DESARROLLOS DE LOS MICRO ENSAYOS
32-MIS ADMIRADOS AMIGOS
DE SIEMPRE
Miguel Cobaleda
01-10-2023
Desde hace tiempo, creo que desde que soy cronológicamente un anciano, ha ido
cambiando lenta pero claramente mi relación con mis clásicos, mis “invitados”,
mis “contactos frecuentes”. Al mismo tiempo ha ido cambiando también mi trabajo
filosófico, que ha dejado de ser técnicamente especializado para irse haciendo
más auténtico, menos profesional pero más comprensivo, menos determinado pero
más profundo. Me he ido despojando –no la “epojé” de Husserl, sino el
despojamiento del asceta, el desprendimiento de Diógenes,– de las herramientas
profesionales y de los artificios periciales, para entrar en una especie de
camaradería cercana con los problemas esenciales y con los sabios de siempre.
He dejado de enfrentarme con esos problemas y cuestiones a base de las armas
habituales de mi oficio filosófico; ahora llego a ellos como un mendigo que
suplica y no como un soberano que ordena, mi cercanía me convierte en camarada,
como el mismo rancho en parecida escudilla de peltre.
Esta nueva actitud –esta nueva versión de mí mismo que la vejez me ha deparado–
se derrama, con parecido significado pero con distinto protocolo, por dos
cauces: la relación con los asuntos filosóficos, la relación con mis sabios de
siempre.
Veía, trataba y analizaba yo antes los problemas con distancia profesional.
Ahora, en cambio, me siento un camarada: caminamos juntos por el mismo barro;
sabemos cada uno las virtudes y los defectos del otro; y en lugar de esa imagen
sólida, feroz y atemorizante de nuestra unidad con que los jefes pretenden
asustar al enemigo, sabemos que nuestra ferocidad y resistencia a ultranza, más
que a heroicidad y profesión militar, se debe a que somos veteranos –o sea:
viejos– y, puestos en la disyuntiva de huir corriendo –que ya no estamos para
tal–, preferimos morir matando como cosa más descansada y menos estresante. Esos
problemas eran antes para mí simas siniestras que precisaban de toda clase de
artilugios de escalador profesional para adentrarse en ellas, y que sólo
entregaban, tras dura brega, retazos de explicación; ahora siguen siendo hondas
pero ya no siniestras sino amistosas, y es posible descender hasta lo profundo
de las mismas (conocerlas, adquirirlas, admirarlas) con el sencillo
procedimiento de ir bajando por sus laderas de saliente en saliente, y
conseguir, llegando a su entraña, una compresión que es más que explicación, es
conocimiento.
Cuando concluyo el análisis de cualquiera de esas tesis, es que participamos
ambos del mismo “universo del discurso” y hablo por fin el mismo idioma que
ellas. Si a mi explicación global de un asunto filosófico esencial le falta una
pieza, esa misma pieza falta en el propio puzzle, y no se da esa identidad por
ser yo alguien especialmente genial, sino porque el problema y yo nos hemos
topado con la misma grieta. Y si los genios infinitos de la filosofía, que en
tanta medida me sobrepasan, saben del problema mucho más que yo, es que saben
del problema mucho más que el problema.
Otro tanto me sucede –aunque según protocolo distinto– con mis queridos genios,
mis contactos frecuentes, los amigos y colegas de la historia del pensamiento. A
ver: no que les haya perdido el respeto, eso nunca, eso es impensable.
¿Cómo le voy a perder el respeto al inmenso Hume, por mucho que disfrute de su
cercanía como mentor y amigo?...
¿Cómo voy a perderle el respeto a Platón, autor de las Ideas?...
¿Cómo voy a perderle el respeto a Aristóteles que inventó casi todas las
ciencias y creó la Lógica?...
En fin, ¿cómo le voy a perder el respeto al Empédocles del bellísimo
Purificaciones, cuyo párrafo, que cito debajo, es tan sublime:
a Heráclito –cuyo fragmento XVI constituye un hito de mi propio pensamiento–,
“¿Cómo se puede escapar de aquello que jamás
desaparece?”
a Parménides –de quien llevo escrito su famoso fragmento 3 en la gorra visera
que “me regaló”–,
“...pues lo mismo es el pensar y el ser.”
a mis admirados Berkeley, Kierkegaard, Gödel, Anaximandro, Kant, Ortega,
Gorgias, Hegel, Escoto, Leibniz, Averroes...
sin que importe para nada la mezcla de siglos, doctrinas e influencias?...
¿Cómo?...
Lo que pasa es que mi situación y condición me han vuelto cercano, amigo,
camarada –bien que “último y mínimo”– de esos grandes genios. Mi ingenuidad y mi
capacidad de admiración –acaso también mi escaso talento– me convencen de todo
lo que leo; y si leo un texto contrario al texto que acabo de leer, me hago
adepto de las tesis nuevas sin dejar de ser feligrés de las anteriores; todo me
convence cuando me enfrasco en los escritos de estos amigos excepcionales. Ya no
les veo desde abajo hacia arriba en sitiales inaccesibles (sí en la admiración y
respeto, pero a la vez comprendiendo sus caminos y sus retrocesos, sus problemas
y sus logros), por lo tanto no en cuanto a “distancia profesional temática”,
porque ahora me da la sensación de estar a su lado cuando escriben o piensan,
como si lo hicieran en voz alta y yo fuese asin-tiendo a cada frase y a cada
argumento. Incluso titubeo cuando titubean, no por la ineptitud de sus genios
–que nunca cejan ni desmayan– sino porque saben que se dirigen a idiotas y
piensan muy mucho en cómo expresar las originales novedades que proponen para
que nosotros, los tontos, primero las escuchemos, luego las entendamos y por fin
las aceptemos. Que por lo que a mí se refiere, las acepto todas y siempre
(incluso si no siempre las entiendo).