ANTOLOGÍA DE RELATOS BREVES 053-060

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RELATOS SEMANALES
ANTOLOGÍA 06


Miguel Cobaleda
@MACCGL

#LosCuentosDelAmanuense Colección de micro-relatos

SEXTO GRUPO: 053 AL 060

02-01-2022 AL 20-02-2022



053-EL CARNAVAL
Miguel Cobaleda
02-01-2022


El carnaval es siempre muy fatigoso en mi pueblo, menos el año que tocó blanco y nevó. Ni siquiera podemos tener preparada la pintura porque el color se sortea el primer día del festejo. Preparada la tenemos, claro, no es posible hacerlo de otro modo, pero a costa de comprar miles de kilos de todos los colores y de que luego, acabado el carnaval, no sepamos qué demonios hacer con los colores sobrantes, durante todo el año tirando un pantone infinito al río que, más que agua, es un arcoiris aceitoso y multicolor. Pero no es por eso la fatiga, sino por los barbechos, que hay que pintarlos todos, más de quinientas fanegas (tan contentos cuando se trata de medir nuestra riqueza agrícola, pero tan fastidiados cuando llega el carnaval y hay que pintar la tierra del color que toque). Se suele encomendar=obligar a los malhechores, a los criminales o a los vagabundos ingenuos que se dejan caer por el pueblo cuando el carnaval está a punto. Es una faena terrible, yo lo sé bien porque un año que me emborraché y armé bronca en la plaza, estaba en la trena cuando llegó el carnaval y me mandaron al barbecho del norte, un montón de surcos abiertos llenos de terrones y de matojos. Se gasta tanta pintura que no das abasto. El año mío había tocado azul, y por mucho que empapases los terrones con la pintura, la tierra se tragaba no sólo el aceite, sino el color, y resultaba una especie de marrón oscuro cagada de perro sobre lo cual había que seguir derrochando líquido hasta que ya no aceptase la tierra más, se secara un poco la capa superior y por fin aflorara el azul a la luz del sol. Porque eso sí: si toca azul, entonces todo azul, no color cagada. No digamos cuando toca amarillo o blanco y no hay nevada, es un infierno de trabajo y de sudor. Los niños, los viejos y las gentes elegantes pintan solamente las cosas sencillas. Lo gordo y fastidioso les toca –o nos toca– a los malhechores, ya digo. Bueno, y a las mujeres, claro.

Porque lo peor de todo es pintar el aire, eso es matador y frustrante, todo lo que se diga es poco. Aparte de que esos brochazos desesperados en medio del espacio vacío acaban haciendo tragar pintura y se organizan unas tosascas que para qué. El aire siempre lo pintan (o lo intentan) las mujeres, que para eso están. Se acuerdan los viejos –o dicen que se acuerdan– de los primeros años, cuando algunas mujeres acababan asfixiadas por el proceso y encima el aire nunca terminaba de estar pintado del todo. Luego fue cuando se organizaron en cuadrillas y, trabajando codo con codo en hileras de treinta o más mujeres, conseguían una cierta veladura de color en las más bajas ondas de la brisa –nunca el aire entero, desde luego–. Algunas lograron efectos más aéreos llevando a sus hijas sobre los hombros y dando brochazos a la vez, la madre y la hija, de forma que las escurriduras de la brocha superior fuesen aprovechadas por la brocha inferior y algo quedase siempre en el ambiente por mucho que cayera a tierra, que siempre era la parte mayor. No sirve de nada ponerse muy exigente con las pintoras porque al final nunca se consigue nada mejor y no vale obligarlas a repetirlo todo, ya que se acaba el carnaval antes de que puedan mejorar los resultados previos. Últimamente ronda una especie de rumor sobre que no deberíamos obligarlas a pintar, o que no deberíamos pintar el aire, algo así, una cosa confusa que nadie dice a las claras pero que está en el ambiente. Yo creo que lo primero es decidir si pintamos el aire o no lo pintamos, y luego, si lo pintamos, decidir quién lo pinta. No es fácil, porque en caso de dejar el aire tal y como está, no tardará en haber “rumores” sobre pintar los barbechos, y luego sobre pintar las casas, y luego sobre pintar en general. Basta conocer a la gente para saber que esto es así, acabaríamos por no pintar nada y nos quedaríamos sin carnaval. Por mí está bien, yo me emborracho de cuando en cuando, tengo un vino pendenciero y no excluyo la posibilidad de que me toque otra vez pintar barbechos (cosa que no le deseo ni a mi peor enemigo), así que la supresión del carnaval pienso que me beneficia. ¿Pero y mi novia?... ¿Qué sería de ella si no hubiera carnaval?... Nuestra historia personal está ligada al festejo, nos conocimos cuando ella se cayó desde los hombros de su madre y yo le curé las rodillas desolladas; nos hicimos novios cuando me iba a ver tarde tras tarde estando yo a la sazón pintando de azul unos surcos; nos dimos el primer beso cierta vez en que ella intentaba ponerle color (ese año violeta) a una brisa bajera que soplaba desde el río; cuando hicimos el amor, ella acabó con las nalgas llenas de tierra anaranjada, una tarde/noche, luego de pintar yo terrones a la escasa luz del anochecer... Es un noviazgo lento, pero es el nuestro, si suprimiéramos el carnaval, tendría que dejar a mi novia.

Estos pensamientos más bien sombríos me asaltan cuando estoy con ella. Estamos en silencio, con las manos cogidas y notando el amor a través de las palmas. Lástima que no podamos vernos los ojos, al menos este año que ha tocado pintar de negro y el aire entero parece un telón de sombra.




054-[*****]
Miguel Cobaleda
09-01-2022


No me dejan decir la palabra [*****] ni me dejan escribirla, de forma que tengo que decir “ummm” en vez de decir [*****], y tengo que escribir cinco asteriscos entre corchetes en vez de la palabra cada vez que quiero escribir la palabra [*****].

¿Y quién no me deja, siendo como soy un importante funcionario del municipio, decir la palabra [*****]?... Pues en primer lugar mis mentores, los que me enseñan Filosofía y Lógica en la Universidad, ya que en mi tiempo libre, y para mejorar mi escasa educación juvenil, asisto a las clases de Filosofía y de Lógica en la Universidad de Segundas Áreas (mi hijo mayor sostiene que, dada la vastedad insondable de mi ignorancia, en mi caso se trata más bien de la Universidad de Segundas Hectáreas). Luego mis colegas. Ellos dicen groserías casi con cada suspiro que suspiran, pero a mí me discuten la simple posibilidad de proferir esa humilde palabra. Al parecer, y como soy una especie de redicho pijo-hablante, si suelto la tal palabra en medio de mis frases cultas o, al menos, refinadas, el encontronazo entre la insolencia y la elegancia es tan atronador que mejor haré si me callo. En tercer lugar mi esposa, que está algo confundida con la aparente donosura de mi forma de hablar –y mucho más confundida todavía sobre la verdadera importancia de mi función municipal– y pretende que oír en mi boca ese vocablo espeso y barrio-bajero, siendo así que siempre me expreso con tanta precisión, y tratándose de un funcionario de mi categoría, le produce desasosiego y una cierta angustia.

Tanta reprensión tiene menos sentido si se sabe cuál es mi famoso quehacer municipal, la verdadera naturaleza de mi función: soy supervisor de fluídos espesos en canales semicubiertos de soluciones finales hasta la evacuación fluvial o, dicho en otras palabras, soy veedor de albañales (inspector de mierd... digo de [*****]). Por mi mano pasan –!!!!– todos los excrementos de la ciudad, tanto en sentido literal orgánico como en sentido social municipal, ya que la empresa que se encarga de eliminar los dichos fluídos es propiedad de un primo del contable de presupuestos, la cual empresa no elimina nada porque revierte los fluídos a la pileta principal que se encuentra al inicio del proceso, de forma que nunca lo perdemos de vista –sobre todo yo–, siempre aumenta y nunca disminuye –la [*****] es lo que tiene– y la empresa, que cobra un pastón por cada metro cúbico de asteriscos, se forra sin miedo a perder ni la “materia prima” de su negocio, ni la “materia secunda signata quantitate”, (según notación medieval).

Mi situación es patética y, en cierto sentido, insostenible: por un lado nado literalmente en la [*****] física pura; por otro lado buceo, metafóricamente, en la [*****] corrupta de la contabilidad política; y por otro lado no se me permite expresar mis angustias en el lenguaje adecuado a la materia en cuestión. No sé si mis conocimientos lógico-filosóficos, aún bisoños, me bastarán para plantear el dilema que me asfixia. Que no es el trilema que acabo de plantear, porque al fin y al cabo la política municipal es como es ya desde los tiempos de Asiria; que no me dejen decir la palabra [*****] tampoco es tan grave, ya que en privado la digo y hasta la grito; y en cuanto al aspecto físico excremental, es mi trabajo y es de lo que come mi familia –atención: no lo que come mi familia... cuidado–.

El dilema que me asfixia es de orden lógico –creo yo, aunque acaso no sea un dilema ni sea lógi-co–: 1) Como el albañal recoge toda la materia excremental del municipio, mis propios excrementos están incluídos en el total, lo cual tiene toda la apariencia de una petición de principio. 2) Como la empresa destructora no destruye, sino que acumula, el monto creciente puede acabar con la existencia misma del municipio, inundado por su propia [*****] cuando se desborde.

Un argumento muy peculiar y que he aprendido en mis clases universitarias de lógica, es que la implicación funciona siempre que el antecedente sea falso. Pues bien, ese argumento me permite elaborar –en paráfrasis de un autor muy ilustre– elaborar, repito, esta paradoja un tanto sospechosa: “Si no estoy equivocado, el mundo se convertirá mañana en un albañal de infinita cantidad de mierda –quiero decir de [*****]–”. (Que ya).


 

055-APÚRATE
Miguel Cobaleda
16-01-2022


Pensando, pensando, yo creo que la cosa viene de cuando mi madre, allá en el pueblo del agua sosa –Dios las bendiga, a mi madre y al agua sosa también– a las once menos tres minutos me apremiaba: “¡Apúrate, Miguel, que ya han dado terceras!” Que, digo yo, como a Misa llegas si llegas al Credo, y como el buen párroco estropeaba indefectiblemente el Evangelio repitiéndolo tres veces y todas mal, era casi imposible no llegar a la Santa Misa, pero había que correr, apurarse, porque ya habían dado terceras. Y no es que fuera por el afán de contemplar los mórbidos brazos de mi enamorada de turno, ya que en aquellos siglos remotos no podías ir a la Iglesia sin chaqueta de manga larga y botón cerrado. [Otro día que tenga más tiempo os explicaré lo de “terceras”; o no, porque en pleno siglo XXI, estas vejeces del siglo XIV quizá los jóvenes de ahora no consigáis entenderlas]. Me quedó lo de “apúrate” como una especie de consigna general, protocolo estratégico o liturgia de vida, pero lo cierto es que he pensado mucho en el “apúrate” y en ese sentido de llegar hasta el final del final, consumar lo consumado, apurar las heces del hondón de la copa de las heces. O así.

La cosa no habría tenido trascendencia de no haber coincidido mis meditaciones del “apúrate” con un regalo que me hizo un amigo de mi padre. Mis lecturas de entonces eran Marcial Lafuente Estefanía en plan basto, José Mallorquí en plan culto y Corín Tellado en plan romántico. ¡Y va el buen señor y me regala “Los ojos del hermano eterno” de un tal Diestéfano Vaig!, o algo similar, el nombre nunca se me quedó y la verdad es que no me importa. ¡Pero hombre de Dios! ¿Qué quiere que haga yo con un tipo que no usa revólveres y que no cabalga, ni a cara cubierta ni a cara descubierta? El tipo lo iba perdiendo todo, un poco como si fuese ludópata y se dejara en la ruleta los castillos, los palacios, los yates, las concubinas... todito, todito hasta no tener dónde caerse muerto y tener que ser como un perro en el mismísimo corral de los perros.

¿Por qué leí semejante bodrio?... diréis con razón. Pues fueron las finanzas, ahí ves si importa o no importa la puta economía. Cambiar cada novela en el quiosco me costaba diez céntimos las de Tellado, quince céntimos las de Estefanía ¡y veinticinco céntimos las de Mallorquí!, que ya era el colmo, a punto estuve de escribir yo mismo una aventura del Coyote... El único libro no releído tres veces era el famoso hermano infinito ése, el de los ojos. Así que...

Bueno, pues ya. Pero no, porque me rondaba en la cabeza el maldito “apúrate” (más valía no tener madre si te espanta las rivalbas, que dijo el clásico) y no dejaba de preguntarme si el tal Virata, cuando andaba como un perro entre los perros, había por fin llegado al apúrate último, o si acaso quedaba un resquicio menor, un mini-apúrate sin apurar todavía. Lo primero que pensé es que, muerto el tal sujeto, se cargarían a los perros a flechazos y aquí paz y después gloria... Pero... pero: los perros aullaban, joder, o sea que alguien les daba de comer. Puede que bazofia, pero les daban de comer. Y, perdón por la frase: un perro que come es un perro que caga. Así que, si a eso vamos, un excremento de perro es más último, más heces de heces, más “apúrate” que el propio perro. Informéme a fondo y descubrí varias cosas de gran interés, siguiendo la pista de este “apúrate” que nunca se termina del todo. Resulta que cuando el patio está que rebosa de toda clase de mierda, desde las de los perros hasta las de las gallinas, se baldea con grandes cantidades de agua, hasta que la misma reluce y el patio reluce y todo reluce. Pero... pero: ¿qué se hace con el agua sucia? ¿Al canal subterráneo y luego al albañal y luego al río?... Parece lo natural, pero no, amigos, en este caso no. Resulta que el jardinero convenció al baldeador de patios, que las aguas fecales eran de lo mejor para regar sus jardines, especialmente al geranio Bombus sylvarum, cuyo azul se aceriza, se fortalece, hasta extremos tan densos que acaba semejando el paraíso de las abejas. Uno de los eunucos de palacio cometió el crimen de cortar uno de ellos y regalárselo –¡qué despilfarro genético!– a una de las “pupilas” del harén oriental. El eunuco fue ajusticiado y echado de comer a los caimanes del río, pero la ninfa secó entre páginas de un libro la preciosa flor que pronto se volvió negra y luego negra y finalmente negra. La tengo entre las manos, el libro ha llegado hasta mí en este “apúrate” tan raro. Sus savias secas han desparecido con los milenios, pero el resultado es que su mancha ha borrado, ocultado, deslucido para siempre, las letras donde las hojas del geranio reposaron milenio tras milenio. Ahora falta el principio de una frase que ya nunca sabremos qué decía. El final, que la seca flor sí ha respetado, dice así: “...pagad la deuda del gallo a Asclepio, no la olvidéis”, que cualquiera sabe qué querrá decir, mutilada como está. No pienso volver a apurarme nunca más, y si tocan terceras como si tocan cuartas, al fin y al cabo las muchachas mórbidas de ahora ni llevan chaqueta ni van a Misa.


 

056 bis-LA PITITA (un año en Twitter) [Mi cuento estrella, el primero de cada concierto]
Miguel Cobaleda
23-02-2022


En el pueblo nadie sabe de qué murió la Pitita, solamente yo lo sé porque mis ventanas dan a su jardín. Pasaba muchas horas contemplando a la Pitita trabajar entre sus plantas, conocía sus costumbres, tardes enteras de todas las estaciones viéndola cuidar y mimar sus flores queridas, sabiendo ella que yo la observaba pero sin darse por enterada, recogida y atenta a su tarea floral. En el pueblo nadie sabe de qué murió la Pitita, sólo yo lo sé, pero claro: es que mis ventanas dan a su jardín.

Era la Pitita una hembra de mucho poder y secreto, llena de oscuras mañas de misterio, quizá en su día casi todos los hombres del pueblo tuviesen algo que ver con ella... aunque siempre remota, lejana, enigmática; no creo que ninguno la haya llegado a conocer como yo, (es que mis ventanas dan a su jardín). La vida de la Pitita era su jardín, sus plantas, los atentos y minuciosos cuidados, las tiernas y delicadas caricias, las incesantes conversaciones... Porque sí, la Pitita hablaba con sus plantas mientras se ocupaba de su bienestar. Todas las tardes al salir paseaba lenta y ritualmente entre ellas, acariciando y hablando, regando y limpiando, amándolas en suma, cosa de la que los vegetales se daban cuenta. Aquellas fucsias como puntos de luz en el aire lo sabían, aquellos lirios de viviente zafiro lo sabían, aquellas clemátides de aromas espesos lo sabían, incluso lo sabía el viejo y arisco acebuche que en un extremo del jardín se dejaba acariciar con renuente condescendencia.

Una tarde todo fue diferente. Salió la Pitita con un esqueje nuevo que se disponía a plantar y ya desde el primer instante comprendí que pasaba algo raro. No miró a ninguna flor ni le hizo caso a ninguna planta, derecha se fue hasta un trozo de suelo al fondo más defendido, se arrodilló con unción y trabajó de forma esmerada limpiando la tierra de toda impureza, mullendo, preparando, para depositar finalmente el rosal, que de eso se trataba, en medio de gestos rituales, como sagrados. Largo rato se quedó luego inmóvil contemplando su obra, la noche tan sólo la obligó a retirarse, de espaldas lo hizo, sin perder de la vista el rosal de sus ojos. Nunca más volvió a ocuparse de las demás, murieron todas de sed y descuido, podridas sobre la miseria de sus propias raíces, apagados los vivos colores, borrados los aromas. El rosal y sólo el rosal era por entero la vida de la Pitita, que comenzó a pasar más y más horas cuidando sus flores, hablando con él, viviendo con él, bailando para él... Porque la Pitita se acostumbró a danzar alrededor de la planta con sensuales e insinuantes movimientos hasta altas horas de la noche, bajo la cálida y fría luz de la luna. Recuerdo muy bien, (fijáos que mis ventanas dan a su jardín), una noche en que su baile se hizo más y más atrevido e incitante, recuerdo cómo la planta maldita se retorcía de gozo...

Asustado de todo aquello me acerqué una mañana a hablar con la Pitita. Fue una entrevista breve y sin historia, de antemano lo sabía. Me escuchó en silencio, dejó que explicase mis temores y asombros, me despidió en la puerta sin mayor ceremonia y me retiré derrotado pero con la conciencia del deber cumplido. Y seguí más atento que nunca observando desde mis ventanas lo que pasaba en su jardín.

Una noche de pálido misterio la mujer en su baile se fue desnudando, muy lenta y lentamente, mientras giraba ofrecida alrededor del rosal... No puedo decir cuánto tiempo duraba la escena, mudos los tres bajo la luna, cuando de pronto el rosal alzó sus ramas, enlazó a la mujer rodeándola en toda la blanca longitud de su talle y apretó y apretó el abrazo espinoso.

La encontraron al alba, desnuda y horadada, con las entrañas llenas de rocío.

En el pueblo nadie sabe de qué murió la Pitita, solamente yo lo sé. Lo que no comprendo es por qué no quiso hacerme caso cuando me acerqué a prevenirla, especialmente si se tiene en cuenta que fui yo quien le regaló el rosal.




056-PATRICIA
Miguel Cobaleda
29-01-2022


Qué difícil ha sido vender a Patricia! Todos decían al verla que iba a ser un magnífico negocio. Yo soy perro viejo en este mundillo, llevo más años de los que me gusta recordar, y tenía mis dudas, esa es la verdad. Porque no es exactamente la clase de producto que se coloca bien, demasiado bella, demasiado elegante, demasiado rubia, demasiado... refinada. En esto de venderle gente a la gente, que el producto no tenga ni un solo defecto es malo y no bueno, por mucho que los ingenuos se empeñen en lo contrario.

La cosa no solamente se deriva de mi experiencia de vendedor, sino que resulta susceptible de un cierto análisis sociológico de mercado. Por ejemplo, según se ve a Patricia, parece ideal para varias cosas, como diseñada al efecto, hembra de placer, señora de compañía, institutriz de vástagos muy señoriales. Pues bien, veamos: para hembra de placer está, no hay más que verla, maravillosamente dotada, y sin duda haría las delicias carnales de cualquier gordo comerciante casado de años con una gruñona esposa madre de cinco hijos. Pero a la hora de retozar en el lecho en cuál de los siete idiomas que domina Patricia conviene que responda a las efusiones del grasiento percherón? en arameo o griego, en parsi, en la tercera variante del swahili occidental en que es experta?... Patricia no sabe gruñir en el único idioma que entendería el garañón, y antes o después al citado acabaría por fastidiarle una intelectual de tantos vuelos, que responde a un pellizco en la nalga con un párrafo exquisito venido directamente del eximio Homero o del ilustre Pazzi Gutja (vate brillante y rapsoda de sus propios versos).

Señora de compañía?... Parece que estoy viendo a una de mis compradoras (por un instante pensé que sí picaba) analizando las brillantes prendas de Patricia para este menester, su elegancia innata, sus modales exquisitos, la cantidad de temas de conversación, su discreto asentimiento a cierto suave chismorreo... pero también comprendí en seguida, como comprendió mi cliente, que cada vez que Patricia peinase a su señora ante el espejo, sería inevitable la comparación, lo mismo que al recibir visitas, al sentarse a comer con el marido, al... Compararse con Patricia? Qué mujer resiste compararse con Patricia? Nos miramos a los ojos y comprendimos los dos, con pena, que Patricia era demasiado para cualquiera.

Y trata de usar a Patricia para que enseñe a unos niños díscolos los vericuetos del lenguaje, de la historia o del arte. Observa cómo tus amigos te miran pensando lo estúpido que eres desaprovechando a Patricia en esos menesteres; cómo las amigas de tu esposa la miran pensando en que tú no desaprovechas a Patricia, sino que la aprovechas, y tú, que la aprovechas, o que no la aprovechas, te vas a la cama pensando lo estúpido que eres en cualquiera de los dos casos, lo mucho que te ha costado, el poco partido que le sacas, que va a deshacer tu matrimonio...

De verdad fue muy difícil vender a Patricia. Estuvo con nosotros tanto tiempo que ya casi formaba parte de la familia, yo me iba familiarizando con los verbos irregulares parsis, que son intrincados, y con otras cosas menos intrincadas del carácter de Patricia, la misma muchacha se estaba empezando a considerar de casa , pensar en venderla comenzaba a dar no sé qué, como vender la camilla o al Pristino, el buey que tira del más pesado de los carromatos. Hubo diversos intentos, un propietario de una compañía teatral, que la quería para todo, dama joven, dama de carácter, novia del hijo, el papel de la otra, concubina suya... y que no se decidió porque costaba cara (hubiese tenido que vender al resto de la compañía, creo que se lo anduvo pensando). En fin, un pomposo senador que la quería de secretaria , y que se la hubiese quedado, salvo que en ese viaje precisamente el senador viajaba con su esposa...

Ni sé los cuentos que había yo ido inventando a lo largo de los meses como origen y familia de la chica, desde princesa oriental raptada por piratas hasta descendiente secreta de un lío del propio emperador (nunca dije qué emperador), pasando por una camarista en desgracia de la Estelatriz del Impersán, odalisca rebelde de un harén del desierto, jerarca de un distante convento de vestales prohibidas... Pero esos ojos verdes con reflejos de oro, ese pelo de oro con reflejos verdes, ese cuerpo que es tan hermoso que te da más respeto que placer, su extremada elegancia, su inteligencia brillante, su armoniosa voz... todo ello se concitaba para que los compradores, bien a su pesar, renunciasen a la compra.

Al fin, no creo haber hecho un bueno negocio, como yo sospechaba y me temía desde un principio. Es cierto que Patricia queda bellísima en la etiqueta del envase de paté, y que los compradores siguen creyendo que se trata de ella, pero quién sabe el tiempo que hará que Patricia se les ha acabado (y, como era para untar, me la pagaron solamente al peso).




057-EL BARCO
Miguel Cobaleda
30-01-2022


Daba la sensación de que el mundo, además de redondo, fuese irregular (por días, quiero decir, unos días más redondo que otros) y con luz de diferente trama (por estados de ánimo, con nostalgia la luz era más transparente, se veía más lejos que con rencor). Lo digo porque desde las ventanas altas de mi casa, incluso desde la mansarda, a veces no lograba ver ni siquiera el sobre-juanete del mayor, yendo todo el trapo largado, y a veces desde el jardín era capaz de ver no sólo las gavias, o las mayores, sino hasta detalles minúsculos, un día me di cuenta de que estaba rota la jimelga de la verga de gavia alta, quizá forzada por algún fuerte golpe de viento. Veces en que el petifoque era, flecha de plata perlado, lo único que se distinguía alejándose como hacia una diana de sombra en la noche, veces en que hasta la jarcia resplandecía bajo la luz como una red de filamentos de oro, trampa de araña que producía con la tensión y el viento armonías dulcísimas que llegaban hasta mí.

Aunque a veces me pregunto si yo soñaba ese barco, un día a la semana, entrando y saliendo de la bahía, mensajero de otros mundos y tierras. Por ejemplo, no podía ser el mismo, pues cada travesía alcanzaba al menos seis meses, pero era el mismo para mí, reconocía cada viernes sus señas de identidad, pequeñas marcas inconfundibles que a veces veía y a veces no veía, el cobre dorado de los zunchos, con marcas de la labor de los cabos que eran para mí como pudieran serlo las arrugas del rostro de un padre para que lo reconocieran sus hijos. O, también otro ejemplo, no podía navegar con todo el trapo al viento entrando ya en el puerto, pero era así como yo lo veía, blanco radiante de nieve bajo el sol, cuando mis ojos lo cazaban tantas y tantas veces... Un sueño, sólo un sueño, pero qué clase de sueño? Soñaba el barco mismo donde no había ninguno, quizá soñaba mares viviendo tierra adentro, o soñaba tan sólo detalles imposibles en barcos verdaderos que entraban y salían? Ponía yo las velas, los palos, las entenas, irisados de luna y de oros y platas, o ponía todo el barco, todo el mar, todo el cielo? Vivía en la bahía o vivía en el desierto?

Lo que sí sé que soñaba era su cargamento, el alma interior de sus travesías, en ocasiones algodón y especias y minerales de brillos polícromos, otras veces esclavos de negro sudor y mirada sombría, quizá ricos indianos llenos de oro, hermosas damas a punto de visitar las colonias... y siempre broncas y aguerridas tripulaciones de rostros barbados, patibularios, feroces, aquejados sus ojos de nostalgias distantes, balanceado su andar de tempestades y vientos.

Nunca me acerqué hasta la orilla, nunca me acerqué hasta el puerto. Allí hubiese podido resolver mis problemas, ver el barco de cerca y subir a su bordo, contemplar la descarga y la carga, quizá por qué no? colaborar en ella, ver con mis ojos a sus tripulantes, acercar una brasa encendida al tabaco del contramaestre, quizá, quién lo sabe, incluso del... Pero nunca, nunca me acerqué hasta el puerto, mi barco era un barco de lejana silueta, hecho a una mar sin puertos ni orillas, libre de amarres, aéreo de velas translúcidas, saetas sus estayes hacia un cielo de zafiro, apuntando su bauprés al horizonte redondo, cortando con su quilla una piel de cristal.

Pero cómo bajar y romper el hechizo? Dice mi madre que siempre he sido igual, semana tras semana vigilando el barco, sin querer nunca conocerlo de cerca, pero me parece que en eso somos parecidos, porque tampoco ella se acerca a los muelles, aunque vivamos al lado. Si fuese valiente y le dijese a mi padre que existo, que existimos, que estamos aquí... así podría yo bajar hasta el puerto, subir a su barco, recorrer los mares.




058-EL UNIFORME
Miguel Cobaleda
13-02-2022


Mi hermano gemelo R y yo, F, hubiésemos querido tener unas botas como ésas, supongo que significaban el sueño infantil más completo, el símbolo de algo que trascendía la infancia, lleno de magia y poder, perfecto en su realidad material y en su simbolismo abstracto, acabado a todos los efectos. Y es que no eran unas botas corrientes, (o a R y a mí no nos lo parecían... no, no eran corrientes en absoluto): altas de caña entera, elegantes de horma, ágil y aguda pero rematada puntera atrevida, tacón de autoridad , no muy elevado pero altanero, perfil masculino, viril, una tan negra cualidad brillante en la tersura de su piel que el azabache las habría considerado la representación de sus dioses. Qué botas! Estábamos seguros, mirándolas con arrobamiento mientras el mundo alrededor seguía girando o no seguía, de que era posible verse el rostro (hasta los granos) en ese espejo de antracita ancestral, qué digo el rostro!, las secretas entretelas del alma, los recuerdos mismos, el propio futuro. Qué botas!... No sé el tiempo que tardamos en salir de su cautivadora magia y dar el salto.

Sí, el salto, porque lo siguiente fue la gorra, qué gorra!. R y yo hubiésemos dado por ella (por usarla un instante) la colección entera de cromos de mapas y países, las canicas de barro, las de acero... y creo que hasta la navaja de cuatro hojas (3 después de un incidente más o menos violento con...). Pero es que no era una gorra corriente (y también hay que tener en cuenta los años que por entonces teníamos R y yo, lo que significaba un uniforme y la magia y el prestigio de tantas cosas, aunque debo reconocer que la gorra era algo muy especial). La visera de charol –yo entonces no sabía ni siquiera el nombre–, disputando a las botas el brillo negro del mundo, o quizá repartiéndoselo con ellas, la cinta de cuero bordeando el contorno y conteniendo la majestad del ala elevada y airosa, los bordados de oro y de plata remarcando las barras de esmeradísima, perfecta, geométrica factura... Qué gorra, qué símbolo!... Y los ojos sin querer apartarse de ella para recaer, por fin, vamos, ojos, vamos! en... me atreveré a decirlo?...

En la pistola! Bueno... en la pistola no, que no se veía, de tan hundida y cerrada en su funda, no, no en la pistola, sino en la presencia ausente de la pistola, en el misterio de la pistola encerrada en su secreto cofre, en la pistola que, de haber llevado nosotros, R o yo, ese uniforme, no habríamos dudado un segundo en sacar de su pistolera y enarbolar valerosos ante los vientos todos de la rosa de los idem... No la veíamos, pero qué pistola!... Verdadera, ficticia?... Nuestro entusiasmo era tal que hasta ficticia nos hubiese valido, las canicas y navajas de toda una vida habríamos dado por ella aunque hubiese sido ficticia!

(Lo siento, éste es el clímax de mi relato, todo lo demás es ir de bajada, para dos adolescentes que miran entusiasmados un uniforme, después de la pistolera y su perla preciosa, ya no puede haber nada de importancia mayor. A partir de ahora el resto de las prendas, la guerrera con sus decoradas bocamangas y sus botones de oro, los estilizados pantalones de montar, incluso los guantes de blancura inmaculada... no son nada en comparación con lo anterior. Podéis dejar de leer, incluso os lo aconsejo, nada queda ya en el relato que os pueda interesar).


Tuvo nuestro padre que retirarnos del medio, capté una fugaz sonrisa del atildado oficial cuando se dio cuenta de nuestra infantil adoración. Pero fue fugaz, desde luego, estaba ya repitiendo a mi padre que escogiese él mismo, la mitad de sus hijos por la otra mitad. Media familia iba a ser fusilada en ese momento, pero mi padre tenía la suerte de poder escoger. Todos esperaban: mis hermanos, mi madre, el pelotón de asesinos de acero, el elegante y altivo Befehlshaver, listo para dar la orden, mi hermano Reinhart y yo, Friedrich, mientras mi padre nos miraba en silencio. Aún de lejos, R y yo no podíamos quitar la vista de aquel hermoso uniforme. Fue un momento mágico.




059-LA SERPIENTE AZUL
Miguel Cobaleda
13-02-2022


Era un viaje que yo no comprendía, aunque mi firme voluntad me empujaba y empujaba a los míos: no sé si nos estábamos marchando de alguna parte o íbamos a algún sitio, no sé si buscábamos una vida mejor, o buscábamos sencillamente alguna vida. Pero la carreta seguía y seguía por valles sin término, días sin descanso, noches sin fin, dejando atrás a todas las estrellas, ganando en su camino a todos los soles, despertando por un instante los ecos de la soledad con nuestro paso fugaz y decidido. Mi esposa y mis dos hijas, a veces sobre los enseres de nuestra humilde tienda rodante, a veces caminando al lento ritmo de los tranquilos caballos, eran un cascabel constante de risas y alegrías, de charlas menudas sobre los mil repetidos incidentes del camino, sobre las flores del paisaje, sobre los colores del día, sobre el modo de cambiar los guisos de los idénticos alimentos. Nuestro viaje nos llevaba desde no sabemos dónde, hasta no sabemos cuándo.

Fue, pues, un asombro y una distracción encontrar otros viajeros en nuestro mismo camino. Una pareja de ancianos sobre una vieja tartana de la que tiraba casi sin fuerzas un pobre mulo de tanta edad como sus amos. Las explicaciones que me dieron sin que yo se las pidiese fueron tan vagas como las que yo les di sin que me las pidiesen ellos, pues me pareció que igualmente iban a ninguna parte después de haberse alejado de ningún sitio. Ofrecimos y consintieron seguir juntos. Pronto todos fuimos amigos, un lazo especialmente afectuoso se hizo entre mi hija menor y la encantadora anciana, amistad de matices insólitos y delicadas ternuras, como si mutuamente se dedicasen afectos hacia la abuela que no conoció, hacia la nieta que, al parecer, nunca tuvo. Flores salvajes de misteriosa belleza que la mujer recibía con una gratitud que expresaba mediante sonrisas tan íntimas que parecían sagrados rituales; dulces que la niña aceptaba con una alegría honda que no consistía en el placer de gozar, sino en el de recibir y compartir. Gran parte del camino lo hacían cogidas de la mano, ayudando la muchacha a la mujer en los trozos desiguales del áspero terreno, y recibiendo algún apoyo interior de cálidas ternuras, limpias como el agua de los arroyos que surcaban el paisaje. Esa amistad tuvo la virtud de contagiarnos a todos, que nos convertimos en el marco feliz de una relación que trascendía las edades y las circunstancias. Sorprendidos por nuestro propio comportamiento, con frecuencia nos hacíamos los unos a los otros menudos e impagables favores, desbordaban de nuestros labios las sonrisas y las hermosas palabras, teníamos siempre las manos tan tendidas para ayudar al otro, que nos encontrábamos uniendo nuestros dedos en medio de esa aurora que es el amor compartido y vivido.

Cuando se anunció por los signos de las cosas que se avecinaban los páramos grises, una inquietud pareció inundar a la anciana, y cobijaba ahora a la niña con tan solícito rigor que más parecía coraza y escudo que frágil mujer de edad avanzada. Oteaba el horizonte con ojos que era imposible, por lo gastados, que pudieran percibir nada más que los nuestros, pero esos halcones azules se clavaban en la lejanía a despecho de su edad, y yo estaba seguro de que acercaban las cosas por la fuerza misteriosa de una visión esencial. Nada escapaba a su atento escrutinio, ni sombra, ni risco, ni piedra, ni arbusto. Eso fue, creo yo, lo que salvó a nuestra hija. Porque antes de que el enemigo de letal mordedura tuviese tiempo de pensar en su destino, los lentos y achacosos miembros de la vieja mujer, más rápidos que el rayo, habían agarrado la cabeza de la sierpe y la habían atrapado entre dos tenazas de insospechado poder. Fascinados contemplamos la increíble escena: sin dejarse perturbar por los coletazos del animal, la mujer, luminosos y sonrientes sus ojos azules, acercó poco a poco las fauces de la bestia a su propio cuello y permitió a la muerte liberar su veneno. Dejó con un gesto despectivo que la serpiente huyese, levantó los brazos dando gracias a algún poder de ella conocido, miró por última vez a mi hija con esa ternura que habíamos llegado a creer inmutable, y se dejó caer muerta sobre las piedras del páramo.


ESTE CUENTO TIENE VARIOS FINALES, A ELEGIR:

1) En medio de nuestro estupor dolorido, el viejo cargó en la tartana el cuerpo de su compañera, dio la vuelta al mulo hacia un horizonte distinto, se despidió simplemente con ya se ha cumplido lo que estaba escrito , y se alejó hacia la nada de donde había salido. Al poco su sombra no estaba a la vista. Avanzaba la mañana. Seguimos en silencio nuestro viaje infinito.

2) Ante mi espanto silencioso el viejo se aproximó, me puso la mano sobre el brazo y acercando a mí su rostro me dijo estas palabras: Ella era la muerte, yo solo soy el que guía su mulo. Había venido por tu hija, citada para morir a la entrada del páramo. Algo cambió su designio. No me preguntes qué ha sido porque nunca me contaba sus proyectos. Marcha y saca a los tuyos de este desierto . Mi hija sigue mirando atrás con la esperanza de volver a verla...

3) Las lágrimas de dolor y de asombro borraron mi vista de tal modo que no supe luego cómo había seguida la escena. Cuando por fin se me aclararon los ojos, ni el cadáver, ni el viejo, ni la tartana estaba a la vista. Yo seguía subido, conduciendo el tiro, mis mujeres hablaban como siempre han hablado. He soñado la muerte, lo he soñado todo. Menos dos pequeñas señales que mi hija tiene en el cuello y sus ojos garzos, que siempre fueron negros.




060-MATISKA DE LAS CELDAS
Miguel Cobaleda
20-02-2022


Como todos los hijos de reclusas nacidos en aquella prisión, Matiska tenía un número, el 4 (galería), 17 (celda), 328 (dorsal de su madre), A (hembra: los varones eran B en ese mundo carcelario, insólito feminismo que no resultaba congruente con la bronca realidad de aquel infierno), y su apodo sencillo 8A era tan usual, que nadie supo nunca que se llamaba Matiska. Muchos otros niños poblaban las volutas de libertad del paraíso de acero, yendo y viniendo por entre los reglamentos, las prohibiciones, las lágrimas y las blasfemias, pero el fantasma 417328A era diferente, además, por muchos otros conceptos: nunca supo de su existencia la administración del penal, no se vio detenida jamás por cerraduras o rejas, era la hija de todas las reclusas y fue niña pequeña tantos años, que su condena resultó más larga que ninguna. Se dice que fue concebida en prisión por una interna muerta de perpetua, inconfesa de cierto extraño crimen, y que nació matando a la madre –y por ello condenada, en lógica siniestra, a la sombría libertad de la celda– en una noche febril, juramentadas todas, incluso la moribunda parturienta, a un silencio que fue respetado como el inmutable ritual de las órbitas celestiales.

Matiska se fue volviendo poco a poco el alma de la prisión, el refugio de suaves ternuras imposibles que aquellas mujeres depositaban cuidadosamente en sus rubios y rizados cabellos, el espíritu transparente que, al margen de cualquier explicación física, iba y venía de celda en celda sin que la detuviesen rejas, muros, cerraduras, guardianes.

Cuando alguna reclusa, desesperada por un futuro convertido en piedra, amenazaba derramarse por demencias y agonías, Matiska aparecía con sus ojos de mar, sus rubios cabellos, su inacabable sonrisa, y se dejaba besar y acariciar, jugaba como juegan los niños, y consolaba con su presencia la soledad y el infierno (en la medida en que tienen inseguro consuelo). Nunca crecía y siempre estaba disponible. [316457 sostenía que eran varias Matiskas idénticas las que recorrían el penal, que en ocasiones desesperadas una Matiska de ubicuidad imprecisa había hecho su caritativa visita a presas diferentes en celdas distintas en el mismo momento].

Tuvo tantas madres, abuelas, amigas, hermanas mayores y pequeñas como mujeres condenadas a aquel fracasado paraíso; siempre al pasar por los corredores alguna celda mostraba su rubia cabeza, su luminosa sonrisa, su amorosa mirada. Aprendió a leer mil veces, atendida incluso por analfabetas que estudiaron para enseñarla, tuvo mil muñecas de trapo del penal, con ojos de granos de café hurtado a la esquiva y mezquina administración del alcaide, mil ositos de peluche por cada una de cuyas orejas de espuma pagó cada presa el postre de un año, mil lazos de terciopelo que costaron exactamente un millón de noches de sudor y de rabia. Y mil vestidos de todos los colores, de todos los primores, de todos los amores, de todos los heroísmos. Encendía la noche sedienta de aquellos corredores de acero en suaves penumbras de cariño, poblaba los aires pesados de luz y de futuro, sembraba en los corazones una flor muy rara que se llama esperanza [que, por lo visto, se aclimata malamente en infiernos y tumbas], derramaba las canciones de la vida y del amor como quien dispone de sobra, convertía la prisión en algo tan cercano al imposible y ficticio invento libertad, que más de una reclusa lloró amargas lágrimas al terminar su condena. Mil cartas diarias llegaban [nunca lo supo el alcaide] para Matiska, llenas de amor y de hermosas, sublimes, faltas de ortografía.

Familia todas de Matiska, cesó entre las internas toda rencilla; madres todas de Matiska, su futuro de niña eterna era la única conversación; hijas todas de Matiska, la piedad filial formó un club de cuidados amorosos; hermanas todas de Matiska, cada quien presumía de ser la favorita, cada quien se esforzaba en ganar su predilección. Cuando el fantasma de la niña agavilló en su mano tantos cariños que nada en el penal respiraba sin ella, dejó la libertad de estar fuera, se hicieron innecesarios todos los barrotes y Matiska condujo a sus hermanas a un paraíso que habita en el corazón y no puede ser clausurado.


 

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