DESARROLLOS DE LOS MICRO ENSAYOS
Miguel Cobaleda
01-11-2023
33-MATAR
Los dioses, el azar, el destino, la evolución, o la naturaleza... (que cada cual
elija lo que prefiera) nos han concedido a los seres humanos un único poder,
pero inmenso, descomunal, incluso aterrador: la capacidad de matar.
Vayamos por partes: único. ¿Y la inteligencia? ¿Y la imaginación? ¿Y la
voluntad? ¿Y la capacidad de transformar el entorno, de construir el progreso
intelectual y científico?... No son tales poderes, aunque –como somos un
poquitín pedantes– nos gusta fingir que lo son y que están a nuestra
disposición, pero cá, como dicen en mi pueblo.
La inteligencia: si fuera lo que decimos que es y colaborase cada una con todas
las demás, a estas alturas seríamos dueños del universo y de sus infinitas
estrellas y ni siquiera somos dueños de nuestro planeta, que levanta tsunamis,
volcanes, tornados y nos destruye en cuanto le da la gana sin que podamos hacer
nada para evitarlo.
La voluntad se alía con nuestros peores deseos y contribuye a que matemos,
potencia nuestras más perversas potencias, por ejemplo la ambición, la codicia,
la envidia...
La imaginación si que es un don celestial, ciertamente, pero o bien la
menospreciamos porque casi nunca se alía con la acción y son los actos lo único
que respetamos, no las ilusiones o los deseos; o bien contribuye –también,
además de su tarea creadora– a mejorar los instrumentos de muerte (la
imaginación y el talento que derrochan los creadores de armas, desde la falcata
hasta los misiles hipersónicos, pasando por la ballesta y el colt, es inmensa,
seguramente hay más imaginación en el diseño de armas mortales que en las
teorías científicas o en las obras de arte).
En cuanto a la capacidad de transformar el paisaje en “nuestro paisaje”, en
nuestro mundo, sí, es inmenso don y sin él no seríamos como somos ni habríamos
llegado a tanto; pero no es otra cosa que imaginación+inteligencia+voluntad
cuando se dedican a construir y no a destruir, tienen su lado luminoso, cierto,
pero tienen su lado sombrío.
Matar no tiene contrario, es como se dice de la ira cuando se habla de los
pecados capitales. Matar nunca desmiente su estirpe, matar es un acto absoluto
que no se desdice, que no se arrepiente –aunque lo haga el asesino–, que no
falla. ¿Cuáles y cuántas son las consecuencias de los actos letales de los
genocidas? [Se calcula que el padrecito Stalin mató o mandó matar a cerca de
diez millones de personas; al hacerlo, mató sus futuros, sus hijos futuros, sus
nietos futuros, sus enteras estirpes futuras, sus actos y las consecuencias de
sus actos, los hijos futuros y nietos futuros de esos hijos futuros y nietos
futuros...].
Como se trata de futuribles, no son contables ni mensurables, ése es uno de los
aspectos más contundentes y espantosos del matar, que sus consecuencias se
abren, desparraman e inundan el infinito. ¿Cómo sería el mundo ahora mismo si
Caín no hubiese matado el futuro de Abel?
Quien sea nos ha dado el poder de matar, pero parece que no se ocupó de
obligarnos a reflexionar antes de cometer ese acto infinito; la mayor parte de
los que matan no piensan en la dimensión de su crimen, en la explosión de muerte
que una única muerte conlleva, matan como matan los genocidas, los terroristas,
los criminales, porque pueden hacerlo sin tener que pensarlo, porque ni siquiera
conocen el número exacto de los que su acto o su mandato matan, y mucho menos el
futuro que de ellos se borra, se des-existe, se anula. El que mata sin necesidad
de la propia defensa, es el ser más desprovisto de inteligencia y de imaginación
de todo el resto de los seres humanos, sólo sus cofrades le son similares, sólo
del club de los asesinos forma parte.
Todos somos capaces de matar, ]podemos –un ejemplo entre miles– conseguir un
arma, subirnos a una torre y disparar a cientos de seres indefensos que no saben
nada de nuestra existencia ni de nuestra perversidad].
O podemos mirar para otro lado cuando los amos del mundo usan nuestro
consentimiento para matar y matar, aupados en el poder que nuestra desidia les
proporciona, protegidos por un caparazón de ideologías mortíferas, creadas para
justificar cada muerte como parte de una estadística inevitable –e inocente, por
tanto–.
Pero en el matar no cabe la inocencia, un millón de muertos nunca es una
estadística porque el horror no consiente aritméticas.