obligando a que los cincuenta y cuatro palacios fueran todos iguales.
– ¿Idénticos?
– Indistinguibles. O, más técnicamente, indiscernibles.
– ¡Qué aburrimiento!... Al menos cada concubina será diferente, supongo.
– Esposa, no concubina. Y no, no son diferentes. Lo eran, pero cuando a
Gelalita la confundiste con Martalita y la llamaste Hasalita, para no volver
a equivocarte promulgaste un edicto obligando a que todas las cincuenta y
cuatro esposas fuesen idénticas, clones, y se llamaran igual. Ahora son
indistinguibles y se llama Rachel.
– Se llaman, plural.
– Se llama, singular. Está entrenada para responder lo mismo y decir lo
mismo y gesticular lo mismo. Incluso gime lo mismo en cada momento del acto:
Addenda 328 del Reglamento del Coito/54 esposas mismas idénticas.
– ¿Tantas addendas?... ¿Qué dice la addenda 327?
– “A la orden del Preboste ‘desnúdate’, la esposa responderá ‘hazlo tú, mi
señor y dueño’ [ruborosa, tímida]”.
– ¡Ah...! ¿Y si dicen, qué sé yo... ‘mi dueño y señor’?
– No puede suceder por su identidad, pero si sucediera (que no)... hay
repuesto. Según el edicto que promulgaste al efecto, hay siempre un retén de
diez esposas suplentes idénticas, bien entrenadas. Si una dice al revés lo
que tiene que decir al derechas, se la sustituye por otra esposa.
– ¿Diez?... Será una, una otra esposa misma, imagino.
– Claro.
– ¿Qué pasa con las esposas sobrantes, es decir dentro de lo idéntico de su
mismidad?
– Según el edicto que promulgaste al respecto, son reeducadas y devueltas al
servicio activo. Cuando hay excedente, se entregan al mercado general. Es
lógico, todos los varones del reino desean esposas idénticas a las del
Preboste Insigne, se agotan enseguida, hay una demanda colosal. “Idénticas”
es la palabra clave.
– Entonces, para mí, cada semana es igual a la semana anterior y a la
posterior. Según yo, siempre me acuesto con la misma mujer.
– Pues sí. Es lo que Leibniz llama la identidad de los indiscernibles:
{∀x, ∀y [∀P (Px ⇔ Py) ⇒ (x = y)]}
– Y así será hasta que me muera, imagino.
– Hasta siempre, no sólo hasta que te mueras. Promulgaste un edicto
obligando a que todos los Insignes Prebostes que se fueran sucediendo
generación tras generación, siglo tras siglo, fuesen idénticos,
indistinguibles, o sea: el mismo. Es decir, un solo esposo Preboste y una
sola esposa: poder infinito idéntico y monogamia absoluta.
– ¿Seguro que todos los anteriores y los posteriores Prebostes soy yo, un
único Preboste eterno? ¿Cincuenta y cuatro noches la misma y única esposa
para el siempre idéntico yo?
– Seguro. Está recogido en...
– No me lo digas: en un edicto que promulgué al efecto.
–Bueno, si: un único edicto siempre mismo.
128-EL TRABAJO DEL SOLDADO
Miguel Cobaleda
28-05-2023
Franky nunca hubiera pensado en marcharse del sangriento campo de batalla si
la batalla se hubiera perdido: su valor individual, su creencia en la
dignidad del soldado y un cierto orgullo de casta hidalga le habrían hecho
quedarse a entregar el último suspiro en medio de la derrota, como debe
hacer cualquier guerrero que tenga pundonor. Pero como la batalla estaba
ganada, el enemigo superviviente –pocos– había escapado y la mayor parte de
los adversarios eran cadáveres tirados sobre la tierra roja, ya no se
trataba de una cuestión de honor el quedarse, así que se acercó a la figura
inerte de su amigo Ron para tratar de salir de aquel paisaje de muerte. Ron
estaba malherido, inconsciente. Franky cargó a Ron sobre su espalda y se
encaminó con paso titubeante hacia la aldea detrás del bosquecillo, porque
le constaba su ineficiencia, su falta de conocimientos médicos y su carencia
de habilidad “quirúrgica”, así que pensó que, fueran cuales fueran las
heridas de Ron, lo mejor era llevarlo a la aldea para procurar que en ella
fuese atendido en alguna institución sanitaria, siquiera un consultorio o
acaso una pequeña clínica rural.
FRANKY– No está lejos ese pueblecito, seguramente otros heridos habrán
bajado también y los médicos nos estarán esperando, deben de haber oído el
rumor de la batalla.
RON– Franky, no eres una mula. Te agradezco mucho el esfuerzo, pero si me
dejas en el suelo seré capaz de caminar por mí mismo, bastará con que me
ayudes un poco.
FRANKY– Ni hablar. No sabemos cuánta sangre has perdido. Además, si te dejo
en el suelo y luego resulta que no puedes caminar, tampoco podré volver a
levantarte. Esa aldea no está tan lejos.
RON– Mucho más lejos de lo que parece desde aquí, el propio bosque lo tapa y
alarga el camino. Y aunque las penurias de la contienda me han hecho
adelgazar, todavía peso más de ochenta kilos. Nadie puede caminar varios
kilómetros con ochenta kilos a la espalda.
FRANKY– No son varios kilómetros, uno como mucho. Dejemos de hablar de esto,
por favor.
RON– Sí, pero cambiar de conversación no acortará la distancia. ¿Estás
seguro de que hemos ganado?
FRANKY– Gana, ganar... nadie gana una batalla, acaso los muertos... Creo que
sí... me pareció ver que su guardia real huía a todo correr, y la mayor
parte de los cadáveres son de ellos.
RON– Es que no me gustaría marcharme si hemos perdido...
FRANKY– A mí tampoco, pero hemos ganado. O algo así.
RON– No sé por qué era la lucha. ¿Un asunto territorial?
FRANKY– Ni idea, los jefes lo sabrán, yo no he preguntado a nadie.
RON– Dejarse matar sin saber por qué...
FRANKY– O matar sin saber por qué, que también es horrible. He llegado a la
conclusión de que los soldados nunca sabemos por qué luchamos. O sí:
luchamos porque somos soldados y nuestro trabajo es luchar.
RON– Lo que me asombra es que, cuando ganamos nosotros,
FRANKY– Todos los soldados de todos los bandos somos nosotros, los mismos. Y
no ganamos jamás.
RON– Ya... Cuando ganamos nosotros no se distingue de cuanto perdemos, nunca
sé qué cambia en cada caso.
FRANKY– No cambia nada. ¿Qué más da que el amo del norte sea ahora el amo
del sur, o que ese amo haya perdido el mando y ahora mande otro amo
indistinguible?
RON– Claro... ¿Se ve ya el pueblo?
FRANKY– Sí, estamos en el camino, ésas de ahí son las primeras casas. Espero
que haya un médico. No he mirado tus heridas, no sé cuántas son ni de qué
gravedad.
RON– Tengo un tiro en la pierna derecha, y una bala me ha rozado la cabeza,
por eso perdí el conocimiento.
FRANKY– Enseguida te curarán.
Cuando Franky dejó a Ron sobre la camilla del consultorio, pareció que el
cansancio infinito de transportar a su amigo le derrumbaría, el sanitario
llegó justo a tiempo de ayudarle antes de que se desmayara por el esfuerzo.
MÉDICO [A Ron]– Tiene usted una rozadura sin importancia en la frente, la
bala no ha dañado nada más que la piel del cráneo. Pero hay una herida de
bala en la pierna derecha, ha atravesado el miembro aunque no ha roto el
hueso. De todos modos no comprendo cómo ha podido caminar hasta aquí con ese
agujero.
RON– No he venido andando, mi amigo me ha traído a cuestas todo el camino.
MÉDICO– ¿Su amigo? ¿Éste de aquí?
RON– Sí, Franky, ese soldado, el que me ha traído.
MÉDICO– Imposible. Su amigo tiene en el ojo un disparo que le ha atravesado
la cabeza y sin duda le ha destrozado el cerebro, con seguridad que murió en
el mismo instante en que recibió ese balazo.
129-A BOSTON O A
SAN FRANCISCO
Miguel Cobaleda
04-06-2023
He perdido una fortuna (varias fortunas) en los juegos de azar del casino:
una primera fortuna mía propia, después otra fortuna heredada, luego varias
caridades de mis amigos, más tarde sablazos a conocidos, finalmente la
fianza del hotel, la ropa que llevaba puesta y las limosnas que me dan aquí
en la puerta. Pero no soy exactamente un ludópata. Mi caso es más bien la
deriva personal de una vida que se despeña, el irse dejando dejando hasta
descansar en el fondo del abismo. Soy un ejemplo pedagógico de cómo empezar
en la cumbre y terminar en el fango. En estos momentos solamente tengo (y no
es mío, sino que el acreedor renunció a despojarme también de eso, por
piedad, por decoro, porque no vale nada) un slip gastado que me cubre la
desnudez más cruda, sin chanclas, sin camisa, sin calcetines, con una moneda
que tiro al aire para apostar conmigo mismo si el siguiente que aparezca por
la esquina será hombre o será mujer, todo antes que dejar de jugar. Por
cierto, la moneda no es una moneda, sino una chapa vieja a la que le he
grabado una cruz por un lado y una cara por el otro, para poder echarla al
aire y seguir el juego.
No me gusta jugar, de hecho, lo hago por obligación, soy como un monje
ascético que jamás haya conocido mujer, pero que en realidad sea un rijoso
hijo de puta más lascivo que el propio lucifer, sólo que convencido de que
tiene que renunciar a los placeres de la carne por un decreto superior que
le ha sido impuesto. Como un glotón que sólo coma judías verdes y brécol,
atrapado por una obligación vegetariana a la que haya sido encadenado por un
poder dominante. Un ladrón que nunca le quite ni una oblea a un niño ni una
moneda a una vieja, por entender que su destino tenga que ser la austeridad
más cruda. En fin, soy como un gobernante que desee fervientemente ser
súbdito, pero que se vea obligado a fingir vanidad, mentira, ambición,
cinismo, desvergüenza y corrupción empujado por una obligación que le
trasciende. Como habréis notado, algunos de los ejemplos que pongo son
contrarios a mi caso. El monje es en realidad un libertino, aunque se
comporte como un asceta. El glotón es un glotón aunque coma como un
anoréxico. El ladrón es un ladrón, pero no roba... El gobernante es el único
que se me parece: es un buen hombre –súbdito in pectore–, pero es un
malnacido a su pesar por la obligación a que se ve sometido. Es mi caso: yo
no soy jugador, juego por la obligación moral de dar ejemplo con mi
historia. No se trata de dar ejemplo para que los ludópatas reflexionen
antes de perderlo todo en unos juegos de azar que son todo menos azarosos.
Ni se trata de corregir la estupidez general de los turistas que vienen a
estos lugares a dejarse lo que no está escrito. Allá ellos con sus
miserables destinos los ludópatas; y los turistas, si son idiotas, pues que
los desplumen. No, no se trata de hacer pedagogía de esta clase. De lo que
se trata es de establecer un arquetipo de perdedor absoluto, una señal, un
mojón, una especie de cartel que diga: “Por la derecha va usted a San
Francisco, por la izquierda va usted a Boston, y si sigue derecho irá usted
a la perdición”.
No ha sido idea mía escoger este rol de señal indicadora hacia la
desolación. Yo estaba cesante, eso sí, y me hubiese acogido a cualquier
tarea, así fuese recogedor general de cagadas de perro, ministro o concejal,
o algo igualmente espantoso y humillante, pero lo que había es lo que hago,
fingir que soy un ludópata desnudo en la puerta de un casino y que lanzo al
aire una chapa para seguir acertando –o no– si será hombre o será mujer el
siguiente parásito que asome por la esquina. A veces creo que me ha sido
dado el poder de decidir, es decir, que al tirar al aire mi chapa y saber de
antemano lo que saldrá, decido que el sujeto que ya se acerca y que todavía
no es nada, será hombre o será mujer: asigno sexos, roles, destinos, vidas,
historias, recuerdos, proyectos, vivencias. Soy como Dios, pero en
calzoncillos y con un trozo de metal aplastado. No echo de menos las
fortunas perdidas, no eran mías, me las entregaron como parte del equipo
profesional de ludópata señalero, pero sí que me acuerdo de cuando estaba
cesante y no tenía ni trabajo ni bienes de fortuna. La verdad es que, cuando
me vi rico, a punto estuve de no jugarme nada –ya he dicho que no me gusta
jugar–, de meter ese dinero en un banco a buen recaudo, de dimitir de
señalero moral y dedicarme a vivir de las rentas. No hubiese pasado nada, lo
que te entregan te lo entregan sin recibos ni responsabilidades, pero uno
tiene su propia conciencia y no quise faltarme al respeto a mí mismo. Y
ahora estoy desnudo, con un taparrabos y una chapa adivinando el futuro de
los desconocidos que aparecerán –o no aparecerán– detrás de la esquina.
No he dicho aún que no hay esquinas, ni casino, ni puerta, ni gente, ni
nada. Yo sí que soy, sí que estoy casi desnudo menos un slip de color azul,
sí que tengo una chapa en la mano y sí que la lanzo al aire. Pero no hay
nada más: cuando lo perdí todo, lo perdí todo. O sea, todo. [El slip es una
caridad, no es propiamente mío; la chapa es la tapa aplastada de un botellín
de cerveza, no es realmente de mi propiedad, mejor será que vayáis hacia San
Francisco, o hacia Boston].
130-EL GAS
Miguel Cobaleda
11-06-2023
Nunca he sido hábil con las manos... No creí que me costase tanto
arreglarlo... El frío ha sido siempre mi peor enemigo, pero yo creo que
ahora ya sabe que estoy indefensa, y demasiado vieja como para poder pensar
en nada... Los años han ido haciendo grietas en las cosas, en las paredes,
en las ventanas, en las puertas... que se colaba ese aire maldito por tantos
lugares, que no me era posible luchar contra él... Ha crecido el viento frío
con los años, o mis huesos se han ido haciendo cada vez más sensibles a sus
ataques... No sé... una de las dos cosas, o las dos a la vez... Pero estaba
acabando conmigo, me estaba matando. ¿Y qué le respondo al casero cuando me
dice que por el alquiler que pago no tengo derecho ni siquiera a que tape
una grieta?
Pero por fin he encontrado la solución... el destino ha sido cruel conmigo y
hasta el detalle ridículo me ha hecho soportar. ¿Qué le podía importar a
nadie, y al destino menos, mi pequeña manía inocente de coleccionar velos de
novia?... Hubo un tiempo en que creí que yo sería una novia en el día de su
boda, algún día... Hubo un tiempo en que confié que lo sería... Hubo un
tiempo en que deseé serlo de tan desesperado modo, que junté mi ajuar a
lágrima viva, con el tesón de la desesperación más honda... Hubo un tiempo
en que esa colección de velos de novia sin novia, estúpidos metros de gasas
y tules, fue mi única distracción, tal vez mi remedio para la locura, mi
pequeña locura que me salvaba de la grande y definitiva... Y ahora el
destino me enseña a usar mis gasas para taponar los huecos de las paredes,
de las ventanas, de las puertas... Y no lo he hecho mal, si se tiene en
cuenta lo torpe que soy, y que las gasas no son precisamente lo mejor para
conseguir un burlete adecuado... Cada gasa me ha traído un recuerdo,
especialmente las primeras que compré, cuando todavía creía... cuando
todavía esperaba... Y al ceñir cada metro y torcer su tejido, era como si se
fuese torciendo cada vez un poco más este corazón mío que nunca se
acostumbra...
De lo que estoy orgullosa es de la 'técnica'... esa ha sido una idea mía y
sólo mía, y ha salido bien y lo he resuelto. Ni siquiera recordaba la cera
de abeja, estaba tan negra que parecía pez, me acuerdo de aquella época, de
las velas de olor, de mis pobres intentos de buscarme una artesanía que me
permitiera salir de mi encierro y tratar con otras gentes... Bueno, pues
ahora me ha servido, y la pasta de cera blanda empapando las gasas y los
tules y los tafetanes, ha resultado ser un burlete que podría patentar para
hacerme rica. Pongas donde pongas la vela encendida, la llama no oscila ni
siquiera un poco, no hay una corriente por pequeña que sea en toda mi casa,
las grietas están cerradas, las ventanas clausuradas, las puertas son por
fin las puertas que siempre soñé, seguras y firmes en su sólida defensa.
Ya puedo irme tranquila a la cama, que intenten los vientos de la noche
llegar hasta mí, que lo intenten si quieren estrellarse en la muralla de mi
ingenio. Por una vez en la vida no voy a tener frío, no se va a colar ese
gélido enemigo por entre las sábanas y las mantas para llegar a mis huesos y
helar sus entrañas.
Tengo la sensación de haber ganado una batalla importante, me siento
triunfadora por una vez, como si todas las derrotas de mi vida entera fuesen
ahora menores, como si vencer en este com-bate tan humilde me hubiese
devuelto un poco de energía. Miro a través de los cristales, ahora
herméticos, pego el oído a las puertas, ahora estancas, y me siento
defendida, a salvo de enemigos que se valían de mi debilidad, a salvo de
ataques que nunca pude controlar. Un escalofrío, esta vez de victoria, no de
frío, me recorre la espalda y me voy a mi cama con el aire satisfecho del
general que ha dispuesto sus tropas de tal modo, que el enemigo tendrá por
fuerza que capitular y rendirse. A la cama pues, a saborear mi triunfo.
¡Un momento!: Casi se me olvidaba dejar abierta la espita del gas...
131-BOTELLA
Miguel Cobaleda
18-06-2023
Hace tiempo trabajé de genio en una botella. El procedimiento para utilizar
mis servicios era frotar la botella y, al presentarme yo, pedirme un deseo.
Estaba obligado por contrato a conceder lo que fuese. Siempre eran bobadas,
la riqueza, la fama, el amor de algún tonto o tonta de carnes más o menos
jóvenes, palacios, criados, honores...
Estuve con dos niños un verano entero. Digo niños porque no sé cómo
llamarlos, la niña tenía trece años, el niño once, estaban en la linde, al
año siguiente ya no hubiesen creído ni en genios ni en botellas. Pero me
encontraron en el desván de la casa de vacaciones, justo en el verano en que
todo era posible.
Pedían muy bien, con mucho sentido, siempre cosas interesantes, útiles
(alguna pequeñez, a veces, claro: la niña me pidió ‘por favor, por favor,
genio, que no me salgan granos como a mi hermana mayor’), aprendí mucho con
ellos.
No me importaba nada que estuvieran todo el rato pidiendo y tuviese que
andar yo de zascandil constante de acá para allá haciendo y deshaciendo, y
trayendo y llevando. Por una parte era mi trabajo, pero es que además tenían
mucho tino para pedir, si pedían tanto no era egoísmo ni estupidez, ni bobos
caprichos, sino curiosidad y generosa compasión (pedían muchísimo para
terceros: ‘que mi padre sepa que existo’, ‘que el novio de mi prima apruebe
el examen’, ‘que la tumba de mamá esté siempre llena de flores’, ‘que no
llueva durante la fiesta del pueblo y pueda bailar todo el mundo’... y así).
Vimos los tres con pena acercarse el final de las vacaciones, comprendíamos
que era una despedida, a la ciudad no podían llevarme con ellos, nos
juramentamos en vernos allí mismo al verano siguiente. Pero nunca volvieron.
Han pasado muchos años, dejé la botella después de una larga cura a base de
voluntad y constancia, sigo viviendo en el pueblo sin gran cosa en qué
ocuparme...
He construido un techo para el galpón donde se baila y se celebran las
fiestas, ahora ya puede siempre bailar allí todo el mundo. Le escribo de
cuando en cuando al padre de la niña para recordarle su nombre. Cuido de que
haya flores en la tumba de su madre y también en la suya y me maldigo a
diario por la viruela que la mató pues, sin granos delatores, nadie supo lo
que era y no pudieron salvarla.
132-DUDAS
Miguel Cobaleda
25-06-2023
Abrazo tiernamente a mi hermano y a mis sobrinos cuando vienen a visitarme,
les agasajo con todos los regalos y viandas y lujos que puedo imaginar, en
la corte todos se hacen lenguas del amor que nos une. No es amor, son dudas.
Tengo un carácter cambiante, dubitativo, indeciso, que siempre me ha traído
por la calle de la amargura. Nunca tomo a tiempo las decisiones adecuadas
(ninguna decisión), naufrago en un mar de dudas cada vez que lo intento,
abrazo a mi hermano por lo irresoluto que soy.
No sé si matarle o encerrarle en la mazmorra más honda del castillo, para
que no me dispute la corona.
Si le mato, dudo si sólo a él o también a sus hijos, que pueden heredar su
ambición de reinar.
Si no le mato y le encierro para siempre, dudo si aquí mismo, por tenerlo
cercano, o en remoto lugar en la frontera del reino para no volver a pensar
en él.
Si le mato, tengo dudas de la clase de muerte, rápida que me ahorre
lamentos, lenta para que me sirva de placer.
Si mato a sus hijos, no sé si después que a él o, mejor sería, que le vayan
por delante y lo contemple.
Si no le mato, no sé si por ahora y matarle mañana, o no matarle nunca,
esperar que se muera.
Le abrazo por las dudas, pero no es amor fraterno. Con todos los demás me
pasa lo mismo. Por eso la gente me quiere tanto, supongo.
133-VIRATA Y YO EN LA ÚLTIMA PLAYA
Miguel Cobaleda
02-07-2023
Virata y yo estamos sentados en la playa, sobre la arena, contemplando el
vaivén cansino de las olas. Llevan en ese plan algo más de cuatro mil
quinientos millones de años, pero les queda poco tiempo de bailoteo y
caracoleo. Este ocaso es el último ocaso porque el sol, esta noche, no sólo
se esconde detrás del giro del planeta, sino que se apaga, esta luz es la
luz final de todas las luces. Virata y yo somos testigos del término
absoluto del universo. Cuando el sol se meta detrás de la raya que limita el
cielo y el mar, nunca volverá, de modo que el frío infinito del espacio
vacío convertirá estas olas en piedra eterna de un hielo más duro que el
granito, tan duro como las edades sin final de una eternidad gélida.
Hablamos sin palabras, ahora este tipo de diálogo de mente a mente, de
desesperación a desesperación, es posible por fin, el sonido ha dejado de
sonar, o las olas son ya retratos en hielo de sí mismas.
– Mi caso es peor –dice Virata– porque yo he caído desde más alto. No
olvides que fui señor de ejércitos y naciones...
– Puede, pero hay otro modo de mirarlo: como yo nunca he estado tan alto
porque he sido mendigo olvidado, humildísimo intocable, invisible relator de
cuentos que nadie escucha, rezador a dioses sordos en los templos que no
existen (los templos, los dioses), soplo de sombra sin nombre, mi caída es
mucho mayor que la tuya porque siempre he estado cayendo, nací cayendo, mi
esencia es caer incesantemente; tú ya has llegado al final, al patio de los
perros, yo nunca llego a mi final porque seguiré cayendo cuando la piedra
fría de estas olas muertas se deshaga en el tiempo. Y seguiré y seguiré, mi
caída es el único recuerdo que permanecerá eternamente de este cosmos
perecedero y trivial, un recuerdo sin memoria ninguna que lo recuerde.
– Haces que suene muy triste, casi me dan ganas de llorar, no lloro porque
no quiero que mis lágrimas inunden este océano que ya empieza a secarse. Te
imagino cayendo cuando la nada lleve un trillón de eones siendo la nada, y
se me parte el corazón.
– Tú ya no tienes corazón, se lo han comido los perros.
– No exageres; empeoras el relato más allá de las intenciones de su autor.
– Para eso lo escribió, supongo. Al menos yo escribo para que mis lectores
– ¿No has dicho que no tienes?... “Invisible relator de cuentos que nadie
escucha”.
– Me he dejado llevar... Decía que yo escribo para que mis lectores cojan
mis relatos donde yo los dejo y los lleven mucho más lejos, los lancen al
firmamento negro de la eternidad como se lanza una piedra para que llegue al
otro lado del río que sólo tiene una orilla. ¿Recuerdas el cuento de “La
Pitita”?
– No se llama así.
– Claro... Bueno, si yo fuese un lector de ese relato y no su autor, lo
tomaría donde él lo deja, me llevaría todos los esquejes de esa planta
misteriosa e iría de pueblo en pueblo, de puerta en puerta, regalando un
rosal asesino a cada quien que lo aceptase (a sabiendas de su letal
naturaleza, claro, sobre ese particular no hay engaño, los rosales son
homicidas, como sabe todo el mundo).
– O sea, que conviertes una muerte en un holocausto...
– Todas las muertes son holocaustos.
– Ya...
– ¿Recuerdas la historia del “Viejo del millón de años”?
– No se llama así.
– Claro... Bueno, si yo fuese un lector de ese relato y no su autor, lo
tomaría donde él lo deja, haría que todos los habitantes de ese lugar
viviesen un millón de años, o sea siempre, y nadie pudiera adivinar sus
fechas.
–Es lo que sucede, en realidad, no creo que hayas inventado nada, te limitas
a sembrar de “siempres” los surcos del tiempo. Todos vivimos un millón de
años, o vivimos un único milisegundo, todas las duraciones duran lo mismo,
el tiempo no existe ni sirve para medir la vida. Y nadie sabe nuestra fecha
porque mientras dure el millón de años o dure el milisegundo, la fecha no ha
sido escrita... Otra cosa: ¿cómo seguirías mi historia donde su autor la
dejó?
– Te volvería a encumbrar a lo más alto, jefe de naciones y ejércitos, un
camino inverso, desde el patio de los perros a las alturas de la púrpura.
– ¿Para volver a despeñarme, eternamente subir y bajar?
– No, te dejaría en alto para siempre, un purgatorio sin cielo y sin
infierno.
–Ya veo...: la palabra “siempre” es la esencia de todos tus relatos.
– Así es, Virata, es la única palabra que existe.
– ¿No era “nunca”?
– Son la misma.
134-PAPELERA
Miguel Cobaleda
09-07-2023
Mi papelera inventa papeles míos rotos que yo nunca he tirado.
Esta historia misma no es mía, la recogí de mi papelera, recompuse más o
menos el puzzle, pegué los trozos que pude, descifré mi propia-apócrifa
escritura y transcribo aquí la historia, [los trazos entre corchetes son
añadidos por mi cuenta, corresponden a partes ilegibles donde las rasgaduras
son más lesivas].
Desde mi punto de vista –y por ahora– todo son ventajas, pues me da las
historias a cambio de nada, me enseña nuevas palabras ampliando mi
terminología; a veces –tachándose a sí misma– me hace ver que me repito, o
pongo demasiados adjetivos, o tiendo a la anáfora.
No quiero hacer una lista completa de las historias que son suyas, porque
temo que resulten las mejores, las más inspiradas; citaré solamente ejemplos
sueltos poco comprometidos. Verbigracia: palabras. En algún sitio aparece la
palabra ‘zacuto’, que yo no conocía; o la palabra ‘cofa’, de raigambre
marinera, que tampoco sabía y la papelera me enseñó.
Tiene cierta predilección por las historias tiernas, casi todas las
lacrimógenas son de su cosecha (podríamos decir que todas, si se tiene en
cuenta que las otras las he escrito yo imitando su estilo). [Pero no
descarta el formato que llamo de ‘contundencia grosera’].
A veces sólo apunta la historia y me deja a mí terminar el guión, otras me
da finales y debo yo organizar los principios.
Y no siempre es humilde: hace poco recompuse un puzzle que empezaba diciendo
“Al principio creó Dios los cielos y la tierra”... como haciéndose pasar por
autora del Génesis (acaso del propio mundo).
135-AVEFACTO
(Relato antiguo sobre el arte de levantar el vuelo).
Miguel Cobaleda
16-07-2023
De las tres articulaciones esenciales, o iuncturae primae, la que mejor
refleja el espíritu del avefacto es la que flexa el ala en fluxo
descendente, es decir, en doblez escalonada de articulaciones múltiples,
plegada la segunda sobre la primera, la tercera sobre la segunda y la cuarta
sobre la tercera y sobre la segunda, a las que recubre de modo completo,
sobresaliendo del flujo articular solamente la iunctura prima primis, que es
la más expuesta, y por ende, la más delicada. La que flexa el cuello es, por
el contrario, iunctura secunda, y solamente deja expuestos a los
requerimientos consecuentes de la vis inertiae los tegumentos y fibras de
las partes exteriores del enrollamiento superficial, tratándose pues de una
flexión mucho menos delicada y que de todos modos está sujeta a menores
tensiones.Y por lo que se refiere a la iunctura tertia, que flexa las patas,
salvo ser retrógrada y en gradación crescens, no reporta al avefacto otra
utilidad que posarse sobre el terreno, toda vez que el ingenio no deambula
pede proprio.
Cuando las articulaciones del avefacto se hayan desarrollado, bien por
intervención del agente, bien por sí mismas [no está excluida una posible
confabulación entre el ingenio del hombre y la energía de la naturaleza], es
menester replicar con exactitud las dobleces y rótulas que las integran, sus
bisagras y huesecillos, para que, en caso de fallo por imprevista
concatenación de causas segundas, pueda repetirse la prueba con un objeto
similar, pues no sería fiable la repetición en caso de ser muy distinto el
avefacto inicial del avefacto remedo.
Esas articulaciones, bisagras o rótulas deberán ser lo más parecidas posible
a las que la propia naturaleza presenta, ya que en éstas se transparenta el
diseño divino que siempre será, en cuanto espejo de ideas eternas de
impecable perfección, modelo mejor que lo que ensaye torpemente la
iniciativa del avefactor. Y si no fuese en algún caso dable copiar por
entero las funciones y dibujos de las bisagras naturales [las hay de tan
intrincada complejidad que no será fácil su remedo, como es el caso de la
bisagra que dobla la luz dentro del ojo para que su plegamiento forme la
imagen coloreada de las cosas, o como es el caso de las dobleces que
fluxionan la sangre para que active los motores segundos y terceros del
pensamiento], entonces ingéniese el hombre en pensar por sí mismo dobleces
lo bastante sutiles como para que, al menos en la función aparente de su
ejercicio práctico, semejen en cierta forma los resultados de la naturaleza.
Una vez simulado en sus partes el avefacto, conciliados sus materiales en el
cauce formal que lo constituye y que es en esencia una copia del arquetipo
ideal primero, resulta necesaria [y esta es la parte principal de todo el
conjunto de causas eslabonadas] la implantación de su forma esencial, de su
causa agente. No se trata de vida, y este es tema que importa dejar muy
aclarado, por cuanto hay mistagogos condenables que están pretendiendo
insuflar vida en sus artefactos, lo cual contraviene las leyes de Dios, pero
las de la razón y hasta los principios de la lógica formal. No se trata de
vida [y carecería de atractivo, pues vida la hay en exceso y la naturaleza
no precisa para hacerla de mucha ayuda por nuestra parte], sino de causa
agente mechanica, elemento de actividad no dotado de alma, aunque sí de
forma substancial.
Hay una vía intermedia, fina y delgada, sutil, pero que está en un todo de
acuerdo con los planes del maestro de Estagira. Y es esa vía intermedia la
que debemos escoger. Puede ser una fuerza natural [debe serlo, la
confabulación con poderes de otra clase tiene que estar estrictamente
prohibida], como el viento mismo, que sustentará la prueba, o el impulso,
por qué no, del propio avefactor, o resortes ingeniosos de resinas semisecas
[como proponen en su COMPENDIO MECHANICA NATURALIS ESSE el maestro palatino
Alsyus de Présia, o en su tratado DE ANAS FACTUS el ingenioso avefactor
Solominus Restarinus de Plasitermos, ambos basándose en las propias
experiencias, y en tratados de remota antigüedad].
Conseguida la integración de las iuncturae con las formae, y en perfecta
armonía substancial el todo, sujeto el avefacto a la cadena de causas
segundas, y activado el motus incitus, lo suyo es que eleve el vuelo.
136-JUEGO
Miguel Cobaleda
23-07-2023
La partida era a quién resultaba más generoso, por el momento solamente se
trataba de dinero. Las apuestas no eran fuertes, si quedabas primero
escasamente te llevabas los tres amores del monte (se me olvidaba: nos
jugábamos amores). Pero otras veces hemos jugado a generosos poniendo sobre
el tapete el tiempo, y a generosos con la vida. Es decir.
Recuerdo una partida en que salí perdiendo, abandoné el casino con lo
puesto, había perdido todos los malditos recuerdos menos el nombre estricto
(y un crimen lejano que, por olvido, no aposté); esa vez llevaba únicamente
unas miserables dobles parejas, pero un gusano interior me aseguraba –falso
traidor vendido– que los demás estaban más desguarnecidos que yo. En fin,
son las cosas del juego.
No soy un vicioso empedernido, pero me gusta jugar. Eso sí, siempre con
imaginación y entre amigos. La gente compulsiva que pierde las pestañas en
el doble sentido de lo que pierden y del tiempo que pierden jugando, me dan
pena y algo de asco.
A veces he vuelto a casa ganancioso, pero debo reconocer que en el juego se
pierde casi siempre, no sé cómo pasa. Y aunque ganes, a la noche siguiente
pierdes más de lo que habías ganado la noche anterior.
Aunque poco podemos perder aquí encerrados, y siempre contando los tantos de
cabeza: el tiempo, los amores, los recuerdos, las ilusiones... Cuando has
perdido y ganado cien veces cada uno (los amores), cada una (las ilusiones),
los confundes, los cambias, los olvidas, los desprecias. Ahora ya ninguno
somos cada quien, cada cual, cada suyo; de mis recuerdos no sé los que son
míos; de mis ilusiones casi ninguna me ilusiona; de mis amores he olvidado
rostros y nombres. Así no divierte, pero a qué jugar, si no, encerrados
aquí, en la vida...
137-VOCACIÓN
Miguel Cobaleda
30-07-2023
Entre nosotros nadie escoge su profesión sin consultar a los sabios maestros
que nos guían, semejante proceder es impensable, lo anoto como hipótesis de
trabajo, catalogable pero imposible.
Y el dictamen de los maestros es, por supuesto, determinante, como debe ser.
Ellos saben y tienen además los medios precisos de investigación y
diagnóstico, el estudio que hacen en cada caso excluye todo error, cualquier
desviación del preclaro y absoluto designio que nos guía.
Una tesis hoy en desuso sostenía que, en una antigüedad muy remota, esta
práctica se observaba para que nadie pudiese seguir la vocación a la que
realmente estuviera llamado, que nadie que hubiese nacido para médico fuera
médico, nadie que constitutivamente estuviera diseñado para maestro fuese
maestro, etcétera. Un modo de asegurarse, en suma, que todas las profesiones
estuviesen equivocadas, todas las vocaciones obstruidas.
Es evidente que tal tesis carece de sentido. La vocación, por esencia, es lo
que los sabios guías disponen, cada cual está llamado a lo que ellos dicen
que está llamado, nadie tiene su vocación definida antes de que los sabios
la determinen, luego, ex hypothesis, todo el mundo sigue su vocación
verdadera.
Por eso yo vivo errante y alejado, desposeído de mi hogar y de mi gente,
porque no he querido seguir la vocación que los sabios guías han determinado
para mí.
O, lo que es lo mismo, porque sigo fielmente la vocación de errante y
alejado, desposeído y sin hogar, que los guías han determinado que es mi
vocación auténtica.
138-TEJADOS
Miguel Cobaleda
06-08-2023
Se cubrieron de nieve los tejados y perdieron su rojo y azulado color, el
paisaje ya no se distinguía en parcelas diversas, aquí la naturaleza, aquí
las obras del hombre, eran iguales los nidos y las viviendas, los cubiles y
los hogares.
Quizá por la nieve, o acaso por el tiempo, los tejados un día se vinieron
abajo, aplastando en su derrumbe todo lo que protegían. Y tampoco entonces
hubo distinciones, porque los escombros seguían siendo blancos, como la
yerba, como el río.
Así que los hombres tuvieron otra vez que vivir bajo las estrellas, los
tejados habían dejado de existir para siempre. La historia humana tiene,
pues, tres etapas: antes de los tejados, durante los tejados y después de
los tejados. Yo, que he vivido toda mi vida en la etapa de los tejados, no
soporto ahora vivir bajo las estrellas, porque, sí, hubo un tiempo en que el
color era el mismo, blanco, para todas las cosas, pero aún así era distinto
estar bajo el tejado que estar a la intemperie.
Al parecer no hay tejados portátiles, transitorios, pasajeros. Tendré que
conformarme, o quizá lo piense mejor y me mate, a mí no me gusta vivir sin
tejado. Mejor rojo que nada. Azul, en caso de no haberlo rojo. Blanco si no
queda otro remedio. Pero no tener ninguno...
No es que no me gusten las estrellas, que me gustan, pero como estrellas,
rotos luminosos en el trapo de la noche, bien para la primavera y hacer el
amor bajo sus luces misteriosas. Pero un tejado es otro asunto, algo cálido
y humano y de barro y cocido y en hileras.
Si hay que vivir sin tejados, a lo mejor me mato.
139-GESTOS
Miguel Cobaleda
13-08-2023
Lo mejor es irse al monte a vivir en soledad, si se desmandan los gestos. A
mí me pasó y os digo que es terrible.
La primera noticia fue la risa que me entró cuando vi cómo se caía mi padre
por la escalera, que estaba yo alarmado, apenado, asustado, a qué aquella
risa, qué desagradable, qué inoportuna.
Luego el dedo índice de la mano izquierda se puso a señalar fijamente las
cosas, las personas, la nada (señalaba con preferencia rincones vacíos,
quién sabe qué querría indicar con aquello, qué sé yo de los gestos cuando
gesticulan solos), mientras estaba conversando, u ocupado en mis asuntos.
La boca empezó a formular palabras diferentes, frases que no quería decir y
que ni siquiera pensaba, conceptos muy por encima de mi capacidad
intelectual, como si estuviera poseído por alguna especie de manual
filosófico o de diccionario erudito.
Más tarde la mano derecha dio en acariciar sin ton ni son el lóbulo de la
oreja de su mismo lado, peor fue cuando se pasó al lado contrario, y peor
todavía cuando las propias orejas se alargaron hasta la mano para ser
acariciadas cuando ella, distraída, dejaba su trabajo.
Al fin la apoteosis de un descontrol absoluto en que, no ya cada miembro,
cada parte de cada miembro, empezaron a campar por sus respetos y hacer su
gusto y gana con entera independencia de mi voluntad y mi deseo.
Y no hay remedio, no puedo detenerlo: los pulmones respiran por mucho que yo
me empeñe en contener la respiración; el corazón bombea por su cuenta la
sangre sin pedirme permiso ni obedecer contraórdenes; el hígado, los
riñones, el bazo... todo trabaja por libre lejos de mi control. El propio
cerebro piensa por su cuenta y riesgo, de nada me sirve contra él mi vieja y
querida autocensura.
Entre todos están formando a mis expensas –quiero decir, pagando yo los
gastos ‘morales’ del asunto– una especie de autómata sabelotodo y redicho al
que me asquea tener que aguantar dentro de mi propia piel.
Los gestos no me dejan matarme, me han adivinado la intención y, en cuanto
hago el más pequeño intento en ese sentido, me acarician las mejillas, me
palmean la espalda, me tranquilizan, y así no hay modo.
140-EL CARGO
Miguel Cobaleda
20-08-2023
He mandado nevar y ha nevado.
Ayer mandé epidemia, y la gente se moría a chorros en la ciudad y en el
campo. Parece que sí que funciona que te elijan y nombren para el cargo de
dios. Aunque no le guste a nadie cómo lo desempeñes, o se arrepientan
enseguida de su voto, lo cierto es que resulta ejecutivo, irrevocable,
automático y de efecto inmediato.
Al parecer a mi me han votado por tanto como tengo escrito sobre los dioses,
incluso mi candidatura procede de ahí; deben de haber creído que todo ello
significa que los entiendo bien y puedo hacer el oficio con cierta eficacia.
No han contado, claro, con mi personal capricho ni con mis ansias de
venganza.
Además: hacer de dios potencia tanto tus mínimas acciones, que es un
desatino entregar esa fuerza a cualquier desaprensivo, como es mi caso. Por
ejemplo, la epidemia: yo sólo quería matar a Narciso, que al pasar a mi lado
no me respondió al saludo; pero maté a medio condado para tapar su muerte,
que no se notase preferencia, motivo ni razón. Así no se puede. La nevada
fue sólo un capricho, hambre para todos, los plantíos se han helado, habrá
que aguantarse, que no me hubiesen elegido.
Hay un grupo contento, sin embargo; piensan que los dioses tienen que obrar
así, se proponen seguir votándome siempre.
¿No pienso acaso dar pruebas de compasión y de amor?... ¿Son sólo los dioses
instrumentos de venganza, razón de lágrimas?...
Bueno, quiero a mis amigos y a mi familia, por supuesto que sí, voy a darles
a todos lo que más deseen y sentiré en el corazón su cálida gratitud. Mi
mejor amigo anda encaprichado de una vecina de grupa trepidante, pero que
tiene un novio que siempre la acompaña. Pues mataré a ese novio y a la
esposa de mi amigo: no debemos estorbar amores tan airosos, para eso estoy
de dios.
Y así con todo.
Me va gustando el cargo, dura toda la vida, cada vez me aman más los fieles
de mi mundo: han empezado a ofrecerme sacrificios humanos.