DESARROLLOS DE LOS MICRO ENSAYOS




17-SÍMBOLO Y SIGNO.- LA BELLEZA


En diferentes entradas de este DM he ido analizando en profundidad diferentes aspectos de la metafísica clásica: el ser y el tiempo, el bien (y el mal), la unidad y la unicidad, la identidad, la verdad (y la mentira)... De entre los viejos trascendentales del Ser, me faltaría uno importante, la Belleza. Parece hora de analizar ese concepto fundamental.

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Es frecuente empezar con una revisión de diferentes niveles del concepto, definiciones anteriores, variantes, etc.:

* La menos pertinente al contenido de este breve ensayo, la que menos relación tiene con mi tema y la que menos actualizada está (ha sido descartada por los que la propusieron) –y por ello la primera que incluyo–, pertenece a la física de partículas.

Hubo un tiempo en que la materia se componía de átomos que, como la palabra indica, eran indivisibles. Luego Rutherford (Ernest Rutherford, Nueva Zelanda, 1871; Cambridge, 1937) descubrió que los átomos, lejos de ser indivisibles, estaban compuestos por un núcleo con carga positiva y casi toda la masa, y una corteza con carga negativa; además, el núcleo se componía de protones y de neutrones.

Eso fue el principio; más adelante empezaron a aparecer partículas y más partículas (y sus correspondientes antipartículas...) hasta formar un mapa actual de lo más variado. Esta cantidad de elementos provocó que Pauli (Wolfgang Pauli, Viena, 1900; Zúrich, 1958, físico austríaco de gran relieve) dijera una broma muy celebrada: “Si hubiera conocido esta proliferación, me hubiese dedicado a la botánica”.

Actualmente el número de partículas es muy elevado (y creciente), no es éste el lugar para desarrollar el asunto. Baste decir que los físicos han acabado por concluir que la mayor parte de las partículas “elementales” (muy poco elementales, pues), están compuestas por “quarks”. Hay dos tipos básicos de materia, los fermiones (Enrico Fermi, Roma, 1901, Chicago, 1954) y los bosones.

Los quarks son fermiones y se compone de ellos la materia nuclear. Hay seis especies, o tipos, o “sabores” de quarks, y son:

Quark u UP Arriba
Quark d DOWN Abajo
Quark c CHARME Encanto
Quark s STRANGE Extraño
Quark t TOP / TRUTH Cima / Verdad
Quark b BOTTOM / BEAUTY Fondo / Belleza
Cuando hacían física los europeos, les ponían nombres como Electrón, Neutrón, Protón... Cuando la hacen los americanos [Murray Gell-Mann, Nueva York, 1929, Santa Fe, 2019: inventó la palabreja “quark” porque sí, y ni siquiera sabía cómo escribirla, hasta que encontró una frase en un libro de James Joyce, “Finnegans Wake”, una frase que era un ripio: “Three quarks for Muster Mark” y de ahí viene...], les ponen estos nombrecitos, como Encanto, Belleza, Sabor o Color. (Lo del “Color” no es broma, de hecho la parte de la física cuántica que estudia el movimiento de las partículas no se llama “Dinámica cuántica”, sino “Cromo-dinámica cuántica”).

El Quark b (fondo –bottom–, o belleza), fue descubierto en Chicago y al principio le quisieron llamar “belleza” hasta que a ellos mismos les pareció un tanto... excesivo, por lo cual renunciaron al nombre –que sin embargo se mantiene y se cita frecuentemente como propio de ese quark– y se quedaron con lo de “bottom quark”.

El Quark Bottom o Quark Belleza es un fermión con una carga eléctrica de -1/3 de la carga elemental; este quark tiene “carga de color” y su anti-quark tiene “carga de anti-color”... Como característica peculiar, se trata de una partícula muy masiva, cuatro veces la masa del protón.

* Solemos asignar belleza a ciertos animales, no a todos, a muchos los encontramos feos y hasta repugnantes. Entre los primeros hay multitud de aves y también mamíferos, como los animales domésticos y/o los felinos. De un tigre de Bengala, enorme, poderoso, dorado y rayado, decimos que es una fiera de gran belleza y elegancia. Su piel mimética, sus ojos dorados, su tamaño y fuerza, su agilidad, su movimiento... su elegancia, en suma, nos hacen pronunciar ese juicio estético. ¿En base a qué?... ¿Se nos parece?... ¿Se ajusta a algún modelo humano o humanoide siquiera?

Un platonismo puro y duro respondería que el alma ha conocido el arquetipo Belleza, la Idea Belleza, en el Mundo de las Ideas y, al ver cualquier ser u objeto de cualquier clase o especie que cumpla parte de ese arquetipo, recuerda la Idea y le asigna belleza a ese ser u objeto.

Dejando el platonismo al margen, la verdad es que no tenemos modelo de belleza para el tigre; nada humano es félido, “tigril”; no hemos podido obtener el modelo a partir de nosotros mismos. En nuestro mundo de imágenes y proyecciones, alguien podría suponer que sí que hemos visto arquetipos de tigre bello en las pantallas, por ejemplo en dibujos animados de la factoría Disney, pero es al revés: esas animaciones han tomado modelo en los tigres reales para dibujar después sus tigres animados.

Encontramos bello al tigre –si es el caso– porque reúne una serie de circunstancias de las que somos más o menos conscientes: ser vivo, sano, joven, fruto del diseño evolutivo (el “taller de diseño” más eficiente y perfecto que existe) al cabo de docenas de millones de años. Y porque representa propiedades que acaso desearíamos poseer nosotros mismos, como la fuerza, la agilidad, la elegancia de movimientos, incluso la ferocidad... He dicho que lo encontramos bello “si es el caso”, porque seguramente no en todas las latitudes lo interpretan igual. En nuestras ciudades del mundo occidental los tigres son animales de zoológico, no representan jamás un peligro verdadero, pero hay otros continentes donde muchas muertes son debidas al ataque de felinos salvajes y, en función de ello, son percibidos como enemigos peligrosos y de ninguna manera bellos ni elegantes.

Nosotros mismos no empleamos los mismos criterios para encontrar bellos y elegantes a todos los animales. Mucha gente siente asco y horror ante los roedores como las ratas, o ante artrópodos como las arañas. Si utilizásemos los mismos criterios que hemos usado para encontrar bellos a los tigres, estos otros animales deberían gozar del mismo trato. Las arañas, por ejemplo, son animales fascinantes (tienen además a su favor para nuestro beneplácito que son beneficiosas la mayoría, y peligrosas muy pocas de sus especies). Producen veneno y producen seda, su diseño corporal es muy eficiente y complejo. La seda es un conjunto disuelto de proteínas que, al salir de las glándulas, se deshidrata y se convierte en el hilo característico, una maravilla evolutiva que algunas emplean para hacer redes, otras para cazar como pegamento, otras para dejarse llevar por el viento usándolas como velas... pero poca gente encuentra bellas a las arañas... En el caso de las ratas podría estar la explicación en que son competidoras directas en nuestros propios nichos ecológicos.

Hemos tenido que acudir a conceptos tales como “competencia ecológica” para dar cuenta de la “fealdad”, y a elementos tales como “elegancia”, “agilidad”, para dar cuenta de la belleza. De muchos animales que encontramos bellos la explicación está en los colores vivos –que suscitan reacciones agradables en el sistema óptico humano–, en el exotismo y rareza de ellos o de los lugares remotos en que viven, en la propia presentación tele-visual con cámaras especiales que nos los muestran viviendo y usando su instrumento instintivo que tanta admiración llega a causar.

* También el resto de la naturaleza nos parece bella muchas veces, desde luego la mayor parte de las flores, en lo cual influye mucho –o todo– su colorido espectacular y su aroma exquisito. También los paisajes, los soles nacientes y los ocasos, los mares en calma y los mares airados, las nubes apacibles y las nubes tormentosas, las montañas nevadas y los valles recónditos.

Tampoco tenemos modelos humanos con los cuales comparar para encontrar belleza en el paisaje; igualmente tenemos que acudir a elementos extraños de juicio, como en el caso de los animales. Ahora serán la cercanía –a casi todo el mundo le gusta el aspecto de su tierra, de los paisajes que acostumbre a ver–, o la lejanía –la distancia y cierta nostalgia impalpable unida a ella, hacen que los paisajes remotos nos parezcan dotados de una exótica belleza–. El colorido, desde luego, la relación de tales paisajes con argumentos literarios o cinematográficos (muchos de los paisajes que vemos en la pantalla y nos fascinan, pertenecen a relatos argumentales que “contagian” con su interés a esos paisajes donde transcurren); el que sean escenarios de nuestras vacaciones o viajes de recreo; el que nos remitan a épocas felices de nuestros recuerdos; el que susciten efusiones sensoriales (muchos paisajes “huelen” a pino, a claveles, a mar, a...), etc.

No habiendo modelos con los cuales comparar para establecer el juico estético sobre bases lógicas, acudimos a expedientes que explican nuestras preferencias, pero no dan cuenta de tales juicios que son algo más y algo diferente que/de una preferencia personal.

* Llegamos a los escenarios construídos –o destruídos– por la propia actividad de los seres humanos. Ya en la frase anterior está implícito el recurso para justificar a nivel profundo nuestra asignación de belleza o de fealdad: nos gusta lo construido, nos disgusta la destrucción. Y ello sucede desde el nivel ontológico puro, desde la misma raíz del ser –si es que estamos admitidos en el club metafísico– o desde la dura exigencia del 2º de la termodinámica (al que ya he tratado y maltratado aquí), si no somos admitidos en ese club y tenemos que afiliarnos a la ciencia actual. El orden nos gusta, el desorden nos disgusta. Incluso se puede decir que el orden –la regularidad, la simetría, la secuencia ordenada, etc.–, es fundamento de la belleza; y el desorden –la disimetría, los saltos secuenciales, lo irregular físico, geométrico, personal...– fundamento de la fealdad. Un edifico armónico, con materiales nuevos y relucientes, con un diseño ajustado a su función, nos parece bello; un resto de escombros, escorias, desechos, nos produce desagrado y nos parece feo.

Se puede decir como justificación (lo es, y sólida) que la evolución es el proceso ordenado, mientras que la entropía es el proceso desordenado. Somos productos de la evolución, fruto acabado y perfecto de la misma, éxito del orden creciente que ha producido la inteligencia y la libertad. La entropía es nuestra enemiga, la que finalmente nos convertirá en átomos que se disgregan y se funden con el desorden creciente general. No es pues extraño, que el orden nos parezca hermoso y el desorden feo y aterrador. Cuando nuestros actos contribuyen al orden y producen orden, ese producto lo juzgamos bello; cuando, por el contrario, producen desorden, ese resultado nos parece feo.

* La manzana dorada y roja es hermosa, las mondas feas y desagradables... ¡¿Ah, cómo?!... ¿No tienen las mondas exactamente los mismos colores dorados y rojos que la manzana, ya que son la piel de la manzana?... La manzana es bella a nuestros ojos porque esos colores significan salud, alimento, gusto en el paladar, aroma; las mondas nos parecen asquerosas porque esos mismos colores son ahora signo de decadencia, destrucción, desecho. Así pues, no son los colores, sino el significado que les asignamos. Podemos incluso llevarlo más allá: un bodegón que represente manzanas rozagantes y enteras, nos parecerá muy preferible a una pintura que recoja esas peladuras residuales, aunque las dos cosas tengan los mismos colores y ninguna de las dos sea más que un cuadro.

Simbólica, vaya, es parte de la definición de la belleza. Parece que hemos encontrado un hilo del que tirar: Un símbolo o, quizá, un signo, una relación no convencional sino natural, aunque hemos recogido indicios tanto de lo uno como de lo otro.

* Si hablamos ahora de la belleza propiamente humana, y para seguir el cabo conductor de una argumentación, voy a remitirme al juicio que un ser humano varón podría hacer de un ser humano mujer diciendo: “esa mujer es bella, o muy bella”.

Una posibilidad es glandular, simplemente. Pueden ser las hormonas masculinas, con su juego bioquímico complejo, genético y sexual, las que le dicten ese criterio. Algo hay de eso, desde luego, y no existe mejor prueba que comparar los juicios que una mujer hace de la belleza de las mujeres, con los juicios que un varón hace de la belleza de las mismas mujeres. Las modelos de las pasarelas –como todo el mundo sabe, y nadie hace nada para remediarlo– son efebos rectilíneos, anoréxicas, alejadas del equilibrio orgánico hasta la morbilidad patológica, pero suelen ser consideradas bellas por las mujeres, que fundan su juicio en cierto elemento de “elegancia” que reside más en la ropa, el diseño y el glamour, que en el físico de las propias modelos. Jamás un varón heterosexual coincidirá con ese juicio, el hombre necesita alguna curva que otra, algo de silueta “a lo que agarrarse”; la anorexia no es la raíz de la atracción hormonal.

Nos parecen bellas las mujeres que tienen “tirón” glandular, por supuesto, pero ni siquiera usamos el “adjetivo” bellas –o guapas– para esa condición; medio en broma, medio en serio, medio a lo basto y grosero, medio a lo sincero y elemental, decimos cosas distintas, como “maciza, tía buena, etc.”. Dejemos de lado el hecho de que estas expresiones sean abiertamente machistas, tengan pésima prensa y no las utilicemos en según qué momentos: lo cierto es que, para las hembras sexualmente atractivas, preferimos evitar el término “belleza”, intuimos que no es el adecuado, que no se trata de eso. En realidad no creemos –no sentimos– que la belleza consista en el reclamo sexual.

¿En qué consiste?... Para empezar, si un varón termina haciendo un juicio de belleza sobre una mujer (belleza, no atractivo sexual o no sólo), seguramente (y por raro que parezca) habrá empezado mirando la cara y no... lo demás. Se habrá fijado en los ojos y su color, su tamaño y disposición, el uso de la mirada; en la piel, su color y suavidad; en el perfil, su simetría; en el cabello, en su masa y su color, en su forma, en su halo... Sin saberlo él, acaso, estará siendo influido, ciertamente, por todo... lo demás, hasta por el olor y las feromonas de la mujer pero, intelectualmente, su juicio desea basarse sólo en los elementos que he listado.

En el asunto de la belleza humana sí tenemos, por fin, modelos. En siglos pasados los retratos de los pintores: las monaslisas, las majas vestidas y desnudas, las venus de los espejos, y tantas y tantas. En la actualidad tenemos a las actrices de la pantalla, tantas y tantas también. Si una mujer que pasa nuestro lado, se parece a... o a... puede que digamos “¡qué guapa es!” y, en ese caso, el juicio se basa en la comparación con el modelo, el asunto se explica. Los modelos del cine pueden haber sido sacados de todo contexto y de toda realidad, gracias al maquillaje, la luz, la fotografía, la cirugía, el glamour... pero eso mismo los convierte en buenos modelos de belleza, en arquetipos, tipos que no son corrientes, que no se ven con frecuencia, que tienen un algo que no tiene nadie más, son modelos porque agotan su clase, como ellos no hay.

Ahora bien, como no son auténticos... no son auténticos. Parece, pues, que hemos encontrado otro hilo de nuestro tapiz: los arquetipos son modelos y, en tanto que arquetipos y que modelos, tienen que ser supremos, fantásticos, imposibles. A la postre va a resultar que no debimos abandonar al viejo Platón...

Los juicios como los que estoy citando aquí son volanderos, sin calado; “¡qué guapa es esa mujer!” podemos decirlo y olvidarlo tan pronto como lo decimos. En este mundo pantallero y ficticio en que vivimos, la construcción de bellezas de cine es una industria con procedimientos casi tayloristas, en serie. Hay tantas mujeres guapas que el arquetipo se diluye, se convierte en una ristra de fotocopias, de clones, y llega un momento en que la propia desigualdad, la diferencia, lo irregular, gusta más que la “guapura” que ha terminado por cansar.

De todos modos, aplicando el análisis comparativo, ahora sí tenemos modelos (modelos modelos) y los podemos aplicar, cosa que hacemos para elaborar juicios estéticos sobre la belleza humana. Debería advertirnos sobre su fiabilidad, no obstante, lo variables y cambiantes que los modelos son. Si alguien se toma la molestia de revisar las carátulas de alguna revista de moda o de las llamadas del corazón, que lleve muchos años sacando mujeres bellas en sus portadas, comprobará que los modelos han cambiado tanto que se han vuelto del revés, y varias veces. Modelos voluptuosas y oxigenadas han dado paso a palillos de dientes con ojos, luego a elegantes sofisticadas, después a intelectuales ficticias, más tarde a simpáticas niñas bonitas, quizá a raciales exóticas, tal vez a productos de laboratorio, por fin de nuevo a voluptuosidades, esqueletos, elegancias... ¿Cuál modelo vale para siempre?... Ninguno: la que es guapa hoy porque tiene la suerte de parecerse lejanamente a la portada actual, mañana dejará de serlo porque, sin cambios en ella, las portadas serán otras.

Además de todo lo anterior ¿la belleza es cambiante, no sólo fugitiva? ¿Depende del día, del maquetador de una revista de moda, de la estación, o de que la bella lleve o no la ropa adecuada y los complementos a juego?

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Esto es lo que hemos conseguido hasta ahora:

* 1) Cuando no disponemos de modelos, asignamos belleza o fealdad por motivos ajenos, externos, sin relación con el concepto: que sean seres vivos competidores ecológicos o no; que se vistan de colores llamativos; que satisfagan a otros sentidos, como el olfato; que estén evolutivamente ordenados o entrópicamente desordenados; que nos resulten cercanos y habituales o, también, remotos y exóticos.

* 2) Cuando tenemos modelos, los usamos comparativamente, aunque sean imposibles, ficticios y cambiantes.

* 3) Los modelos de belleza, aunque los usemos sin discusión, de forma inmediata y constante, (y precisamente porque son modelos) no son auténticos; no son sustancias –son accidentes, no permanecen sino que cambian–; no son posibles en la practica, son ideales, inalcanzables.

* 4) Hemos anotado de pasada el platonismo de las Ideas, entre las cuales estaría el Arquetipo Belleza, pero sólo de pasada y sin insistir en él.

* 5) La belleza puede que sea un símbolo y puede que sea un signo. O puede que consista en alguna relación simbólica o en alguna relación significante (o las dos cosas a la vez –o las dos cosas la misma–).

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En el punto cuatro he vuelto a citar y dejar de lado la explicación platónica de la Belleza Ideal. Las explicaciones de Platón suelen ser muy buenas, bien pensadas, originales (todavía hoy), resuelven, son elegantes... Es una posibilidad que bien puede ser elegida como suficiente. Ya he dicho en otra entrada de este mismo DM, que lo primero que suelo hacer al enfrentarme con un asunto, es recurrir a los viejos maestros geniales del pasado, y hago bien porque fueron algunas de las mentes más brillantes de nuestra historia. Pero sucede que siento enseguida que me muevo dentro del muro de sus propios conceptos, doy vueltas enganchado a una especie de corsé que, en definitiva, no es el mío por mucho que simpatice con él. Es cierto que he sido educado básicamente en el estudio y reflexión de las obras de esos maestros distantes; también es cierto que no soy un adepto al uso de las ciencias actuales, a las que encuentro ya hoy periclitadas y también agarradas a sus propios clichés; tengo un sendero propio, una forma propia de salir de ese muro, de encontrar por mí mismo el hueco para escapar de ese cerco, salir a la oscuridad (oscuridad, sí, porque el muro es un muro, pero dentro hay luz y fuera no la hay) y encender mi propia candelita. Suele ser distinta, a veces mucho; muy atrevida, incluso arriesgada; en ocasiones tan temeraria que parece locura... pero no puedo dejar de pensar. Resulta que pensar es como respirar, no se puede interrumpir.

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El primer intento de ocuparme de la Belleza es insertar el tema dentro del tapiz habitual de mis tesis filosóficas, un tanto dependientes aún de la metafísica tradicional (también he dicho antes que “metafísica tradicional” es más un recurso mío y una ficción que una realidad, porque en esa “tradición” hay un montón de metafísicas diferentes).

En este sentido, y como se estudiaba dentro de los Trascendentales del Ser, la Belleza es uno de ellos, como el Bien o como la Verdad. El Ser, en cuanto Ser, es Bello, lo mismo que es Bueno y Verdadero. En la medida en que los entes no son el Ser, sino que se separan (creacionismo), manan, e-manan, (Plotino y el neoplatonismo), se apagan (metáforas de la Iluminación)... en esa misma medida dejan de ser el Ser y en la misma medida dejan de ser Buenos, Verdaderos y Bellos.

La Belleza es el Ser en cuanto Ser y en sí mismo, bajo la visión limitada de nuestra reflexión intelectual que “trocea” la unicidad para poder entenderla y ahora lo contempla bajo el aspecto de Belleza. No se necesita otra definición, igual que en el caso del platonismo: encaja muy bien en los esquemas de la metafísica medieval, como en las casillas del diálogo República y se sostiene –al menos para la larga y nutrida estirpe de pensadores teológicos y ontológicos, igual que para los platonizantes– como una buena explicación.

Mi posición es algo diferente y algo más arriesgada.

Como he dicho tantas veces, la realidad es una construcción de la mente humana, aunque no es una construcción obediente, sino rebelde, muy contundente y tozuda. La suelo comparar con un juego cuyas reglas definimos nosotros (el juego consiste en sus reglas, no es otra cosa o algo más que sus reglas y todo lo que le constituye se nos debe), pero... pero en cuanto las reglas están, el juego sigue su propio derrotero, no nos obedece como un robot, es ya independiente de nuestra voluntad, jugar a ese juego es combatir contra él. Los que se creen dueños y señores en cuanto inventores, tienen a veces la tentación de dominarlo a pesar de todo cambiando las reglas que ellos mismos definieron: se puede hacer y no se puede hacer. Se puede hacer, claro, pero entonces el juego ya no es ese juego, es otro, así que no se puede. Puedes engendrar ese vástago que, en cuanto distinto de ti y libre de ti, te planta cara; puedes creerte amo y señor porque lo has engendrado, pero no eres tal amo, a lo más que puedes llegar es a matarlo, no a dominarlo.

Repito esto una vez más porque mi respuesta al tema viene por el punto número 5 de la lista anterior: “La belleza puede que sea un símbolo y puede que sea un signo. O puede que consista en alguna relación simbólica o en alguna relación significante (o las dos cosas a la vez –o las dos cosas la misma–)”.

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SÍMBOLOS Y SIGNOS


Los símbolos no son signos y los signos no son símbolos... a menos que sustentes una doctrina en la cual no exista la distinción, o no siempre.

* Símbolos.- Los símbolos son señales convencionales que indican relación con algo diferente a ellos por convenio explícito o implícito –elegido o derivado–, de una disposición –generalmente colectiva– de los seres humanos.

Muchos de los símbolos nos parecen naturales, poco simbólicos, porque su convención data de tiempo inveterado, porque se hizo mediante un consenso generacional e inconsciente, porque no conocemos a nadie (nadie conoce a nadie) que haya estado involucrado en su origen, porque ni siquiera los eruditos conocen bien ese origen, por tratarse de símbolos globales, a veces supra-nacionales... Todos estos motivos, y otros, nos hacen suponer una esencia natural, un origen no simbólico del símbolo. Así pasa con el lenguaje, por ejemplo, cuyo origen es más o menos manifiesto para los eruditos en líneas generales, pero no su secuencia real minuciosa. Los etimologistas saben de dónde viene el idioma, incluso cada palabra o la mayoría, aunque sólo hasta cierto punto, y nunca tienen más que conjeturas sobre el proceso de transformación, las etapas de ese proceso y los tiempos y ritmos de esas etapas. Es evidente que se trata de un símbolo –de un complejo entramado de símbolos– porque no hay un lenguaje, sino miles, quizá desde el principio cientos de miles, y cada uno tiene su propia gramática, con su terminología completa y compleja, con su sintaxis propia, con su semántica característica y su morfología especial. La “cosa”, esa cosa, esta cosa, se dice “cosa”, pero se dice “thing”, pero se dice “ding”, pero se dice “gjë”, pero se dice “Sache”, pero se dice “chose”... y así hasta miles.

Otros símbolos que sí lo parecen, se aceptan sin embargo como cosa natural porque son tomados así por todo el mundo y desde siempre o, si desde siempre no, desde no sé yo cuándo ni como: así las banderas, que son consensos tan generales que se sienten como las cosas mismas que simbolizan, aunque todo el mundo comprende que un trapo de colorines no es una patria con su territorio, sus gentes y su historia pero... sí que lo es. Una prueba de la aceptación cuasi-natural de ese tipo de símbolos es que, cuando por la circunstancia política, una bandera es discutida –como ocurre ahora en España, donde cada aldea saca sus tristes trapos de colores y repudia la bandera general–, los defensores de la misma lo toman, no como la ruptura de una convención (muy bien, tú eres del club de golf como yo soy del club de tenis, tú llevas bombachos y yo llevo short, tu llevas palos y yo raqueta), sino como la erosión de una ley natural, se extrañan lo mismo que si alguien discutiese airadamente con la ley de la gravedad.

La característica esencial de los símbolos es doble: por un lado la relación establecida entre el símbolo y lo que simboliza, por otro lado el aspecto convencional, consensuado, de esa relación.

* Como se trata de un consenso, la relación no es nunca esencial, natural, “significativa”.

* Como se trata de un consenso, la relación es susceptible de variación, de sustitución y muchas veces es simplemente una más entre las muchas relaciones que se pueden establecer entre la misma cosa simbolizada y multitud de símbolos diferentes.

* Como se trata de un consenso, nada garantiza que la relación establecida dure lo bastante como para el símbolo se consolide.

* La relación es, sin embargo, auténtica, aunque sea convencional. No auténtica en cuanto natural, que acabamos de repetir que no lo es, sino en cuanto a que, mientras permanezca y el símbolo simbolice lo que simboliza, la relación es efectiva, hay esa relación. Entre la mesa y la palabra española “mesa” hay una relación estable, por muy caprichoso que haya sido su origen (o muy azaroso históricamente).

Que los símbolos sean convenciones no les quita importancia, al contrario, se la da. Los seres humanos somos simbólicos, vivimos en los símbolos. La primer intuición que yo tuve de las principales líneas de mi pensamiento filosófico, vino al considerar que vivimos en un mundo simbólico, en él, desde él, y sustentados sobre él, y que ese mundo de símbolos, todo él y cada símbolo concreto, es una construcción “convencional” de la mente humana.

Que sea convencional no significa que sea obediente, como repito tantas veces. Se trata de una construcción de la mente, la llamamos la realidad, es lo que no hay, es nuestro mundo y vivimos en él. Sostengo, pues, que se trata de una creación mental, y sostengo también que es la realidad. Sostengo que se trata de una relación simbólica, pero... pero real, por lo tanto natural.

En definitiva, lo que digo es que nuestros símbolos son signos, son creaciones convencionales pero no convencionales, simbolizan pero significan, su origen es un consenso, pero no libre; significan, pero de modo simbólico.

* Signos.- Los signos son relaciones naturales y, por lo tanto, esencialmente conectadas entre los signos y sus significados. El humo y el fuego son el ejemplo que se suele poner, la fiebre y la infección añado yo; el aroma de la flor y la flor, el graznido del cuervo y el cuervo... etc., etc., etc., porque se pueden poner millones de ejemplos.

Los signos no son convencionales, sino naturales, la relación que representan pertenece a su naturaleza esencial, es lo que son. Si el humo es signo del fuego, es porque el fuego entraña humo y nunca traiciona la experiencia habitual. Claro está que el mundo de los “efectos especiales” puede producir fuego sin humo y humo sin fuego, del mismo modo que graznidos sin cuervo y cuervos mudos... pero la relación natural entre el signo y lo significado es natural, lo es esencialmente, para contravenir ese hecho hay que sacarlo de su contexto normal, trabajar sobre su naturaleza y cambiarla o simular que se cambia.

La relación significativa es la que es, porque signo y significado pertenecen a la misma realidad, son la misma cosa, no hay distancia esencial entre lo uno y lo otro, ninguna distancia, por cierto.

Advertencia: las palabras “signo” y “símbolo” se usan de formas muy poco respetuosas con sus distinciones y formas de ser y actuar, de modo que estoy definiendo los conceptos del modo más preciso para evitar equívocos porque es un asunto muy relevante en mi reflexión sobre la Belleza. Por ejemplo, aunque muchas veces se usa correctamente la expresión “símbolos matemáticos” o “símbolos lógicos”, muchas veces se dice “signos matemáticos” o “signos lógicos” de un modo totalmente inadecuado; por ejemplo se dice “signo menos” o “signo negativo” a la raya horizontal que se pone delante de las constantes o variables que decimos ser negativas. Pero una rayita horizontal no significa negación ni significa posición, no significa nada; simboliza –eso sí– lo que queramos que simbolice, pero no significa, no es un signo, es un símbolo. Todos los símbolos de la matemática, las propias cifras, los “más” y los “menos”, los “por” y los “entre”, la raya de las fracciones, el símbolo de las raíces, la “igualdad”, el “mayor que” y el “menor que”... todos son convencionales, simbólicos. Todo el sistema métrico decimal lo es, su valor posicional, su agrupación en decenas, su “0"... Lo mismo que los símbolos lógicos, todos ellos.

Eso sí (y una vez más...): creadas las normas del juego –por ejemplo el álgebra, por ejemplo las reglas y operadores de la proposición sin analizar–, el “juego” se comporta a su modo, independiente, rebelde, sin respetar nuestra condición de creadores del mismo, siguiendo su propio protocolo en una ruta que muchas veces encuentra vericuetos que no sólo no habíamos previsto, sino que ni siquiera entendemos (la aparición de las geometrías no-euclídeas; de la mecánica cuántica; de las limitaciones internas de los formalismos... demuestran esa rebeldía y esa independencia). Pero son signos, todos ellos.

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No son las cosas la Belleza, sino el símbolo que son, o el signo que son, o las dos cosas o la misma. En mis esquemas, la Belleza sería la relación de entre la realidad real y la realidad deseada, cuando más cerca la realidad real de la deseada, más bella la encontramos.

¿Qué es la realidad real y en qué se diferencia de la realidad deseada?

La realidad real es la realidad, la que construye nuestra mente y, una vez que los sentidos y la razón la han elaborado en sus determinaciones, se presenta como independiente, obra según sus propias leyes, según el protocolo de sus “reglas de juego”.

Al tiempo que constantemente construimos esa realidad –en ella vivimos, es nuestro mundo, lo que no hay–, al mismo tiempo, y paralelamente, crea nuestra imaginación y crea nuestra inteligencia y crean nuestros sentidos una realidad deseada, no enteramente real, aunque quizá próxima. Mientras la realidad real –una vez que sale de nuestro diseño– se ocupa de sí misma, nos contiene y nos obliga, la realidad deseada sale también de nuestro taller, pero ni nos contiene ni nos obliga:

* No suele ser muy distinta ni estar muy distante de la realidad real, sino que la acompaña como un segundo perfil, como un eco de preferencia que insertamos detrás de la realidad real, como una sombra (ésa que el kabuki –tan certero– pone siempre al lado del ser auténtico).

Esa realidad deseada –acaso sería mejor decir “realidad preferida”– no se trata de la Absolutidad, ese estado que quizá alcancemos, o quizá no merezcamos nunca, cuando la muerte o la enfermedad no sean determinaciones absolutas de la vida humana, cuando el futuro y el pasado se conviertan, como el presente (más que el presente), en obedientes súbditos de nuestra voluntad y no rocas inamovibles del destino, y cuando seamos realmente dueños y señores de nuestro destina historia, nuestra propia providencia. No, no se trata de la Absolutidad.

Se trata de una mejora sensata, no muy exigente, no muy consciente, no muy determinada, de la realidad real: esa forma que tenemos de suprimir mentalmente la nube fea que estropea el hermoso panorama del ocaso sobre el horizonte del mar y que contemplamos desde la playa; esa forma que tenemos de eliminar del apacible arroyo los insectos que zumban, pican y molestan; ese modo de corregir las arrugas que “afean” el rostro, tan hermoso, por otra parte, que contemplamos en el espejo; ese modo de iluminar mejor, de colorear mejor, de resaltar mejor... Se trata, pues, de un retoque, de un maquillaje, gracias al cual el “perfil segundo” es mucho más nuestro que el de la realidad real y, cuando entre los dos se produce una cuasi-identidad, en la misma medida encontramos belleza.

* “Ni nos contiene ni nos obliga”: aunque sea parecida y no esté distante, sus diferencias con la realidad real son esenciales. Que no nos contenga, quiere decir que esa realidad deseada no es nuestro mundo. Que no nos obligue, quiere decir que no es la realidad. Es un remedo –porque parte de la realidad misma, no por inferior o subalterna– de la realidad, pero no es la realidad.

* Constituye el modelo de comparación. La relación se establece entre la realidad real y la deseada de tal modo que la real es juzgada por el arquetipo de la realidad deseada, para adjudicarle belleza o no, en mayor o menor cantidad, de acuerdo con la proximidad o lejanía que se decanten desde esa comparación.

* Esta relación es simbólica, es un símbolo, es convencional, en el sentido de que la realidad deseada no es real, sino ficticia. Pero es un signo, es natural, no es fruto del asentimiento, en el sentido de que la realidad real es real, no ficticia. Puede que, a fin de cuentas, el “quark beauty” no sea una tontería completa y venga aquí más a cuento de lo que yo pensaba.

* Símbolo y signo, las dos cosas a la vez, las dos cosas la misma.

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La Belleza nace de nuestra condición. Si fuésemos animales viviendo en la nada, lo que hay, no en un mundo, nada sería bello o todo sería bello, el concepto no existiría para nosotros como no existe parta ellos, todo lo más la atracción glandular en la que somos comunes.

Una de las muchas razones que me obligan a defender mis temerarias tesis filosóficas, es que los trascendentales del SER, el BIEN, la VERDAD, la BELLEZA, la UNIDAD... tienen sentido solamente para el ser humano y desde el ser humano, no para el resto de los seres orgánicos e inorgánicos que “pueblan” la nada, que son la nada. Si mis tesis no fuesen defendibles, sino locuras insensatas, si el mundo en que vivimos nosotros, la realidad, lo que no hay, fuese algo absurdo –tal como suena, porque suena absurdo–, esos trascendentales lo serían para todos los seres de la creación, no solamente para nosotros los humanos, los creadores de la realidad.

La Belleza es nuestro patrimonio, consiste en la relación o en las relaciones que nuestro juicio establece, es un símbolo porque no es natural, pero es un signo porque es natural.

Sólo nosotros, que establecemos la relación, podemos percibir la Belleza, sólo nosotros podemos extasiarnos ante ella.
Solamente nosotros, que somos sus creadores, somos sus espectadores.

Es un drama que escribimos, representamos y contemplamos nosotros y para nosotros. El resto de la Creación está excluido.

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