DESARROLLOS DE LOS MICRO ENSAYOS
29-EL CÍRCULO DE LA
EXISTENCIA HUMANA
Miguel Cobaleda
01-07-2023
§ I
El paisaje que nos rodea
Un círculo de horizonte rodea y limita nuestra mirada, apartándola de posibles
destinos infinitos. En ésta mi tierra castellana es posible ponerse en el centro
de un paisaje llano y girar sobre uno mismo para trazar con la tiza de los ojos,
en la pizarra circular del fondo, la línea que separa a la vez, por un lado, la
mancha azul de los cielos de la mancha dorada y siena de la campiña, por otro
lado la realidad que eres de la irrealidad que no te alcanza.
Microbios en el interior de una burbuja, comprendemos con facilidad la idea
leibniziana de la mónadaA095 pues, aunque nada nos impida deambular por ese
paisaje y tratar de acercarnos al horizonte, lo cierto es que ese centro que
somos, si se desplaza en el espacio, no se desplaza en la categoría ontológica,
siempre es el centro del mismo círculo el cual, si se desliza sobre el terreno,
no se desliza en el predicamento metafísico, siempre es nuestra burbuja
existencial.
Como nuestra fantasía –aunque se nutre principalmente de los datos que le
suministra el ojo– fabrica por sí misma composiciones y puzzles añadiendo piezas
de unos a otros y extrapolando las dimensiones de lo real, podemos imaginar
fantasmata variados de gran dimensiónA088, desde la inmensa bóveda celestial a
la profundidad del tiempo infinito, y por ello no nos sentimos prisioneros en lo
íntimo de nuestra cabeza; se abre en ese interior, tan cerrado, una estancia
vagamente ilimitada que redime y consuela la prisión efectiva que los ojos y el
paisaje cierran a nuestro alrededor. Imaginamos la anchurosa planicie de la mar,
la hondura aterradora del escenario en que se mueven las constelaciones, y esos
abismos presentidos por la fantasía nos tranquilizan y nos permiten dormir
sosegados porque esperamos que se desenvuelvan como forillos transparentes y nos
permitan ir y venir a nuestro antojo por un espacio onírico sin fronteras. Para
todos los efectos prácticos de la cordura –para los efectos de la cordura
práctica– que son los requisitos de nuestra existencia social, esas fantasías
medio visuales medio mágicas son suficientes. Pero es indiscutible el hecho de
que mis ojos me encierran en el círculo de un paisaje acotado que va conmigo
como va conmigo mi sombra; más: como va conmigo mi piel.
Irresistible, irrenunciable y otros ‘irre’ similares, esa esfera espacial que
nos circunda constituye la efectiva patria a la que pertenecemos: como que en
ella nacemos, vivimos y morimos, y ni siquiera es tan extensa que no pueda
recorrerse, entera, ahora mismo. Su inmediatez es lo que la constituye, su
absoluta cercanía, su ser referido al mí mismo, al mí solo que es el único ente
del universo del que no puedo separarme, cuya compañía me es esencial. Si
cualquiera próximo –que pareciendo ocupar a mi lado la misma patria territorial
que yo, no sea sin embargo yo mismo– se desplaza siquiera un paso desde mi
posición central, su centro se marcha con él y crea una diferencia entre su
círculo y el mío que bastan para hacerme comprender que nuestras patrias no
pueden ser la misma, porque se está llevando la suya que se desdobla de la mía y
se fuga con él.
Quien contemple en la mente las distancias ¿exactas? entre nosotros y las
distantes estrellas y, en lugar de la imagen de alguien centrado en un campo
dorado de la ancha Castilla, tenga la de quien contempla por la noche la bóveda
estrellada del firmamento, discutirá la inmediatez de ese globo que nos ciñe.
¿Cómo puede ser inmediato y ceñirnos algo que se aleja hasta miles de millones
de años luz y de lo cual no puede expresarse cuerdamente su distancia?... Pero
el ojo no ve distancias semejantes, ni capta la ‘real’ presencia abrumadora de
Betelgeuse en su ardiente enormidad: ve una contigua –inmediata– bóveda negra en
la que diminutos luminálculos se abren a millones, alcanzados por la vista que
los registra según parecida impresión de cercanía con que durante la vigilia
diurna registraba la suave ondulación de la colina que igualmente tan a mano –a
mano del ojo– le quedaba.
Que podamos llevar con nosotros esta esfera, trasladando al trasladarnos su
centro a ras de tierra, es lo que la hace, a la vez que inmediata, diminuta; no
tanto en el tamaño mismo o en la impresión que ese tamaño en el ánimo nos
procure, cuanto en el concepto: toda prisión es, por ello mismo, mínima,
diminuta, ceñida, ínfima; como ya supo Parménides, a pesar de sí mismo y aunque
le corrigiera –mal corregido – Meliso, todo círculo es finitoA012, no importa
hasta dónde se desmarque el concepto infinito que lo promueva.
Como se nos condenaba a mazmorra tan miserable y sombría (Platón opinaba más o
menos lo mismoA022), en un alarde de magnánima misericordia se nos permitía
vislumbrar otras luminarias y otras libertades en el seno de la nebulosa
fantasía o de la imprecisa memoria, a la vez que se nos convencía de que los
muros de la melancólica prisión eran caricias y los carceleros amables
camaradas. Los propios jueces que nos condenaban al círculo cerrado de esa
frontera mezquina –los ojos– nos eran presentados como reputadas maravillas,
milagros sensoriales que nos abrían ¿ilimitados? horizontes. Aprendamos desde ya
con esta lección primera que nuestras peores mutilaciones se nos muestran
siempre como dádivas generosas, que existe una conspiración incesante para
vendernos el terror y la tortura en formato de portento y que esta lección es
siempre útil a quien nos engaña, que nunca nos sirve a nosotros para nada, que
sólo con feroz resistencia nos liberamos de su magia falaz, que habernos salvado
de ella una vez a base de heroico esfuerzo no nos garantiza una victoria
ulterior en la siguiente batalla, que siempre tenemos que volver a empezar, que
comprender finalmente –desgarrado el corazón ingenuo y candoroso– que los ojos
son verdugos y no amigos no nos facilita comprender, por ejemplo, que la razón
es carcelera más rencorosa que camarada y aliada y cómplice.
Arrastramos con nosotros, pues, ese círculo inmediato de nuestro paisaje sobre
la desnuda piel de la tierra, si es que la hay. En mi opinión la hay: se trata
de una pelota lisa, plomiza, lo de plomiza es más una metáfora que un color o
una densidad; algo sin relieve físico ni psicológico, algo que los dioses no se
han molestado en moldear, como no se molesta el artista en pintar frescos
grandiosos en las paredes si piensa luego enteramente cubrirlas con tapices y
trampantojos que las retiren de toda contemplación. Sobre esa pelada grisalla
anodina deslizan los ojos de cada criatura humana su propio decorado; cuando en
medio de mi bella y anchurosa Castilla contemplo un atardecer de fuegos y
girones crepuscularmente encendidos en la frontera de los campos derramados como
oro fundido en el inmenso plato que me circunda, todo: crepúsculo, sol, girones,
doradas besanas, el propio concepto de ancha Castilla, todo mis ojos lo ponen;
si me desplazo hacia la luz unos pasos llevado por el afán ambulatorio de la
belleza poniente, tal hermosura mis ojos la trasladan esos mismos pasos en la
misma dirección. ¿Qué otro motivo habría, qué otra explicación fantástica
–científica– para que nunca llegásemos andando hasta el horizonte si no lo
arrastrasen nuestros ojos como el payaso que pretende coger la pelota que sus
propios zapatones empujan cada vez que a ella se acerca?
Sea el que sea el delito que hayamos cometido, lo cierto es que hemos sido
condenados a nosotros mismos, a que nuestros ojos creen los forillos del paisaje
y los cuelguen de los varales de nuestro escenario interior simulando un
exterior que no existe; a que no podamos dar la función por terminada y
marcharnos a casa a descansar del teatro, del público, del montaje, del texto,
sino que constantemente seamos a la vez autores, actores y espectadores de una
representación incesante que nos sigue, escenario incluido, a todas partes
durante todo el tiempo. El tiempo... ya nos ocuparemos de él también más
adelante: igualmente nos circunda, hálito respirado y expelido por el mismo
pulmón que exuda los recuerdos y los ritmos de un vivir que no consiste en vivir
sino solamente en fabricar recuerdos.
No sé si por desidia inadvertida, por ineficiencia creativa, o acaso por la
propia rugosidad de lo impreciso, consustancial a la creación de andamios y
subyacencias, a veces esa piel de colores que llamamos paisaje, en fin, el
círculo envolvente del que vengo hablando, se engancha en salientes –que no
deberían existir, faltas son del debido pulimento– del no tan liso pellejo
‘real’ del mundo, y al arrastre mecánico del deambular se desgarra un pellizco
de rededor, de paisaje, entre surco y surco se abre una grieta, o entre la línea
del horizonte y la pelota del sol (Valle-Inclán) se estría una fisura. Muchas
veces no la damos por advertida (quién nota siempre todas las fallas de la
existencia...), otras son los próximos, más vigilantes de nuestra envoltura que
nosotros mismos, los que hacen que nos percatemos de su presencia o que no nos
percatemos.
El tema es importante. Como sabemos que no somos capaces de crear-alterar los
parámetros de la existencia (es decir: sabemos que no podemos, así por nosotros
mismos y sin mayor esfuerzo, crear o transformar el universo), pues normalmente
no le damos importancia a esos desgarrones existenciales del paisaje. En efecto,
si nos pusiésemos tercos en declarar o reclamar por la impericia o el desgaste y
se nos respondiera con un encogimiento de hombros (acostumbrados como estamos a
que los dioses usen los hombros en ese sentido) ¿podríamos acaso, gallitos
envalentonados, corregir por nuestra cuenta el desajuste? No, así que. Pero ello
no quita para que las roturas o descosidos estén ahí mismo enmedio, tan
flagrantes, y que incluso, si el enganchón es contumaz, se abran más a cada paso
que damos (hay quien ha roto al fin totalmente por la herida y al caminar no
lleva ya paisaje tras de sí) hasta desatarse abismos como mares de grandes,
capaces de tragarse el círculo mismo entero de nuestra realidad. Miramos
entonces serenos por encima de la resquebrajadura como si no estuviera, nos
damos por satisfechos con la ‘ausente’ continuidad del entorno, fingimos círculo
completo lo que acaso sea ya sólo porción exigua del anterior queso vital y al
andar tenemos cuidado de dónde asentamos el pie. Admirables son los que, acaso
reducidos a la minúscula isleta de un solitario ladrillo vivencial, caminan de
todos modos como si el paisaje estuviese completo, más aún: como si fuese real.
Intrépidas criaturas que honran a toda la especie.
Pero mucho más importante que el trivial pellizco que rasga la realidad a causa
de las rebabas de un fundamento mal pulido, es en este asunto el encuentro –a
veces solapamiento gentil, en ocasiones confrontación abrupta– entre los
círculos visuales de los distintos seres humanos cuando convivimos unos con
otrosA161. En ese repetido ejemplo de la escena crepuscular en medio de la
besana dorada de Castilla supongamos ahora que se me acerca algún desconocido
cuyo propio paisaje es –hermoso también, qué duda cabe– el perfil más hirsuto y
verdoso, ni dorado ni siena, de la montaña cántabra, sus cielos umbríos no
celestes, su ocaso más bien aurora, venus –por vespertino en lugar de matutino–
en otro cuartel distinto de la bóveda... ¿qué hacemos entonces, qué concilio de
paisajes y vivencias es posible? ¿Cómo podemos entablar puente, conversación,
sobre qué base contemplar juntos –“juntos”– los sucesos geocósmicos del distinto
alrededor?
Damos por supuesto: es la respuesta. Creer sin más ceremonia que los otros son
vecinos también del mismo ámbito es truco sin cuya potencia la vida humana fuera
acaso imposible. Por eso el truco se completa con nunca comprobar si estamos en
lo cierto. Dar por supuesto es dar por supuesto, no es dudar, tener la mosca en
la oreja, andar con remilgos: estas variantes son gravísimas, de lesa Humanidad
peca quien las acaricia, el escepticismo es bueno sobre el amor de los amantes,
la fidelidad de los amigos, la justicia de los jueces, la benevolencia de los
dioses, la necesidad de los gobernantes, pero jamás, jamás sobre si el paisaje
de este contertulio y mi paisaje son el mismo. Por supuesto que lo son, paisaje
sólo hay uno, el mío, todo el mundo lo sabe.
No quiero ser pedante, pero a mí también se me ha ocurrido la objeción: ¿qué
pasa si uno, inseguro de la rosa de los vientos de su propio entorno, le
pregunta al otro que dónde está tal o cual punto cardinal, que por dónde se va a
tal o cual destino, pueblo, lugarejo, valle o región? ¿Qué sucede cuando uno
pregunta por un hito de su mapa y el otro tiene otro mapa en donde ese hito no
existe? ¿Cuando el segundo responde con una cota de su propia carta que no
remite –no puede– a ninguna cota del plano del primero?
Anda, que no hay soluciones posibles para esta objeción... La primera consiste
en decir, claro, que nadie tiene dudas nunca acerca de los puntos de su propio
paisaje: lo estás viendo, caramba, lo tienes delante de ti, a tu alrededor, es
tu propio dibujo, tiene las líneas que tus propios ojos trazan. Ergo el problema
no existe, nadie pregunta nunca por una dirección que no sabe, una calle que no
encuentra, un sendero en la encrucijada que desconoce y que no tiene secretos
para su interlocutor. Pero como, muerto Zenón de Elea, nadie ampara ahora a sus
maestros con argumentos de piedra, abandonaré esta primera línea de defensa,
inseguro de poder persuadir a los ignorantes de que, realmente, no lo son (tarea
más ardua aún que persuadirles de que lo son).
Digamos, pues, que, como lo que ves es lo que ves, en lo que ves no tienes
dudas. Tienes dudas y necesitas respuestas acerca de lo que no ves. En suma,
cuando alguien en una ‘tierra extraña’ pregunta al lugareño por la dirección que
no conoce y que –ex definitionis– no está a la vista, no pertenece al círculo,
lo que sucede es que pregunta por algo más allá de su propio paisaje, algo que
no es, pues, real, sino fantástico. Y le responden con algo que está también más
allá del círculo real del que responde, algo quimérico igualmente. Pregunta
acerca de una fantasía y le responden acerca de otra. “Traslación del problema”,
dirán los objetores, seguimos enfrentando lo ‘uno’ con lo ‘otro’, solapando
imposibles. Pero no, ahora no me pillan: la fantasía no es la realidad, no tiene
las mismas fronteras, los paisajes reales son distintos pero los mapas irreales
se confunden, nadie sabe nunca dónde empiezan y terminan, si sacar una marca de
tu realidad para trasladarla a la realidad del vecino no es posible, sacar una
sombra de tu sueño para llevarla al sueño del otro es sencillo, hacedero y
trivial. Luego cada uno implanta en su propia realidad el dato ficticio, al
hacerlo lo convierte en parte de su realidad y, aunque se vuelve diferente del
que resulta de la similar operación que el vecino ha hecho en su propio paisaje,
aquí de nuevo vale el ‘lo damos por supuesto’ y todos contentos. Esto es hablar,
comunicarse, no es otra cosa: extraer de territorios imaginarios mojones
vagamente idénticos, plantarlos en realidades diferentes convirtiéndolos en
datos distintos y dar por supuesto que son los mismos. Adiós, buenas tardes,
muchas gracias, espero que encuentre usted sin dificultades el camino. ¿Crees
acaso que, si preguntas por dónde se va a la felicidad, y te responden, y la
sitúas en tu mapa, y te diriges a ese lugar, y llegas a él, has llegado al mismo
lugar que te dijeron, si es que existe? Vaya...
Otra cosa que ocurre en este asunto es que cuando te cansas del círculo de tu
propio paisaje, nunca grande, cierto, pero a veces muy presente, muy firme, muy
contundente, demasiado nítido (por eso yo me quito muchas veces las gafas), lo
puedes plegar, enrollar, doblarlo y volverlo a doblar hasta convertirlo en un
pañuelito minúsculo que luego te puedes guardar en el bolsillo. Se llama cerrar
los párpados, no es necesario dormirse para ello. Pero ¡ojo!, entonces se
despliega otro y acaso sea peor el remedio que la enfermedad. La realidad parece
tener leyes de más riguroso cumplimiento, perfiles de más aristada contundencia,
sí; pero la riada de imágenes que pueden desfilar y/o constituir tu paisaje
circular cuando interrumpes la vista, aunque más libre y menos terminante, es
propensa a desbocarse, a seguir derroteros no siempre gratos (¿no era Kant, el
estirado y frío célibe, el que se recomendaba a sí mismo no dejarse acogotar por
los demonios nocturnos?); y que ese paisaje fantástico es libre de la realidad y
libre de ti, pero ¿eres tú libre de él? En alguna parte (Eros y Civilización
A184) dice Marcuse que dice Freud que dicen los dos que la imaginación sale por
sus fueros frente al principio de la realidad, estableciendo, más allá del
super-yo y más allá del yo, esa íntima conexión con el ello que reivindica un
nivel de conocimiento y de efectividad instaurando, reinstaurando, el ancestral
poder pre-genital de los instintos, exigiendo para ellos y para la fantasía una
territorio de realidad que no sea el de la realidad. Y qué queréis que os diga,
si hay que preferir estar sometido, por la razón, al principio de la realidad o,
por el instinto, al principio del placer, no lo tengo tan claro; sometimientos
son los dos ¡cuántos viejos sabios se han congratulado de haber alcanzado un día
la libertad frente al instinto!. En fin.
Lo cierto es que esos paisajes son siempre circulares, al menos si nos
molestamos en girar la vista en derredor desde el foco central de lo que en ese
momento seamos, bien los ojos de la cara, bien el meollo del sueño, el onírico
núcleo del que surgen los fantasmas. Porque también podemos abandonarnos a la
desidia pre-arquitectónica de la quietud originaria cuando la ameba primigenia
deseaba volver enseguida a la inercia mineral de que emergiera. Digo: esos
momentos en que permitimos que se componga un puzzle sin sentido, un collage
desordenado, retazos superpuestos cuyos picos mal pegados sobresalen del
perímetro de nuestra consciencia. Podemos hacerlo, en el duerme, en el
duermevela e incluso en el vela; basta fingir ‘como que estamos a otra cosa,
entrecerrada la atención y entrecerrados los ojos’. Eso sí: cuando decretas de
nuevo la estabilidad (despiertas, o abres los ojos, o terminas el ensueño, o
vuelves a lo que estabas y te pones otra vez a la tarea...) el círculo de tu
paisaje se ha venido contigo.
¿Pero no he dicho que, a diferencia de la nítida circularidad del territorio
real, la fantasía no tiene límites precisos y sus territorios se solapan,
incluso los de varios soñadores diferentes, estableciendo nebulosamente un
puente nebuloso entre yoes y túes?... Sí, pero sigue siendo una región, si
cerrada no, acotada y atada a su centro; la realidad física está circundada por
un cordel tan definido que corta el ser del no-ser; en la realidad ficticia de
la imaginación o del sueño, por el contrario, la frontera es un algodonoso boás
en torno al cuello de lo impreciso, mas en ambos casos llevamos, sujeto por la
traílla inmediata que nos nace desde ‘aquí’ (ver para el tema de los ‘aquíes’
las digresiones de Russell en El Conocimiento humanoA162) y constituye su
centro, el paisaje circular que nos envuelve, monadifica, engloba, rodea y
esferiza.
Así que vuelvo a repetir la frase primera: un círculo de horizonte rodea y
limita nuestra mirada, apartándola de posibles destinos infinitos. Que, dicha de
ese modo, y repetida con énfasis, podría dar la impresión de que yo sugiero que
sería deseable aspirar a dichos destinos, o acaso alcanzarlos. ¡Quite allá
semejante cosa! Bien estamos con la finitud –aunque acaso algo cativa, qué
caramba– que nos limita y nos termina, sobre todo termina: ¿quién quiere ser
eterno, cocerse para siempre en la gélida fría frialdad helada de una duración
sin instantes, idéntica a sí mismaA087?... ¿Y quién desea un paisaje sin fin,
ser el centro de una esfera que no tiene límite y, por tanto, no tiene centro ni
es esférica, no volumen, no plano, no línea, punto sólo, solo punto hondísimo y
atroz para despeñarse en esa in-dimensión absoluta?... Ni hablar, habría que
estar cuerdo, como Dios, para desear semejante enormidad. Y aquí todos somos
humanos, gentes de orden, cuerdo no estamos ninguno ¿no?
Ahora, ya siendo un círculo el paisaje que nos rodea –y aunque tiene el tamaño
que tiene y, pese a juegos más o menos fantásticos ya citados, no podemos
cambiarlo– ¿querríamos otro tamaño distinto?... La pregunta parece sensata, esto
es, una pregunta que tiene sentido y puede hacerse. Bueno, pues no, no tiene
sentido ni puede hacerse, son palabras vacías entre dos signos de interrogación,
pero pregunta verdadera no la hay. Para el centro de un círculo, el ‘tamaño’ de
la cónica es irrelevante, es siempre el mismo, el que es. Al centro le importa
la equidistancia de todos los puntos del perímetro, la indistinción de los
mismos en cuanto a su relación con él, que se los lleva cuando cambia de sitio,
que nunca se modifica la estructura que define todo el conjunto. No es un asunto
de metros o kilómetros, sino de configuración, por eso dije antes que nuestro
paisaje nos es inmediato, absolutamente cercano. No importa si a veces se
‘termina’ ahí mismo donde se pone la pelota solar, al final de la besana dorada;
o a veces se extiende hasta los alfileres de luz que se abren por la noche en la
piel oscura de los cielos; no importa si en medio de la mar el ojo encuentra
tanta anchurosidad que naufraga sin alcanzar inexistentes orillas, mientras que
la proximidad de la costa le relaja y tranquiliza saturando las desmesuras con
cercanías: siempre son inmediatos los extremos del círculo. El paisaje humano es
un redondel cuyo borde es al tiempo la propia piel del punto central.
Pero pasemos ahora a desarrollar el otro punto, la coincidencia mayor o menor, y
en todo caso la proximidad, entre los derredores de varios concurrentes que
miran a la vez ‘el mismo paisaje’. Tengo una buena metáfora para explicar la
superposición de círculos de color con que los humanos revestimos la desnuda
pelota plomiza de este planeta que soñamos. Y el cuento es el siguiente:
imaginemos un estanque de aguas tan limpias que, al nivel de la superficie, ni
la más leve mota de polvo surca las mínimas ondas y la claridad solar se refleja
como sobre azogue, no dejando a su paso arruga, ni señal, ni entrevero de
sombra. Pero entonces, naciendo desde el fondo como estallidos que emergen y se
extienden por esa bruñida y húmeda piel, un enjambre de nenúfares revienta
surgiendo cada uno desde su raíz enterrada en el limo; cada tallo crece y se
eleva hasta aparecer a ras de la superficie y, en llegando a ella, explota y se
despliega en un recipiente circular de esmeraldina perfección geométrica que
tiñe de verde un redondel de la antes pulida e incolora planicie líquida. Cuando
los nenúfares emergentes son muchos –todos, cuando son todos– el estanque entero
desaparece bajo la verde alfombra y tendrían las plantas la impresión (si los
nenúfares pensasen) de que el lago –el universo– ha sido diseñado
constitutivamente con esos colores que el lago sabe, sin embargo, que no le
pertenecen. Bueno, pues lo mismo: cada uno de nosotros extiende sobre el desnudo
pellejo gris de esta pelota planetaria, el estallido cromático de su propio
paisaje circular interior, el efluvio de su ánima en formato cubre-nadas, pero
todos a la vez, todos los seres humanos estallando decorados interiores sobre la
grisalla, cada quien a semejanza de las paredes interiores de su propio almario:
éste por tranquilo paseante sosegadas colinas, aquél por esforzado trepador
abruptas montañas, el otro por aventurado navegante inmensos océanos, el de más
allá por visionario poeta ristras de constelaciones... hasta darle a la esfera
del ser un aspecto totalmente humano hecho de espacio y de tiempo, de esperanza
y tristeza, de color y alegría, de proyectos, recuerdos, sueños, luminosas
claridades y sombrías desesperaciones...
Y no olvidemos anotar que esa inmediatez del círculo-paisaje que nos rodea y
define, también nos constituye. Somos nuestros límites, sin ellos no nos
diferenciaríamos del aire que respiramos, del suelo que nos soporta, del tiempo
que nos atraviesa, del amor que nos redime. Visitantes curiosos de nuestra
propia historia, turistas de nuestro propio recorrido existencial, somos como
aquél que sabe que esto es Roma porque hoy es jueves: porque estoy aquí soy
éste, el de allí es aquél, es otro, un no-yo que tiene otro paisaje porque tiene
otro centro y no me es próximo sino lejano. Por eso el amor nos amplía, porque
somos lo contiguo frente a lo distante y el amor convierte –transmuta,
alquimista hacedor de milagros– lo remoto en inmediato. (No deseo ahora entrar
en ese inmenso tema, ya lo veremos en otro momento).
Antes de finalizar, quiero insistir en que el círculo que nuestros ojos trazan
con el compás de su creativa mirada, desde el centro se funda, a partir del
centro se erige. Es el centro lo que cuenta; la propia inmediatez que tanto he
citado ha sido traída a colación por referirse a esa centricidad absoluta desde
la cual el paisaje nace y se dibuja. Nadie viene hasta sí mismo desde el lejano
horizonte, sino que vamos hasta el horizonte –del terreno, del futuro, de la
memoria, de la vida– desde el aquí incondicional que somos y el ahora inmutable
que nos ancla. Para que pueda desplegarse –simular que se despliega– la
centrazón cerril que somos, se nos han dado los ojos pintores de lejanías, la
memoria escritora de recuerdos, el amor orfebre de otreidades, la esperanza
escultora de futuros.
✠✠✠
§ II
La estirpe a la que
pertenecemos
La más dilatada longevidad, la más poderosa memoria no consienten al individuo
humano concreto más horizonte familiar que dos o tres generaciones por encima y
otras dos o tres por debajo de su concreta existencia, en lo que se refiere al
dilatado proceso de su entera estirpe. Dichoso el que, habiendo conocido a sus
padres, abuelos y bisabuelos, conoce a sus hijos, nietos y bisnietos. Pueden
citarse casos de quienes llegan a conocer incluso a sus tataranietos y hasta
habría algún ejemplo de bis-tataranietos, aunque sería sumamente raro el que los
susodichos hubiesen, también, conocido al mismo número de antecedentes. En
semejante improbable caso –quizá hasta ahora nunca dado–, quien hubiera
disfrutado de este raro privilegio vital habría conocido su generación y otras
cinco por encima y cinco por debajo, un total de once generaciones, sin duda
todo lo más que entendemos como posible –¿posible?–.
Y estaríamos tomando el término ‘generaciones’ en un sentido especial, no desde
luego en cuanto al cómputo habitual de 30 años por cada una, pues en dicho
supuesto los años totales serían 330, que ningún ser humano ha alcanzado a vivir
jamás y no parece probable que consiga vivirlos nunca por grandes que sean los
avances que esperamos de las ciencias bio-médicas. Nuestro uso del término
supone que se darían al tiempo dos circunstancias: el hecho de una procreación
muy temprana y la regularidad de ese comportamiento a lo largo de toda la serie,
unidas además a la conveniente longevidad de los miembros de las distintas
generaciones. Si imaginamos a cada mujer pariendo su primera hija a los 11 años,
la cual a su vez tenga a su hija cuando alcance esa misma edad, podemos contar
con una bis-tatarabuela de 55 años cuando la protagonista central de la serie
nazca, la cual tendrá 55 cuando nazca su bis-tataranieta. En tiempos históricos
no se conocen tales casos, pues las circunstancias físicas de la genética y de
la condición humana lo han impedido hasta el presente. En estos momentos la
menarquía de las mujeres se presenta sobre los 11 años, incluso se observa la
continuación de la tendencia a la baja y se espera que no tarde en estar en los
10 años para la mayor parte de la población femenina. Pero hace menos de
cincuenta años la menarquía estaba en los 14, y en siglos pasados se atrasaba,
al parecer, más aún. Con un factor de tres años que aumentemos cada escalón del
proceso, la primera mujer del experimento tendría que tener ya 70 años para
conocer a su bis-tataranieta, edad de muy improbable alcance antes de los
adelantos médicos y sociales del siglo XX. Actualmente serían posibles a la vez
la pronta fecundación y la gran longevidad, pero causas sociales complejas hacen
que, precisamente en las colectividades donde esos dos avances son posibles,
razones culturales retrasen los primeros embarazos más allá de los 25, incluso
de los 30 años, y al tiempo interrumpan estirpes con frecuencia por la
esterilidad ‘práctica’ de muchas hembras de la especie.
Si queremos atenernos a un modelo plausible, lo mejor es que pensemos en tres
generaciones antecesoras y tres generaciones sucesoras, siete en total contando
con la generación del centro: ése es el horizonte vital que rodea la vida
humana, el círculo del ‘paisaje de sangre’ que un individuo de la especie puede
tener ‘al tiempo ante su vista’, el minúsculo lago purpúreo que momentáneamente
se remansa del río ancestral de su estirpe.
Más allá, pues, de nuestros bisabuelos y de nuestros bisnietos se puede decir,
en resumen, que no hemos existido. En efecto, es como si, en medio de la niebla
espesa y general de la existencia humana, un grumo de esa masa informe cobrase
poco a poco configuración, sustancia, perfil diseñado y reconocible, hasta
hacerse –entresacado del oscuro medio que lo circunda– nuestro propio rostro que
se va concretando en las líneas de los antepasados que nos prefiguran. Ese
proceso acaba produciendo, ya ahora de modo firme, contundente, nítido, este ser
concreto que nosotros somos y que dura un breve instante para enseguida comenzar
a desleírse, a desdibujarse en los ángulos de los descendientes que nos
desfiguran hasta volver poco a poco a la niebla general de que saliera. Vano
sería pedirle a poder ninguno del tiempo anterior o del posterior a episodio tan
efímero que lo anticipe o lo recuerde. Y como incesantemente, infinitamente,
esos vagos fantasmas están de continuo apareciendo y desapareciendo a miles, a
millones, a miles de millones, ni memoria ni registro se guarda de esa –acaso
soñada– secuencia de fugacidades. Existimos ahora, si existimos. Ayer, mañana:
ni siquiera ellos mismos existen. Cerrado círculo es también en el tiempo el que
circunscribe la vida del hombre individual y concreto.
Es la fantasía, como siempre, la que nos procura cierta salida mental para que
no nos agobie la claustrofobia de una prisión generacional tan reducida.
Imaginamos una continuidad con remotas gentes de épocas pasadas de cuya
existencia sabemos por la historia y a cuya ‘estirpe’ nos adherimos como si
realmente todos los antepasados fuesen nuestros antepasados. Igualmente pensamos
en el futuro estableciendo entre los millones de hipotéticos posibles y nosotros
la continuidad segura de una descendencia directa. Cuando la conciencia nos
remuerde por los destrozos que estamos haciendo en la piel delicada del planeta,
pensamos en esos seres humanos del futuro como nuestros hijos, todos son
nuestros hijos, y la conciencia nos abruma precisamente porque es a ellos a
quienes vamos a dejar un planeta hecho harapos, pues de otro modo ¿qué nos
importaría ese destrozo si sus herederos no tuviesen nada que ver con nosotros?
Me preocupa que se caiga la casa que heredarán mis hijos, pero si es la casa del
vecino y la van a heredar los hijos del vecino, por mí, que se caiga en buena
hora. Sí que –a nuestro lado, aquí en el ahora del presente vivencial–
comprendemos la enorme cantidad de líneas genéticas diferentes de la nuestra y
somos muy conscientes de su diferencia, pero según la fantasía nos adelanta
hacia el futuro o nos hace retroceder hacia el pasado, esos hilos sueltos se van
como trenzando en una única cuerda que desde los ancestros más antiguos nos
prefigura y hasta los descendientes más remotos nos preserva. Nos sentimos un
destino necesario, no un suceso contingente, la historia se ha pasado la
historia preparándonos y el futuro consistirá en una glosa eterna sobre nuestra
existencia. Desazona comprender de pronto lo cerrado que es el horizonte, lo
cercano de su perfil, en la estirpe que nos contiene, observar que los
bisabuelos no supieron jamás de nosotros, que los bisnietos no nos recordarán y
acaso ni siquiera conozcan nuestro nombre.
¿Qué es lo que importa, lo que nos importa? ¿El largo y poderoso río de la
sangre, esto es, el conjunto de genes y su inmensa cantidad de posibles
combinaciones, las múltiples dimensiones encerradas en su potencialidad? ¿O
solamente esta combinación concreta, irrepetible y única que es el nosotros
individual? ¿La partida entera o la precisa jugada que nos define? ¿La línea
infinita sin principio ni fin o el punto que la corta, divide, condensa y
resume?
Otro misterio –trampa de la naturaleza que ha inventado la especie pero que no
ha inventado el individuo, corolario despreciable al que no le presta atención–
es que el inmenso amor que se le puede tener a un hijo, ya sea real, ya sea
imaginado, presentido, deseado, pueda irse convirtiendo en el cariño –fuerte,
sí, pero otra cosa– que se le tiene a un nieto; y luego en el afecto borroso de
esa extraño bisnieto que perturba en raras ocasiones nuestra atención a los
achaques. Los tataranietos, por definición, no existen. ¿Dónde, en qué arenales
del desierto emocional, se han derramado y secado y perdido los sentimientos que
fueron tan hondos en las fuentes de este río, sin embargo continuo? Además, si
se han de secar esas aguas del amor a los tuyos ¿qué sentido tienen incluso en
su origen cuando tan caudalosas fueron?
La potencia en amor y en pasión que la naturaleza ha depositado en nosotros no
es un capital inmenso con el que piense acometer duradera empresa de largos
vuelos: es la pequeña cantidad que se separa –en exigua cuenta transitoria– para
los gastos corrientes de viaje y que se agota comprando los billetes y pagando
al primer taxista que nos acerca al hotel. No quiere con nosotros protagonizar
su principal aventura, simplemente desea alcanzar la inadvertida comodidad que
se consigue con una propina. Ese inmenso amor con que amo a mi hijo es la gota
–de todas las que contiene el gigantesco océano– que se seca inadvertida sobre
el ala de un alcatraz moribundo. Pero, eso sí, la efímera gota se siente ser el
océano entero, gracias sean dadas por la empeñosa fantasía que nos redime de la
futilidad y nos hace entrever el infinito.
Y así como el paisaje circular que nuestra mirada dibuja sobre la gris pelota
plomiza del planeta es un continuo, un inmediato indistinguible del centro en
que el ojo lo perfila, así esas cuatro generaciones, esas cinco, por nuestro
amor son dibujadas en el río incesante de la raza y se condensan, se son, en un
único ser que ese amor construye para superponerlo encima de la desnuda piel del
tiempo, pelada del hombre, inhumana, transparente duración sin contenido hasta
que la ternura de los hombres la maquilla de carne palpitante y entrelazada.
Dice Marcel en un hermoso apéndiceA178 que alarga y a la vez mitiga los
conceptos de su Diario Metafísico, que la existencia es la continuidad de mi
cuerpo con los otros cuerpos. Es cierto, claro, puesto que él lo dice, y es
cierto además porque lo digo yo: sea lo que sea este yo que soy yo, un trozo de
carne soy, contiguo al trozo de mis padres y mis hijos, almado por los mismos
códigos, trenzado por las mismas fibras; cuando mueve mi voluntad el músculo del
alma, mis ancestros y mis vástagos hacen el gesto; con su amor propio yo les
amo, yo no me amaría si ellos no me amasen, cuando me olvidan me olvido, me
desdibujo, me transparento, a mi través se trasluce de nuevo la pelada piel del
tiempo.
Y los seres que te ayudan a desplegar la obra de amor de tu linaje ¿de qué otra
materia están hechos sino del amor mismo que te fecunda? Sin olvidarme ahora del
místico africanoA040 (Plotino) que argumenta a favor de esta sencilla y verídica
tesis, reconozco que no sé si hemos empezado siendo uno o hemos llegado a serlo:
superponer lo humano sobre la trama calva de la duración no puede hacerse sin
que el amor uno se haga dos y el amor dos se haga uno, sucesos que son el mismo
y en los cuales consiste la aventura del hombre sobre-a-través de los tejidos de
la historia.
A mí no me importa. En lo que me concierne, el todo de la Humanidad es el amor
que me constituye, y luego y desde él, el conjunto de mi gente, las tres
generaciones inmediatas que el amor conmigo y desde mí dibuja, interpreta, tañe,
y estos míos a mi lado que mi cuerpo toca y son, pues, mi cuerpo (¿está claro
ahora por qué soy tan táctil, queridos?), mi substancia, mi historia, mi futuro
y mi memoria. Los anteriores de siglos y milenios lejanos son producto de mi
fantasía no menos que los posteriores de milenios y siglos remotos, no han
existido, no van a existir; más allá del círculo de paisaje que mi amor perfila
nada hay salvo la desnuda –ya lo he dicho– pelleja del tiempo.
¿Y qué?: En esta burbuja mínima a salvo de la eternidad yo estoy cómodo y
caliente.
✠✠✠
§ III
Los sentimientos que
nos enternecen
El círculo de los sentimientos puede llegar a tener verdaderamente mínimo
diámetro, porque depende, claro está, del mayor o menor grado de egoísmo del
sujeto que constituya su centro.
Pero, hablando de centro, este tema está bien relacionado con los dos
anteriores, por modo de parecido dinámico con el primero, por modo de parecido
estático con el segundo, porque ahora vamos a conciliar opuestos en una sola
síntesis y recogeremos los dos planteamientos que ya hemos encontrado antes. En
el paisaje, en efecto, veíamos cómo la traslación del sujeto –que era el centro
del círculo visual y lo estructuraba– trasladaba el propio paisaje, esto es, el
sujeto se llevaba al irse su horizonte como el nenúfar se lleva la verde y
redonda piel del estanque cuando la brisa lo hace derivar. Pero en el círculo
constituido por las generaciones que son el horizonte vital del sujeto, el
centro estaba anclado a la relación y no se movía ni se trasladaba por el
tiempo, situada su existencia concreta en la precisa operación aritmética que es
la resta del año del nacimiento del de la muerte, arrojando el saldo total de
días de su vida; atado estaba, pues, a esa concreta estancia del devenir
histórico. Si puedes cambiar según vas y vienes el perfil del horizonte que
cierra tu paisaje, no puedes cambiar los rostros conocidos (borrarlos) o
desconocidos (dibujarlos) de los ancestros y vástagos que constituyen el
horizonte que perfila la línea de tu estirpe.
Pero en este círculo de los sentimientos a la vez veremos que la circunferencia
se traslada y, sin embargo, observaremos que el centro permanece. Habremos de
resolver esa contradicción, o, al menos, habremos de afrontarla y ponerla de
manifiesto.
Es ahora, además, cuando tenemos que introducir el elemento fantástico en este
tema antropológico con el que estamos, la mónada globular esférica en que
consiste la existencia humana. Pero sucede –y será habitual dilema de las
divagaciones ilógicas– que podemos dejarnos llevar por una imaginación
egocéntrica o por una fantasía descentrada, debiendo elegir, o no debiendo,
entre ambas para marcar la derrota de nuestra singladura.
Si el centro de estos ruedos fuese como el tapón de un estanque gigantesco,
podríamos imaginar que alguien, desde abajo, desde el interior del propio
agujero, abre la espita de los centros y permite que el círculo entero se insuma
por el desagüe, arrastrando hasta las ignotas cañerías de la nada la cáscara
entera del paisaje y trayendo desde el horizonte los cordones de esa bolsa
redonda, que se traga finalmente entera el sumidero central que la destruye. La
fantasía última sería el propio agujero tragándose a sí mismo y dejando limpia
otra vez la ya citada piel grisácea y desnuda de la plomiza pelota planetaria, o
(si hablamos de la sucesión de las generaciones) monda la duración del tiempo de
la carnadura que la humanifica. Hacerse todo, pues, centro, centrificándose la
totalidad de lo humano hasta volverse punto sin dimensión, yoidad absoluta,
si-mismidad incondicional, un solipsismo más que fichteanoA111 y que ni siquiera
es solipsismo, sino puro nihilismo, porque concluye en la nada.
Pero podemos tomar el rumbo opuesto, irnos desde el centro hasta el horizonte,
desde el sujeto a sus ancestros, y cortar la cuerda de la bolsa, la línea del
perfil que cierra la mirada, abriendo ese círculo, rompiendo la línea curva y
finita en recta infinitaA059, para dejar que se derrame hacia afuera, hacia más
allá del más allá, el territorio acotado, y salga de sí mismo, desborde sus
propios límites y... se vuelva nada otra vez, la nada por encima, la nada por
debajo y en el centro la Quimera. Porque, claro, nuestros límites nos limitan,
sí, pero nos constituyen. Yerra quien imagina que sólo hacen lo primero y que
bueno fuese, para la libertad, eliminarlos. Quien corta y derriba sus muros, se
anega en la nada, se borra, se desdibuja, se destruye. Quien no traza ninguna
raya para no situarse en dependencia con ella, en ninguna parte se encuentra,
quien desobedece toda regla, a ningún juego juega. Si no tengo límites, si
diluyo mi perfil, desde luego no me acabo, claro, pero tampoco me distingo del
aire que me envuelve, del suelo que me sostiene, del fluyente ríoA009 en que
floto –y que es el tiempo–.
Por eso desde hace mucho venimos tratando de no permitir a los filósofos
atrevimientos exagerados: que abran el tapón del esférico estanque que es la
mónada humana, que corten la piel de la burbuja con el afilado bisturí de su
ansia de infinitos. Ni lo uno ni lo otro, nada de extremosidades, tenemos
celosos vigilantes impedidores de suicidios y nihilismos, mantengamos un
prudente término medio y, si acaso la tiniebla nos acecha por todos los
derredores del espacio, del tiempo y del significado, al menos que nos sintamos
defendidos en el interior de esa burbuja existencial, finita, centrada y sólida,
que acaso flote en la nada pero es un grumo de algo, un algo latiente y cálido
que aspira a permanecer.
Es en este asunto de los sentimientos donde mejor podemos defender tan precavida
posición táctica y desde donde con mayor esperanza podemos avanzar una
estrategia de sólidos fundamentos. Se trata ahora de un círculo cuyo borde se
traslada con nosotros cuando nosotros nos trasladamos, como sucedía en el primer
caso que estudiamos; pero cuyo centro es fijo, inamovible, sólidamente anclado a
fondos inmutables, como vimos que pasaba en el segundo ejemplo investigado. Y
las dos caras de este jano salvífico nos aseguran defensa a vanguardia y a
retaguardia, quedando sólo los flancos para que la muerte nos horade la coraza
(que por algún sitio habrá de herirnos, supongo, quién quiere ser eterno...).
Y es que los afectos cambian de contorno según nos van trayendo y llevando los
vientos de la vida por entre los remolinos de las emociones, de las amistades,
de los amores vagabundos. Pero es un círculo pequeño, desde luego, siempre lo
es, no hagáis caso de lo que cuenten los amadores hiperbólicos –da lo mismo que
se trate de donjuanes debeladores de todas las doncellas o apóstoles abnegados
que aman por igual a todos los habitantes de los terceros y cuartos mundos–, son
exagerados como pescadores aficionados, siempre se refieren a su capacidad de
amar como si el amor o el semen fuesen inagotables, surgidos de manantiales
redondos. ¿Cuántos ama el que más ame? ¿Dos o tres esposas, dos o tres hijos,
dos o tres amigos, dos o tres recuerdos? ¿Una docena tan siquiera?... Y no los
ama a la vez, los ama por turnos, no sólo a las esposas: a los amigos, a los
hijos, a los recuerdos (en fin, si es mujer lo admito: acaso ame a tres o cuatro
esposos, tres o cuatro hijos, ni amigos ni recuerdos, las mujeres no los tienen,
no suelen perder tontamente el tiempo). Conviviendo siempre, por cierto, todos
los amores con el amor a sí mismo, que ya se sabe que el que parte y reparte...
No estoy ofendiendo a nadie ni minimizando la heroicidad de nadie: estoy
diciendo una verdad palmaria y demostrable. Amar es un constructo laborioso, una
empresa de titanes, no una frase, ni una difusa sensación de bordes imprecisos.
Amar es una tarea que requiere dedicación, estrategia, paciencia, resistencia,
propósito, entrega, eficiencia. Amar requiere tiempo y el tiempo, en la
existencia humana, es limitado, es un círculo tan definido como el deseo de amar
de todos los corazones de los hombres. ¿Amarlo todo y a todos? Para eso hay que
estar loco, como Dios, y los seres humanos estamos todos cuerdos.
Pero el centro de nuestros sentimientos es fijo, absolutamente inmutable, está
anclado a los instintos más imperturbables: el que nos hace amarnos a nosotros
mismos por sobre todas las cosas y seres, y el que nos hace amar a los nuestros,
los de nuestra sangre. [Este parrafillo ha sido autorizado a aparecer porque
tengo en este momento el cinismo algo desganado y mirando para otro lado]. No sé
si en otras coyunturas estaré tan seguro de que nos amamos a nosotros “mismos” y
de que amamos a los “nuestros”. Acaso el truco estribe en el análisis semántico
de los dos términos entrecomillados, quiénes sean ese “mismos” y ese “nuestros”,
qué quieran decir, qué mismo es el nuestro mismo más mismo, qué nuestros son los
nuestros más nuestros, y si lo son inmutablemente, si no se desplazan también
como se desplaza el centro del paisaje. Yo conozco al menos... pero éste es otro
asunto. De todos modos no quiero –por mucho que ahora esté el pobre desprevenido
y adormilado– machacar sin duelo mi cinismo tan fiel: cuando digo “amarnos a
nosotros mismos por sobre todas las cosas”, y cuando digo “no sé si estaré tan
seguro de que nos amamos a nosotros mismos”, las dudas vienen no por si amaremos
alguna cosa o ser más de lo que podamos amarnos a nosotros, sino por si no habrá
momentos en los que apagamos el interruptor general de todos los amores, algo
así como para limpiar el filtro global de sentir los sentimientos y, mientras
soplamos su mugre y aceite sucio –sólo mientras tanto, claro–, pues entonces no
sentimos nada por nadie, ni siquiera ese acicate a conservar organizada nuestra
sufriente carne. Que hay momentos de zafarrancho de combate en que se vuelve
necesaria una epojé trascendentalA153 de todo sentimiento para hacer el arqueo
de la contaduría amorosa, para limpiar las canillas por donde circulan los
cariños y quitar el sobrante colesterol sensiblero que los muchos hidratos del
afecto les van adhiriendo a las paredes...
En esto del amar, incluso dejarse ir por los cauces bajantes es fatigoso. No lo
entiende así quien nunca ama a nadie y tapona las lagunas con frases hechas y
tópicos vulgares. O el que piensa que amar es como echarse la siesta: ponerse
cómodo y cerrar los ojos. Pero quien ama, siquiera sea un poco –incluso a sus
propios propios, incluso a sí propio mismo– ése sabe que el verbo amar es un
verbo de llana y mortero, de andamio y ladrillo, de cavar hondo y edificar alto;
y esos verbos cansan, incluso conjugarlos. Así que nadie se extrañe demasiado si
he soltado la especie –cautelosa, precavidamente– de que a lo mejor a veces hay
que apagar el interruptor del arquetipo gramatical de la primera conjugación,
los terminados en ‘ar’, como sufrir y vivir, que son del mismo grupo.
Pero volvamos al tema: sí, nos llevamos con nosotros nuestros afectos pero ese
afecto íntimo es el ancla que nos retiene ¿a qué?... ¿No es lo mismo decir que,
al irnos por las veredas de afectos nuevos, es ese amor propio el que se va? ¿No
estamos en lo mismo que decíamos cuando analizábamos la transitoria veleidad del
paisaje? ¿Nos quedamos y nos vamos, es ésta la contradicción anunciada?... La
cosa no es sin embargo tan difícil, o tal vez mis expresiones la hayan
complicado en demasía: se trata sencillamente de reconocer que hay siempre algún
afecto que es la esencia, el origen, la fuente de todos los demás, y que acaso
no pueda serlo el amor propio... Ese amor, sea el que sea, es más aún que la
fontana de donde los otros amores nacen: la esencia de que se hacen, el diseño,
el que... ¿cómo expresarlo?... la materia y la forma que los conforman; ese
amor-centro, amor-núcleo, amor-yoidad completa, es al tiempo el dios dibujante
que se inventa –ex nihilo– esos “algos” que luego resultan ser sentimiento, que
luego resultan ser amor, y también es el que define el tablero donde se juegan,
las fichas y los tanteos, las reglas que delimitan el juego porque, en este
asunto más que en ninguno, las reglas del juego son el juego. Ese amorA163 es
origen, pues, pero también substancia, consistencia, dibujo original que nutre y
hace que los otros sean lo que son. Si yo fuese medieval os inundaría de
teologías y sabríais que estoy hablando de Dios, pero ni lo uno ni lo otro, pues
no soy tan moderno ni “estoy ahora tan teológico”, aunque dejadme que os cite al
viejo DunsA055 porque quiero que me dé la razón, ya que ese centro amoroso de
que os hablo no es efecto de ninguno, sino causa de todos, tal vez porque no es
finito–o no quiero yo que lo sea, que aquí en mi mundo viene a ser lo mismo–.
He sembrado con esas palabrillas una multitud de problemas
filosófico-metafísicos a cuya sazón y germinatura no pienso esperar, no sea que
salgan de entre las grietas de la tierra con las zarpas en ristre y las garras
abiertas, pero que sí puedo inventariar para que vosotros, lectores
inexistentes, hagáis ejercicio de reflexión como trabajos de clase:
∙ Si el amor-magister (voy a llamarlo así) es el primero, se entiende que sea
maestro y diseñador de los siguientes, pero ¿cómo es que es amor él mismo, en
vista a qué modelo anterior inexistente? Siento al espíritu de Platón a mi lado,
riéndose de mí...A020
∙ ¿O eso anterior y primero no es amor antes definido, pues que él lo inventa, y
lo que él resulte ser, resulta luego ser el amor mismo?... ¿Lo que él sea, un
sentimiento cualquiera no concreto, un recuerdo, un proyecto, una nadedad?...
∙ Si no es el primero, sino el más perfecto, entrañado, importante... ¿Cómo son
entonces amores los anteriores a él, cuando él no existía ni había inventado lo
que hubiere de ser luego el amor?
∙ Si alguien no lo siente ¿nunca siente nada?
∙ ¿Es posible no tener sentimiento ninguno?
∙ Aunque ese tal no sienta nunca nada ¿qué impide que se convierta en magister
amoris su primera sensación táctil, o visual, su primer sonido, el calostro
materno, la luz del amanecer, su propio primer vagido?...
Como el tema es suculento, ganas me dan de entrar a sistema... pero no, que esto
es un tratado de antropología fantástica enemigo del rigor y de las formas
cuadradas; si me envicio con el dichoso rigor, no podré soltar sin prueba lo
primero que me venga al magín; lo dicho, ejercitáos vosotros y mañana me traéis
un ensayo de seis mil palabras sobre qué es el amor y en qué se funda.
Yo sigo, pues, la errática senda por la que andaba perdido. Me gusta pensar –o
decidir– que hay cierto momento, cierto asunto, cierto suceso, evento,
acontecer, en la mayoría de las almas, que de repente se erige en substancia de
vivencias ulteriores, las define y las hace posibles, las enmarca y
sub-substancia, las densifica e interpenetra, las siembra, las riega, las
germina, las crece, las cosecha, las muele, las panifica y se las come. Puede
luego, y acaso suceda con frecuencia –hay mucho tío mierda–, llegar a
desnaturalizarse, desaparecer, irse diluyendo, deshacerse, dejando ya sembrada
la posibilidad de otros sentimientos herederos; puede luego ausentarse de la
propia memoria, y en este sentido abona la condición errática que era uno de los
aspectos que se perfilaban. Pero –y atención a este pero– nunca se
desnaturaliza, desaparece, se va, se diluye, se deshace del todo, en tanto que
su primer fruto “es fabricar al propio yo”. Sí, ése es el asunto: creo que el
‘yo’ no existe hasta que ese suceso sucede, lo que hay antes es una vaga
asamblea de lugares comunes, de tópicos, de palabras universales y de
sensaciones primarias. Algunos irán por la vida con ese bagaje único, sin
sentimiento y sin alma. Llamamos ‘yo’ a esa camada de naderías, la mayoría de la
gente llama ‘yo’ a eso, pero el ‘yo’ verdadero nace –si nace– cuando el evento
que he denominado magister amoris tiene lugar y arraiga en el alma, mejor dicho:
“arraiga el alma al suelo del ser”, hace al alma al tiempo que la hace
sentirA185. Ese amor es más “anterior” al alma que el alma misma, que diría
–perdón, africano, por la licencia– el poeta del tiempoA041. Y este nuevo
sentido abona la condición fija que era el otro aspecto de la aparente
contradicción. Porque la substancia de donde nacen todos los amores que vas
sintiendo y dejando de sentir, la esencia que los explica, el dibujo que los
perfila, es el yo nuclear que centra el sentimiento; pero ese yo ha nacido del
amor arquetipo, del amor magister amoris, y te hace lo que eres para siempre,
incluso si él mismo se transmuta en otra esencia diferente.
También se comprende ahora que ese amor no puede ser el amor propio; ¿lo sería
de un ‘yo’ que no existe todavía?... Aunque imagino que quizá pueda a veces
responderse afirmativamente a esta pregunta: sé de algunos capaces de amarse a
sí mismos incluso tratándose de un sí mismos que no es sí y no es mismo. Pero ya
he tocado este asunto.
Repetiré, para terminar el parágrafo, la idea de la estrechez –mínimo radio,
minúscula circunferencia– del círculo de nuestros sentimientos: amamos a dos o
tres presencias vagamente íntimas, que “lo son mientras lo van siendo”, hasta
que se diluyen en transparencias cabe las cuales se descubren otras dos tres que
se intimizan en la misma medida y con parecido ritmo con que se desintimizan las
anteriores; algún amigo que te llena la presencia del alma hasta que su dintorno
se adelgaza, se transparenta –el tiempo, la distancia, la circunstancia, le
dejadez, la rutina...– y deja paso a otro dintorno diferente. Si no eres tú,
lector analfabeto y no ente, de ésos, sino que tus amores permanecen como las
montañas impávidas a través del tiempo, recuerda que aquí más bien hablamos de
lo estrecho que es el círculo y díme ¿a cuántos has amado contándote a ti
mismo?... Si el número es plural, date por satisfecho y corrige el verbo: no
“has amado”, sino “amas” (la conjugación en español está equivocada, es un verbo
que sólo tiene presente, los otros tiempos están para fastidiar a los niños y
que aprendan lo que deben, es decir, mentiras).
✠✠✠
§ IV
La memoria que nos
olvida
Incluso tu memoria es reducida, parcial, de estrecho horizonte, cercana,
limitada, redonda; no sólo la mía, cuyo diseño ha sido llevado a cabo por
alguien con mala idea, y resulta borrosa, aturullada, confusa, escasamente
fiable, muy susceptible y pagada de sí –con ese prurito crecedero de todos los
bajitos–, con un rinconcillo trastero que mejor no llamamos almacén porque
apenas si caben cuatro bártulos, sin luz que medianamente alegre la tiniebla,
sin cartel que oriente ni hilo que guíe. Aunque no debería quejarme tanto,
porque a la postre, comparados con los libros, con el ADN, con cualquier chisme
electrónico, todos somos parecidos: el más afortunado memorión que ‘se resobra’
de datos por las costuras y la confunde con inteligencia, ni ése recuerda tanto
como su agenda.
La esfera de la memoria es como una flor de fuego y color de las que admiran a
los adultos y aburren a los niños en cualquier festejo popular, si levantino
más, es decir, como un rosetón luminoso de fuegos artificiales. Las chispas
irradian –estallan, también la memoria es constantemente un milagroso estallido–
desde un centro interior, abierto en este caso a todos los vientos de la noche
(los fuegos artificiales y la memoria se encienden siempre en la tiniebla; en
pleno fulgor de la luz solar y de la inteligencia se anulan, a la vez dan risa y
no se repara en ellos). Pero eso sí: cada chispa de luz –cada recuerdo– tiene un
radio diferente, unas se alejan mucho de ese centro y parecen querer convertirse
en meteoritos libres, capaces de escapar de todas las gravitaciones y recorrer
los espacios –los tiempos– sobrenadando o ‘entrenadando’ las más profundas
lontananzas-longevidades; otras se chamuscan, con bello cromatismo pero efímera
carrera, nada más salir desde su origen y el ojo ni las ve en su distinta
individualidad, todo lo más como armónicos acompañantes de las otras fogalias,
en su derredor global pero no en su intransferible ardor propio, tan sí mismo no
obstante, tan insustituible, tan... [aquí me entran ahora ganas de llorar por
los recuerdos humildes que nadie –ni el protagonista – recuerda, los que son la
huella de sucesos que efectivamente sucedieron pero de los cuales no existe
–carbonizado ya el átomo de azufre que los hizo luz amarilla un instante –
memoria ni registro ni... y efectivamente se me van los ojos en lágrimas, lo
cual me recuerda que debo advertirte, lector no-ente, que soy muy llorón, lo
mismo por el final feliz de un melodrama que ¡ay Dios mío! por un desfile
marcial de tropas derrotadas en alguna victoria confusa; me emociona casi todo,
pero luego resulta que no me emocionada nada, porque yo los melodramas los
prefiero como la vida, que si terminan bien es que no se han terminado todavía,
y los ejércitos los prefiero romanos, legiones, en suma: desaparecidos; no
habría que hacerle, pues, mucho caso a mis llantinas emotivas y, si se tratase
ahora de que todos esos sucesos –que caramba, en fin, componen la historia del
mundo– estuviesen atiborrando la memoria de mi ordenador, tranquilo los borraba
sin que me temblase la mano... ¿Hay un ordenador universal que colecciona en su
registro infinito todos los sucesos?... ¿También los que no han sucedido?...
Déjame, no-ente, derramar otra lagrimilla por estos últimos...] Y ya no sé de
qué estaba hablando, es lo bueno de no tener lectores.
De modo que, en primer lugar, se trata de una esfera, o cuasi, un montón de
radios en cuyos extremos titilan fugaces y coloridas luminarias, dirigidos en
todas las direcciones del espacio, unos más largos, inmensos, otros más cortos,
mínimos. En segundo lugar, componen en su conjunto una bola de fuego que parece
tener entidad propia, carácter individual, ser separable y distinta de otras
hermanas que fugazmente iluminan la noche a su lado; cabe suponer que los ojos
de los espectadores se dirigen unos hacia unas y otros hacia otras, que ninguna
de esas esferas de lumbre vive y se agita sin que nadie la mire, ocupados todos
en otras. Hoy me han dicho en la iglesia que sí, que hay un dios que mira
directamente hacia mí, hacia mi propia realidad individual de fuego artificial
concreto, que toma nota de todo mí, de mis pensamientos, emociones, proyectos, y
cuenta minucioso cada uno de mis cabellos, y células, y minutos (los que me
quedan, los que ya no me quedan); es un dios contable y me alegro de que me esté
asignado; cuando lleve a mis nietos a ver los fuegos artificiales la próxima
vez, voy a repartir entre ellos los cuarteles del cielo y las rosas de fuego,
que cada ojo mire su flor, que cada flor tenga su ojo, atentos todos a verlas
bien y a recordarlas siempre, porque si no, no viven...
Si existieras, lector no-ente, comprobarías que mis imágenes me empujan más allá
de sí mismas y se acaban haciendo sus propias caricaturas. Me ocurre
prácticamente siempre, y sería acaso necesario hacer un análisis meta-lógico de
este fenómeno, al menos para sacarle toda su substancia filosófica, pero esto no
es un tratado, gracias a dios (al dios contable que me anota ahora) y el tratado
no será tratado.
En efecto, pues, y volviendo al tema: algunos recuerdos llegan muy lejos, esto
es, no se pierden nunca mientras dura la vida del que los tiene. Otros son tan
breves –aunque a la vez puedan ser muy hermosos– que más bien parecen no haber
existido, espejismos que nunca acaban de constatarse. Y ahora que centro el
asunto: ¿han existido los sucesos de los cuales no existen los recuerdos?...
Porque ya antes ha asomado la oreja el tema y por mucho que yo salga huyendo de
casi todos los planteamientos sistemáticos, aquí hay cuestión honda y arraigada
que no puedo soslayar.
Digámoslo de otro modo más literario: ¿existió lo que se ha borrado? Existió
–acaso, discutiblemente, pero en fin...(¿no dice alguien que sin ente no hay
ser?A190)– aquello cuyo registro no se ha borrado, y lo recuerdan los libros,
las piedras, los cerebros, los sentimientos, las variadas huellas que dan fe
‘del pasado en el presente’ –embrollo duro de pelar, aunque admisible–, démoslo
por bueno; pero ¿existió lo que se ha borrado?...
Debo advertir honestamente que las dos respuestas –existió; no existió– además
de ser imposibles de comprobar, significan lo mismo y carecen de sentido. Me voy
a consentir un poquitín de sistema, lo echo en falta:
∙ Son imposibles de comprobar por definición, ya que el supuesto es que todo
registro se ha borrado, nada ni nadie guarda nota, huella, memoria, y, por lo
tanto, no son demostrables ni la existencia ni la inexistencia.
∙ Significan lo mismo, en caso de que no haya memoria, porque:
∙ Existir quiere decir ‘estar fuera de las causas’, por lo cual haber existido
será sin duda ‘haber estado fuera de las causas’, pero si los sucesos no han
dejado memoria ni huella ninguna, es que tampoco sus causas están presentes –ni
lo estuvieron–, y es lo mismo decir –si no hay círculo alguno trazado a tu
alrededor– que estás dentro como decir que estás fuera.
∙ Si no hay un círculo que te rodea, carece de sentido decir que estás dentro y
carece de sentido decir que estás fuera.
Además, como hemos visto, el segundo punto nos lleva directamente al otro
sinsentido, el de la serie infinita de las causas, que Tomás de Aquino nos ha
hecho ya la merced de recusarA052, aunque en un capítulo posterior yo me
permitiré pensar de otro modo.
No nos extrañemos mucho de todo esto y respondámonos con franqueza: cuando se
han acabado los fuegos artificiales ¿alguien se cree realmente que los haya
habido?... Pues eso. La pirotecnia es como la vida, al final se tiene la vaga
sensación de haberse uno imaginado algo que realmente no ha ocurrido, por la
simple razón de tener un cierto rastro de humo en el olfato del alma.
Por esto precisamente me fastidia la metafísica: que estás viendo fuegos
artificiales en las fiestas de tu barrio y te sale al paso con alguna cuestión
de fundamentos. Acabas tratando de atrapar luciérnagas de fuego con las manos y
cerrando los ojos a la fugaz maravilla que –exista o no– es el único argumento
de tu historia.
Pero quiero ocuparme también de los recuerdos que sí se recuerdan, los que duran
por ejemplo hasta que te mueres; los que quedan grabados en muchas memorias
sucesivas de generaciones diferentes, o en los libros, en las piedras, en el
infatigable mensajero de la vida. ¿Qué pasa con ellos? ¿Han sucedido
efectivamente?... La verdad es que con ese poquito de sistema de antes he tenido
ya más que suficiente y no quisiera de nuevo insistir en una temática similar,
pero lo cierto es que, el que los recordemos o ‘se recuerden’ no autoriza a
suponer que hayan existido, no hace distinto el hecho de que hayan existido o
no, y tanto la posible existencia del suceso que originó el recuerdo, como su
inexistencia, carecen de sentido.
¿Cómo así?... Puede que si ya está borrado no podamos discernir si ha estado
escrito. ¡Pero si no está borrado es que está escrito! Bien... no quiero llevar
mi escepticismo hasta el lugar donde dicen los dogmáticos que estamos siempre
los escépticos, la estupidez, así que reconoceré que, si está escrito, está
escrito, venga. Pero también están escritas las aventuras de D. Quijote y el
bueno de Alonso Quijano no existió ni corrió, por tanto, aventura ninguna...
Vivimos en nuestra memoria, somos nuestra memoria; mientras estamos
protagonizando los sucesos que luego vamos a recordar, lo que hacemos es
escribir ese registro más que vivir esas vivencias, ver es grabar que estamos
viendo, oír es labrar que estamos oyendo, amar es arañar el recuerdo de nuestro
amor sobre la piel del tiempo.
Por eso es tan contradictorio este parágrafo del círculo que significa nuestra
memoria. Por eso soy tan contradictorio yo cuando pienso en ella, que la envidio
y la repudio, la echo en falta y no la quiero, la pospongo a la inteligencia
pero a veces la cambiaría pieza por pieza, hasta la estupidez mineral de un
registro infinito que, aunque no comprende, todo lo tiene presente, dios opuesto
al Dios cristiano, alguien que todo lo recuerda y nada lo entiende frente al
dios que todo lo comprende y nada lo recuerda. Mas descenderé a tierra otra vez,
porque me elevo a la nube tanto como la caña del petardo luminoso que me está
sirviendo de imagen.
Dada la curva que limita la vida individual, el recuerdo más longevo y hondo
solamente puede alargarse hasta la muerte; si hablamos de cada individuo,
entonces la memoria no puede llegar más allá. Por lo cual los recuerdos
conscientes propios son siempre más cortos que la propia vida pues, aunque haya
sensaciones fetales –tan remotas– marcadas en nosotros, no pueden considerarse
recuerdos en el sentido en que estamos usando aquí el término y el concepto.
Pero son el envoltorio brillante, el halo luminoso que nos acompaña, ya he dicho
que somos nuestros recuerdos, consistimos en ellos, son nuestra substancia y
nuestra vivencia.
La verdad es que la imagen del fuego artificial nos asiste también en otro
aspecto: que los recuerdos se van haciendo más ralos –menos espesos– según nos
vamos alejando del centro, lo cual, a la postre, no es tan raro. El centro es el
origen de nuestras vivencias y de la memoria que de ellas guardamos; todas las
que de alguna manera tienen presencia en la esfera de fuego, del centro han
nacido, por eso cerca de él están más juntas –más densas– y, según se van
alejando, van estando cada vez más separadas y dispersas hasta que, en una
imprecisa lejanía que no es posible demarcar con frontera rigurosa, la nada de
sombra nos envuelve y ya no hay memoria, no somos nosotros. En el limes nebuloso
en que se diluyen las luminarias de nuestros recuerdos, nos vamos deshaciendo,
el nosotros que fuimos va dando paso a un ser diferente, el nosotros que ahora
vamos siendo, enganchado al de ayer por esas luces fugaces que cada vez son
menos numerosas y menos brillantes, y al final de la vida solamente hay un hilo
morse de luces y sombras que vagamente hilvana una brumosa continuidad personal
de varios entes sucesivos, que se dicen a sí mismos ser uno solo porque no
pueden señalar con el dedo la frontera que los divideA032.
Ninguno de nosotros sabe lo que durará esta fiesta del pueblo de los dioses en
que se entretienen contemplando los fugaces fuegos artificiales de nuestras
historias humanas. En el borde de la constelación de luminarias, una pelota de
fuego que ya estalló hace tiempo comienza a apagarse poco a poco y, salvo alguna
chispa perezosa que en el centro mantiene aún porciúncula de luz, grises y
tenues nubecillas de humo es todo lo que queda de su/mi memoria y mi personal
aventura.
✠✠✠
§ V
La cultura que nos
define
[Este parágrafo, extraído y separado del resto del
texto, constituyó él solo el ensayo número 30, publicado en Twitter el Lunes día
01-08-2023].
La razón de que contemplemos con desprecio a los representantes de las culturas
primitivas, nosotros los occidentales del siglo XXI (en MMI escribo), con aires
de superioridad, marginando, infravalorando, desdeñando, un médico de Bethesda a
un indio navajo, un abogado de Harvard a un hechicero yaqui, un doctor por
Salamanca a un aborigen australiano, es que los occidentales modernos somos unos
ignorantes y unos estúpidos, no que nuestras respectivas referencias culturales
sean superiores a las de los citados nativos, que no lo son, sino muy inferiores
–a menos que nos creamos individualmente autores de nuestras culturas...–.
Un artista australiano aborigen, por cuyos ojos mira, por cuya mano se expresa,
por cuya imaginación discurre la corriente impetuosa del arte milenario que
llega desde los tiempos del sueño, tiene con su cultura una relación completa,
de suprema identidad, de amorosa contradanza en que él es lo que su cultura
representa y su cultura es lo que él interpreta. Mientras que el cultísimo
abogado o el doctor eximio no conocen, ni controlan, ni expresan parte
significativa alguna de su cultura nativa. ¿El más sabio y erudito de los
estudiosos occidentales domina y conoce el 1/1.000.000.000.000 de nuestros
saberes...? Ni siquiera. Hace mucho tiempo que nuestra cultura nos ha dejado tan
atrás, que ya la hemos perdido de vista –se ha olvidado por completo de nosotros
en su velocísima carrera hacia ninguna parte–. Somos simples apretadores de
botones, confiamos en que las leyes de la física se sigan cumpliendo con la
misma ingenuidad y mucha menos comprensión con que el antepasado ancestral
confiaba ver cumplidos los pactos entre él y sus dioses; pero ese remoto
pariente –o su correlato actual en las tribus supervivientes– eran –son–
substancia de su propia cultura, que en ellos se concreta y vive, mientras que
nosotros solamente tenemos, para relacionarnos con la nuestra, la tosca
naturalidad del que vive junto al inmenso lago de abismal profundidad y cree
conocerlo porque surca sobre un bote el trozo orillero de la superficie, sin
intuir siquiera los misterios y maravillas que encierra en sus honduras.
Todo esto para decir –en fin: para subrayar– que lo que sabe y conoce nuestra
inteligencia es un acotado y breve trozo, circular acaso, de todo lo que sería
posible saber y que ‘alguien’ sabe. ¿Explicar a estas alturas que es limitada y
finita la inteligencia individual de cada ser humano?... ¿Cuando, quien más,
quien menos, intuye la abrumadora ignorancia en que se encuentra sobre la mayor
parte de los asuntos y que ni siquiera sabe la nómina de los tales ni podría
citar el índice de su propia ignoranciaA138?... Pues sí, eso mismo: ha llegado
el momento de decir que el conjunto total de saberes a que alcanza en la vida
una inteligencia humana, es también limitado, circular, finito, paisaje gris,
brumoso y entreverado de nieblas. Porque en este asunto del saber no solamente
la esfera de nuestros ejemplo es de radio menor, sino que los elementos que
encierra su contorno vagan imprecisos –flotan a la deriva– en un mar
desorientado y sin puntos cardinales.
Sin restar lo que el olvido desdibuja de lo que supimos un día y otro día
dejamos de saber, al contrario: sumando todo lo que nuestro entendimiento haya
comprendido desde que comenzamos a pensar, el conjunto de nuestros saberes es
siempre un trozo mínimo de red desgarrada y abierta por la que se escapa
constantemente el pez escurridizo de la verdadera sabiduría.
Acabo de decir que los elementos de nuestra sapiencia flotan a la deriva –se
entiende, pues, que sueltos– y ahora digo que, aunque rasgada y mínima, forman
una red. Las dos cosas son ciertas y las dos definen la pobreza y pequeñez del
saber humano en su dimensión personal individual. Sabemos lo poco que nos ha ido
llegando y que hemos conseguido entender/asimilar, venido desde instancias
diversas, generalmente aislado y sin lazos de conexión que lo integren en una
totalidad de sentido coherente; a veces de nuestra enseñanza infantil, dispersa
también en materias, libros y maestros diversos; a veces de la oleada de
mensajes interesados con que la publicidad mercantil, política y social nos
bombardea; a veces –las menos, para mucha gente ninguna– de nuestra propia
reflexión y estudio. Mas luego que llegan hasta nosotros, y pues que somos
mentes sometidas más o menos a las leyes de la lógica y de la coherencia
intelectual, se integran –mejor sería decir ‘se adhieren’– en una red que la
propia inteligencia traza para dotar de sentido, de concatenación estructurada,
a esas moléculas de saber que de otro modo serían presas solitarias de los
feroces depredadores del olvido y la locura.
La red misma es algo artificial y extrínseco a los propios elementos, pero al
menos constituye para el sujeto una globalidad de coherencia en la que se
reconoce, con la que ‘puede pensar’ y a la cual puede referirse para situar los
nuevos recursos que le vayan llegando. Que, por cierto, venidos del medio social
y cronológico que comparte con otros, esos recursos y la red que forman, por muy
personales e intransferibles que en cada caso sean, no dejan de tener un cierto
parecido ‘generacional’ que hace que los miembros de un mismo clan de edad y
región se reconozcan, al tiempo que alejan y extranjerizan a los que pertenecen
a otras generaciones o países. Al respecto: cuando viejos profesores hallan a
sus jóvenes alumnos ignorantes, incultos y hasta estúpidos en mayor medida que
los discentes de su juventud profesoral, lo que sucede es que las referencias
culturales ya han tenido tiempo de cambiar lo bastante como para que esas ‘redes
de coherencia sapiencial’ no tengan ya ninguna parcela común, o casi ninguna, y
los hitos que marcan las principales direcciones sean intraducibles de una red a
otra, de una edad a otra, pareciéndole al viejo que el joven es ignorante,
pareciéndole al joven que el viejo es viejo.
¿En qué consistiría una de esas redes –alguien de mi generación, por ejemplo–,
si quisiéramos hacer el retrato robot de la vida mental de un occidental ‘culto’
de finales del siglo XX?... Podemos empezar con los estudios infantiles, la
mayor parte de los cuales no cuentan aquí porque son vagamente instrumentales:
saber leer y escribir, las cuatro reglas que no constituyen un saber sino una
habilidad mecánica de la lógica personal... Pero digamos que algunos (no más de
30) teoremas de matemáticas y de física, de los cuales como mucho habrá
comprendido la demostración de la mitad; un par de docenas de ideas generales
extraídas de las asignaturas de filosofía, lógica, literatura, lengua, historia
(instrumentales también en su mayor parte); otra docena de saberes de las
restantes ciencias en general, química, botánica, zoología... Luego su carrera
profesional, supongamos que es médico: pues un conjunto de nociones de anatomía,
fisiología, histología... la mayor parte de las cuales tampoco las deberíamos
incluir porque son datos de su memoria y no son ya referencias, comprensiones,
de su inteligencia; pero incluyámoslas porque lo fueron, o debemos suponer que
lo fueron. Y lo que de economía, política, religión, psicología... le haya ido
viniendo desde la lectura, la conversación, la pantalla... No mucho más, en
ningún caso. Adornado el panorama con un conjunto de reglas-normas-leyes que
mamó en su infancia y que determinan los perfiles de su comportamiento porque
son las directrices básicas de su conciencia (tampoco deberíamos ponerlas pues
–en general– no conoce su sentido moral verdadero ni las ha hecho materia de
reflexión personal comprometida). Y todo envuelto en ‘los valores’ de su
tiempoA163, aún más nebulosamente implantados en su ánima que las propias reglas
prácticas de conducta moral. Y no hay más. ¿Limitado? Muy limitado.
Con esa pobre almadía toscamente amarrada por las lianas del ir viviendo debe el
hombre moderno sobrevivir en el océano de la enorme cultura acumulada, de la
cual únicamente nota los embates furiosos que la misma mole inmensa promueve por
su sola presencia masiva. ¿Qué puede hacer para que el oleaje no le destruya en
un naufragio de oscuridad y pecios sueltos de quebrada cordura?... ¿Imaginar que
cada cresta del desmedido maremoto que le envuelve es orilla y puerto y bita
segura a la que atracar su navecilla?... ¿Dejarse ir a sabiendas de que “sólo
sabe que no sabe nada”?... ¿Resignarse a coleccionar los pocos memes que le
lleguen y a pegarlos por orden cronológico en el álbum escuálido de su
memoria?... Los mejores de nosotros somos niños hambrientos con un hambre que
nunca puede ser saciada, porque sigue un camino inverso y consiste en el deseo
de las infinitas viandas que ante nosotros se despliegan, cuando la capacidad de
nuestro estómago es tan limitada y pequeña. Y los peores ni siquiera tenemos
hambre, pasamos ante el inacabable alimento con eructos de hastío y el regusto
de acabar de masticar ahora mismo la nada de nuestra ignorancia.
✠✠✠
§ VI
Los intereses
¿intelectuales?
No en todas las épocas la curiosidad, el interés intelectual, el asombro, el
gusto por las cosas, han estado tan bajo mínimos como en la nuestra, en donde
los hobbies de la gente no van más allá de perderse en inmensas pantallas que
reflejan solamente el rostro vacío de la nadedad más estúpida.
Ruidos que a Napoleón le habrían parecido música; deportes masivos con ídolos
necios por cuyas necedades se pagan cantidades astronómicas; conversaciones
fotocopiadas cuyo argumento único, universal y vacío es lo que hacen o dejan de
hacer “héroes y heroínas” de revistas coloreadas, héroes cuya principal
heroicidad es el tamaño de su pene, heroínas cuyo mérito máximo es haber
visitado más camas que las demás colegas; astros de un arte musical que se
fabrica en máquinas que lo hacen todo ellas solas, y dejan simplemente que el
títere de turno ponga el gesto –ni siquiera propio, diseñado por asesores de
imagen–, los cuales han inventado, pues, un producto musicalmente inexistente,
pero atiborrado de marketing y de publicidad en torrente; un cine basado en
técnicas de tanta sofisticación, que la capacidad del arte para intervenir en el
proceso se ha vuelto nula y el arte mismo ha desaparecido, transmutado en
admiraciones vacías por rostros y nombres que sólo son bellas muecas en una
pantalla infinita; “comunicadores” que nada comunican, pues la palabra se ha
inventado para ensalzar precisamente una oquedad comunicativa, para hacer pensar
que los discursos volátiles hueros de contenido son algo y dicen algo, cuando
únicamente son la repetición indefinida de términos sin conceptos, de
proposiciones sin juicios, de esquemas sin argumentos; y políticos que son
políticos, perdón por la obscenidad: no hay otra forma de llamarlos.
En cuanto a leer ¿qué decís que era eso?
El círculo de los hobbies es, pues, más reducido incluso que los que hemos
estado analizando antes. Desde esos orígenes citados nacen, en esos asuntos
consisten, por ellos se constituyen y normalizan, desde ellos reciben el escaso
“sentido” que tienen. Muchas son las gentes que solamente viven para dedicar sus
ocios –el tiempo único en que se sienten felices y se consideran a sí mismos
personas– a la práctica del deporte, no como actividad complementaria de salud e
higiene, no como vacación muscular de las preocupaciones de la mente, sino como
obsesión mimética de remedar al ídolo cuyas patadas valen un millón de $ cada
una, un billón de € cada tanda. Y quienes no se sienten en condiciones de
imitar, al menos rugen y mugen en manadas enormes de mugidores y rugientes, como
seguidores fanatizados de los “astros” que “sobresalen” en todas esas
actividades sin argumento.
Mas no quiero mezclar el asunto de este parágrafo con el de otros capítulos
futuros en donde analizaré los “mitos” y los “héroes” de nuestro tiempo. Ahora
sólo voy al asunto de la longitud del radio en este círculo de los intereses
intelectuales y artísticos, deportivos, sociales... los llamados hobbies con
chusca palabra inglesa porque a nosotros no se nos ha ocurrido otra mejor que
“pasatiempos”, que tanto le hubiese gustado a SénecaA037.
Lo más asombroso de este círculo, es que su centro no sólo es excéntrico, sino
que es exterior al área misma del propio círculo. Estos hobbies no nacen del
interior del sujeto, de su forma de ser, personalidad, gustos peculiares
intransferibles y personalísimos, no, qué va, todo lo contrario: nacen de una
actividad mimética globalizada en cuyo seno el sujeto deja de ser individual y
deja de ser persona para convertirse únicamente en repetidor de un berrido
unánime. Millones de círculos van perdidos en busca de sus centros hacia
regiones remotas allende su propio territorio; ahora sí que vendría bien toda la
terminología pre-renacentista del hombre centrado en lo otro, o la más técnica
marxista de la alienación, aunque yo prefiero el argumento ontológico en su
formulación cartesianaA081, todo es lo mismo y valgan cañonazos así de recios
para este tema-mosquito: si tenemos unos intereses tan estúpidos que sobrepasan
con mucho nuestra propia estupidez, es que un ser infinitamente estúpido los ha
puesto en nosotros, ¿quién?... La estupidez colectiva que de la nuestra se nutre
y a la cual le devuelve luego el ciento por uno.
Mi pregunta es un dilema, parte pues de una proposición disyuntiva y bicorne: en
este asunto de los –¡ay, Señor!– “pasatiempos”, o somos tan insubstanciales que
necesitamos que se nos nutra desde fuera, o el nutriente exterior necesita
diluir nuestra substancia, raerla, para depositarse en su lugar y nutrirnos
desde fuera. Por lo tanto, si bien es un asombro, desde luego lo he dicho mal y
no es una pregunta, pues el tal dilema se ha convertido en un argumento simple
que aparenta dos caminos y sólo tiene una conclusión: se nos nutre desde fuera,
no decidimos ni escogemos nosotros nuestros pasatiempos. Además de que nos
decidan el nacer, el morir, el tiempo en que existimos, nuestro idioma nativo,
el color de nuestros ojos, la precisa estatura... nos deciden también qué
diversión nos gusta, cómo, cuándo y dónde. TrasímacoA017 se habría sorprendido
de este alargamiento del poder, más allá de la justicia, hasta el centro mismo
de lo más individual del hombre que, ahora, se ha convertido en lo menos
individual y menos centro, su modo personal de divertirse, lo que le gusta y le
deja de gustar.
Atraillarnos con una correa universal desde la fosforescente pantalla infinita
les ahorra a los que mandan un montón de trabajos y problemas. Y en este asunto
querría yo explicarme bien para que tú, lector imaginario e irreal, sepas con
exactitud a qué me refiero.
∙ Hagamos en primer lugar un catálogo jerarquizado de los temas que un amo
feudal de horca y alma querría controlar en sus esclavosA193; por orden el
catálogo principal de mayor a menor importancia intrínseca (aunque de menor a
mayor importancia en vistas al beneficio extrínseco del amo mismo):
∙ Los sentimientos del esclavo hacia el amo.
∙ Los pensamientos del esclavo.
∙ Los propósitos del esclavo.
∙ Los deseos del esclavo.
∙ Los actos del esclavo:
∙ Los actos del esclavo en cuanto proporcionan bienes al amo.
∙ Los actos del esclavo en cuanto proporcionan bienes al esclavo.
∙ Los actos del esclavo que proporcionan diversión al amo.
∙ Los actos del esclavo que proporcionan simple diversión al esclavo.
∙ Reflexionemos ahora sobre la importancia que el amo dará a cada elemento de
esa jerarquía en orden a obtener del mismo el rendimiento que desee:
∙ Buscará aquellos actos que redunden en beneficio del amo, los actos del
esclavo que le proporcionen bienes y diversión al amo.
∙ Se ocupará de los métodos que le aseguren buenos sentimientos por parte del
esclavo,
∙ y para ello deberá controlar los pensamientos,
∙ los propósitos,
∙ y los deseos del esclavo.
∙ Pero sólo como medios para sus fines, dejando, pues, al margen, sin control,
sin intervención, aquellos remotos, últimos elementos que sólo proporcionan
diversión al esclavo, salvo que sea conveniente promover esa diversión para
mantener tranquilo el establo.
∙ Es aquí donde se inserta un aprendizaje que los amos realizan siempre acerca
de las simples diversiones de los esclavos: “Amo, aunque creas a priori que
basta con que el esclavo te quiera y obtengas por ello de buen grado los bienes
que su trabajo pueda proporcionarte, marginando lo demás como sin importancia
para este propósito –que consigan los propios esclavos la diversión que puedan,
a ti qué se te da de este asunto–, lo cierto es que te equivocas, porque si le
procuras al esclavo el último eslabón de esa cadena, entonces tendrás en la mano
el control del eslabón primero sin haberte tomado el trabajo de conseguirlo”.
∙ De esta forma se cierra el asunto: dándole diversión a la masa, los amos
consiguen lo que quieren sin tener que hacer ninguna otra cosa. (Ver Cap. IX).
∙ Y en el siglo XX han descubierto, además, que proporcionar diversión a la masa
puede ser el sistema más directo para obtener beneficio, no sólo el más seguro.
∙ Antiguamente, en efecto, era a través de las tareas del esclavo, incentivado
por la diversión, como el amo conseguía rendimientos –de la tierra, de la
industria, del trabajo–.
∙ Mientras que ahora es la vacación misma, la propia diversión masiva y
masificada la que da rendimientos netos por sí sola. Deporte, cine, música, TV,
drogas... se cuentan ahora mismo entre los negocios más pingües y más rápidos.
Pero no tienen –acaso ni siquiera necesitan– demasiada imaginación. Y al llegar
aquí no sé, estoy en otra disyuntiva y no me decido por ninguna solución: o bien
tienen poca imaginación porque la masa tiene poquísima, por lo que no necesitan
más, pues les resultaría sobrante y estorbadora habida cuenta de que no se puede
meter en un continente más líquido del que cabe; o bien reducen la capacidad
imaginativa de la masa para que se contente con la corta imaginación que les
dan... No sé, pueden ser ambas cosas a la vez, re–alimentándose la una a la
otra.
Lo cierto es que ahora el tema se ha convertido en una pelea de gallos, los
señoritos del corral, pero el pulso es a quién más bestia, no a quién más
inteligente y creativo. Da lo mismo que se trate de capos de la droga o polancos
de la información: mascan mierda y la regurgitan en forma de plasta insalivada
que se pasan los unos a los otros de fauces en fauces cuando se dan de
dentelladas para quedarse con la mayor parte del pastel mercantil del ocio. Y si
a uno se le ocurre –valga decir al esbirro guionista asalariado– algún
argumento, a la misma hora en que en su pantalla proyecta la cagada, en otras
mil se proyectan cagadas similares; con otros rostros bello–bobos y otras
gallinas bobo–feas, pero las cagadas idénticas. Curiosamente culto, uno de esos
asalariados guionistas ha tenido la idea de llamar “Gran Hermano” a la última
boñiga masticada del pasado siglo.
Y así estamos.
Nos divierten los bodrios infectos de la TV, la Liga de Fútbol, los programas de
chismes marujiles sobre las putas y los chulos de relumbrón, el decibelio
rugiente y llenarnos el cerebro de mierda vía óptica, vía auricular o vía
intravenosa.
Así que repregunto, amigo lector imposible porque estás viendo “realities
shows”, los libros: ¿qué me has dicho que eran?
✠✠✠
§ VII
Los instintos, tan
fuertes
Durante mucho tiempo yo, iluso e ingenuo bien pensante muchachito tonto, creí
que en la rueda de los instintos estaba la salvación/solución de esta
cárcel/problema.
Imaginaba que el cordel que delimita cada círculo, la pelleja que encierra cada
esfera (el limes de la mónada), se rasgaba, quemaba, cortaba, abría, en este
rodal del instinto, dejando escapar al infinito una dimensión, al menos una, de
la existencia humana.
Razonaba yo –y era un razonamiento contradictorio e irracional– que el instinto,
por su carácter tierra, su potencia fuerza, su diseño piedra, su barro
fundamental de sudor y cuerpo y supervivencia, estaría capacitado para romper
todo posible barrote, escapar de cualquier prisión, no humillarse a la cultura
ni restringirse por tanto a límites. Y en lo más determinado que nos forma,
ponía mi esperanza la mayor indeterminación, que de tan absurda manera razona a
veces mi lógica chiflada.
Pero no, el instinto tampoco se libra del cordel que cierra la rueda, tampoco
logra escapar del círculo de la existencia humana.
¿Ni siquiera el sexo?... Ni siquiera el sexo. Si me pongo, y no hay otro
remedio, en el lugar de mi lector ficticio y lo concreto, pues, masculino, y le
obligo a recordar un remoto día de playa en los dorados arenales de levante,
cabe pinos cuyos arraigos contienen las dunas, se me plantean las siguientes
consideraciones (finjo que son recuerdos): ¡Qué emoción sagrada, diría Camus,
ante tanta nalga femenina joven y hermosa, ante tanto culo respingón y tanto
pecho entreverado de piel dorada y blancos pezones!... Día esplendoroso,
juventud pujante, cuerpos hermosos aunque diversos, banquete para la vista y
para el placer, siglo liberal que permite desnudos y los deja abandonados al sol
y al agua azul... Podría seguir en este plan mucho rato porque ahora soy viejo y
más que nada lo que tengo son recuerdos, tan pródigos en literatura, los pobres.
Pero si voy a lo que voy y transcribo la verdad, debo decir que a la centésima
nalga suculenta mi instinto se declaró en derrota, hastiado de tanto cuerpo
deseable, y dejé de interesarme por las nalgas suculentas, de las que,
realmente, no recuerdo ahora mismo ninguna. Sí recuerdo, en cambio, una mujer
muy joven completamente deforme, salida sin duda de un grave accidente acaso de
automóvil, con las piernas desgarradas por cicatrices feroces, pero rescatada de
la atrofia por algún milagro de rehabilitaciones, cirugías y fuerza de voluntad,
que paseaba despacio sobre la arena de oro, muy despacio, como tanteando
insegura la piel arenosa del milagro, pero sostenida y llevada por sus propias
piernas, y también recuerdo haber pensado que, en todo la inmensa playa
rebosante de magnífica juventud, aquellas piernas eran las más hermosas piernas
sin posible comparación.
¿Así que el instinto se hastía?... Se hastía, sí, se cansa, se diluye, se
duerme, a veces te interesan más los crucigramas. Nadie se puede comer todos los
pasteles, ni follar con toda la belleza, ni beber toda la hidromiel en los
cráneos de todos los enemigos. Los más intrépidos libertinos acaban casados con
su ama de llaves, y los más glotones gurmet terminan tomando su tazón de leche y
cereales antes de meterse en la cama con el gorrito de dormir sobre el pelado
cráneo.
Me temo, además, que hemos ido de más a menos en este viaje analítico sobre la
forma circular de la existencia humana, pues si el simple paisaje geográfico y
físico que nos rodea es un círculo al menos tan ancho como el propio horizonte,
la dimensión de nuestros “libres” instintos es mezquina, no llega más allá de
nuestras narices, se propone tan sólo el bien de la especie y ni siquiera finge
interesarse por el propio individuo. Aunque eso de ser un asunto específico, no
individual, ¿no agranda el círculo mismo, no lo amplía por el carácter
globalizador de cosas tales como el sexo o la supervivencia?... Puede, acaso, si
aquí nos interesase contemplarlo desde el punto de vista colectivo del todo
humano a través de los milenios, pero no, desde luego, considerado en su pura
concreción individual. La especie nos inserta el instinto dentro de la piel del
¿alma? (yo iba a decir “cuerpo”, lo del “alma” ha salido por casualidadA046)
para conseguir fines propios suyos ajenos a nosotros (otro día discutiré si ni
siquiera la supervivencia nos interesa realmente de modo individual, porque, de
ser así, no moriríamos pues, como todo el mundo sabe, morimos porque
queremos...) para los cuales fines no cuenta con nosotros, no nos deja el libre
arbitrio de sí colaborar o no colaborar; y de resultas de este mecánico proceder
específico, la función reproductora se gratifica con un simple espasmo nervioso
de escasísima duración, como si semejante moneda fuese suficiente para compensar
la tarea enorme de engendrar, soportar la preñez, parir, amamantar, educar y
hasta amar ¡que ya es demasía y abuso! a los retoños portadores de ¿nuestros?
genes. Que qué nos importará, ya nacido el organismo concreto que somos, que
sigan naciendo otros parecidos, o qué nos importaría si el instinto no nos
obligara a entrar por el aro.
Así que deseas la cópula sexual en la medida en que la especie te constriñe a
desearla, y finges que te amas a ti mismo lo bastante como para querer seguir en
la existencia al menos el tiempo suficiente para practicar dicha cópula hasta
que dejes de ser efectivo. Ése es todo el horizonte, toda la amplitud de esta
rueda de instintos que borra los objetos sobrantes del deseo cuando comprende
que ya no son posibles o quedan fuera de cualquier alcance.
Pero el sultán rijoso que dispone de una libido poderosa y de un harén inmenso y
copula cada día con tres o cuatro de sus esclavas ¿no tiene un horizonte sexual
de mucho mayor tamaño que el monógamo y avejentado garañoncillo provinciano,
sultán de nadie y tullido sexual incluso en sus sueños? ¿Y el héroe generoso que
con facilidad entrega su vida por el bien de una idea, no tiene un deseo
instintivo de supervivencia algo menor que el cobarde atrincherado en sus
propios terrores? Porque a lo mejor los horizontes –en esto de los instintos, o
quizá en todo lo demás...– no son siempre iguales y difieren de unos individuos
a otros: algunos tienen más vista, más sabiduría, más memoria, más instinto...
Desde luego, pero no por esa mayor amplitud del diámetro dejará de ser círculo
el círculo, cerrado redil la recluida circunferencia y abrupta finitud la pared
que nos clausura el horizonte. Aunque dispusiésemos de un tiempo inacabableA069,
un instinto sin límite e innumerables objetos con los que satisfacer nuestros
deseos, no por eso se abriría –como yo había supuesto llevado por la irracional
quimera de mi lógica fallida– la cuerda que nos ata a la noria de los afanes:
cada apetito tendría marcado su número y dimensión, cada complacencia sería una
mónada encerrada en sí misma, pues al fin y al cabo no hay cosa más cerrada, más
intraducible y más solitaria que el placer.
Ya para terminar, no podemos olvidarnos en este tema del instinto –y por lo que
se refiere a la libido– del compañero sexual que es parte esencial de la cópula,
bien que pueda no serlo de las fantasías y onanismos. Aunque de forma muy
distinta, vuelve a resonar ahora el mismo tema del parágrafo I de este primer
capítulo: la superposición, solapamiento o coincidencia parcial entre los
paisajes de seres humanos diferentes, sólo que ahora referido a una experiencia
mucho más íntima, mucho más densa y –pocas veces tan oportunamente dicho– mucho
más inter-penetrada.
Los compañeros sexuales en la ejecución de una cópula concreta ¿conviven en la
misma experiencia psicológica y sensorial? ¿En la misma sensorial pero en
distinta psicológica? ¿En la misma psicológica pero en distinta sensorial? ¿En
experiencias radicalmente diferentes tanto en lo sensorial como en lo
psicológico?...
He dicho antes que “no hay cosa más cerrada, más intraducible y más solitaria
que el placer”, y lo creo así, pues:
∙ su posibilidad nace en estructuras hondas e intransferibles de la
personalidad;
∙ circula por cauces que tienen que ver con dichas estructuras personalísimas;
∙ se dirige a objetos cuya constitución –nunca ‘real’, siempre ficticia,
imaginaria, creada en función de diseños peculiares del protagonista– está
marcada y determinada por la propia personalidad del sujeto;
∙ dispone de mecanismos de control, re-alimentación y retribución que sólo al
sujeto conciernen;
∙ se expresa en un lenguaje de símbolos-sensaciones-fantasías que únicamente el
sujeto puede traducirse a sí mismo;
∙ las impresiones concomitantes son armónicos del suceso que solamente resuenan
en el ámbito vital del propio sujeto;
∙ la marca que deja cada episodio en la memoria tiene –si bien, quizá, parecidos
perfiles en individuos distintos–, un “aroma” intransferible y personalísimo que
no podría ni explicarse ni traducirse a ninguna otra consciencia humana.
Ahora bien: ¿somos también mónadas cerradas sin puertas ni ventanas en estos
episodios del sexo en que la con-vivencia con el otro es un elemento esencial de
nuestra propia vivencia? ¿Nada se comunica, aparte de la simple y mecánica
fisiología de la transferencia de fluídos?
¿No se solapan de alguna manera los latidos de uno y otro placer, a cada lado de
la frontera que a los dos individuos separa?...
La intuición colectiva no siempre se ha concretado en la misma respuesta a estas
preguntas, lo que no deja de ser bien sospechoso, como el hecho mismo de que el
instinto pueda estar –que lo está– sujeto a modas.
Ha habido épocas y sociedades en que el acto sexual definía la substancia de la
relación amorosa, la concretaba y determinaba a su ser real. Puede que muchas
veces se tratara simplemente de asegurar la herencia genética masculina, hasta
finales del siglo XX, con las pruebas de ADN, siempre insegura y ‘temible’, lo
cual quizá revestía todo el asunto de una sacralización que solamente estaba
requerida por ese temor del macho. Pero lo cierto es que el acto sexual
demarcaba entonces tanto los límites mismos del amor, como los cimientos que
determinaban su consistencia, a la vez que simbolizaba en un signo real, físico,
el alcance y esencia de una pasión muy... “volátil”.
Pero estamos ahora en otra época y en otra sociedad, que da al sexo una
importancia mínima, meramente transitoria y coyuntural. Ya no significa
definición de nada, no marca los cauces de ninguna relación, ni explica o
traduce sentimientos. El compañero de coito, devenido mero objeto, no necesita
tener rostro, ni nombre, ni siquiera un ente complejo del mundo real: bastan los
atributos sexuales vagamente reconocibles por nebulosos parecidos con fotocopias
que operan en el sujeto como simples desencadenantes de una mecánica trivial. Si
la imagen es más o menos corpórea, contiene un pene o un coño oscuramente
similares a los que operan en las fantasías del sujeto, y todo ello está rodeado
por ciertos emblemas sexuales secundarios, unas nalgas, unas tetas, un culo...
basta y sobra, no se necesita rostro, no se precisan ojos, palabras ni
emociones.
Con este tipo de protocolo que la moderna sociedad ha adoptado, la pregunta por
el encuentro entre las vivencias propias y las vivencias del otro carece de
sentido: el otro no existe, es un muñeco hinchable de plástico sin identidad, se
cambia o no se cambia cuando... ¿cuando qué?... ¿cuando se gasta?... Nunca se
gasta porque no está ahí... En fin, es una especie de masturbación ante la
fotocopia borrosa de un original que acaso ni siquiera existe.
Pero no quiero hurtarme del problema auténtico cuando el problema se plantea de
verdad, cuando la cópula se realiza impulsada por un instinto sexual “a la
antigua usanza” y entre dos sujetos que son el uno para el otro máximamente
reales, absolutamente verdaderos. Bien, yo creo que entonces, por un instante
[que no sé bien dónde ubicar: si en la deseable sincronía del orgasmo –que no,
porque eso es pura fisiología–; si en la sincronía de la primera mirada
cómplice; si en la chispa de la primera caricia; si en la colisión de las dos
“emociones sagradas”...], los dos territorios vivenciales son un sólo territorio
porque los dos centros se convierten en un único centro.
Y ahora tengo que reconocer con honestidad que se me plantean varios elementos
de problema:
∙ No sé si esta conclusión verdaderamente la creo o sólo quiero creerla.
∙ No sé si es cierta en la doble dimensión de que:
∙ tiene sentido,
∙ es posible.
∙ No sé cómo responder a la pregunta: ¿invalida todo esto lo de que “no hay cosa
más cerrada, más intraducible y más solitaria que el placer”?... A mí me parece
que tengo respuesta, y que esa respuesta es que no, que no lo invalida y que sí,
que sí lo invalida...
∙ Sí, porque entonces el placer es mío porque es el del otro, es del otro porque
es mío, ya no es intraducible sino transitivo.
∙ No, porque significa que, por ese instante, el otro se hace yo y yo me hago el
otro, es decir, la otreidad desaparece en el acto sexual amoroso, el yo se
densifica y es más verdad que nunca que ese placer es intransferible e íntimo.
Deberemos, tal vez, acogernos al término segundo que titula estas páginas,
antropología fantástica, y echar a volar la imaginación en busca de las
explicaciones que la razón no nos proporcionaA184. Cuando estrechas entre tus
brazos a la persona amada, boca con boca y lengua con lengua, vientre con
vientre y pecho con pecho, penetrados por el mismo miembro que se reparte
indiviso entre dos cuerpos a los que hace uno, es como si la realidad general en
que todo consiste se diera la vuelta sobre sí misma, lo de dentro hacia fuera,
lo de fuera hacia dentro, y entonces la intimidad cerrada –envuelta siempre por
el contorno global que es el ‘fuera’ del universo mismo–, se convirtiese en
envolvente y exterior de un universo que se vuelve íntimo, encerrado y hondo. Le
damos la vuelta a la ‘funda’ en que consisten las cosas, de ser contenidos por
el universo pasamos a contenerlo, de ser una microscópica molécula en el
infinito, pasamos a contener el infinito convertido en íntima vivencia personal.
Y esto lo hemos hecho los seres humanos a contracorriente del propio impulso
natural, a despecho de que la especie nos use sólo para sus propios fines. Es
una hazaña metafísica, psicológica y moral que nos convierte en poseedores de un
talismán contra el tiempo porque, en el seno de esa experiencia única y dual, el
tiempo se detiene, más aún: se condensa en un instante su entera duración, algo
que los castrados dioses ni siquiera son capaces de entender.
✠✠✠
§ VIII
Recapitulación
Pero en fin ¿lo que quiero decir con todo esto del “círculo de la existencia
humana” es que somos finitos?... ¿Más de 15.000 palabras para llegar a la
conclusión de que los seres humanos no somos inmensos, inconmensurables,
ilimitados ni eternos?... La verdad es que no se necesita ser filósofo –ni
siquiera conspicuo representante de la nueva ciencia “antropología fantástica”–
para tener idea de nuestro carácter circunscrito y mínimo: casi todo el mundo lo
sabe.
¿O es una novedad “geométrica”? ¿Se trata de averiguar, por fín, ahora que ha
llegado al tema el más ilustre cerebro, que nuestra demarcación tiene
exteriormente la figura de un círculo y no se trata de un rectángulo, de un
triángulo, ni siquiera de un dodecágono?...
Si tengo realmente que responder a esos sarcasmos que yo mismo me dirijo,
honestamente he de decir que no lo sé. Acaso sea solamente repetir como
‘novedoso’ lo sabido... Pero he creído siempre que había algo más, “una
sensación de más”, la percepción de que, al irme y venirme por el paisaje
exterior de la geografía, por el ámbito interior del recuerdo, por el espacio
abstracto del pensamiento, por la rampa extraña del deseo, por la escalera
entrañable de la estirpe, me llevaba sobre los hombros del alma la piel misma
que es ese paisaje, rasgada de la superficie del mundo; el perfil mismo de ese
ámbito, recortado del desván de las memorias; el esquema mismo de ese espacio,
deshuesado del cristal de la razón; la propia inclinación de esa pendiente,
desmontada de la substancia de todos los declives; la trabazón misma de la
sangre, grabada gen a gen en mi esencia y mi existencia. Como niño que se
levanta de madrugada a una estancia solitaria y, aterido por el aire glacial de
todas las auroras, arrebata cobertores y mantas que acumula sobre sus hombros
estremecidos para acercarse hacia el nebuloso cristal de la ventana, dejando el
lecho desnudo, desollado, aunque sudoroso y húmedo. Porque la existencia humana
es un camino redondo entre el lecho vacío del pasado y el cristal borroso del
futuro.