DESARROLLOS DE LOS MICRO ENSAYOS
09-EL LUJO INMORAL DEL PERDÓN
Miguel Cobaleda
Que el perdón –como digo en el ensayo ME009– sea imposible tanto desde el punto
de vista jurídico, como lógico, religioso o metafísico, seguro que es la idea
menos socialmente aceptable de todas las que defiendo en esta colección de
Micro-Ensayos. Como estamos cometiendo delitos más deprisa de lo que transcurre
el tiempo, como somos una especie depredadora y letal, como nuestras “virtudes”
principales son mentir, robar, corromper y matar, necesitamos el mecanismo del
perdón para sobrevivir, como necesitamos el aire para respirar. Sin el perdón
estaríamos perdidos en una tiniebla de demencia colectiva. No lo estamos (o, al
menos, no lo estamos del todo todavía), así que hay perdón, el perdón existe, mi
tesis es falsa, incluso absurda. No es cierto, mi tesis es verdadera, al fin y
al cabo sólo dice que ningún perdón de ningún tipo devuelve la vida a las
víctimas asesinadas (espero que no haya doctrina ética –sea religiosa, social o
política– que niegue este trágico hecho) y que, por lo tanto, la deuda vital
absoluta de la que son acreedoras es, en efecto, una deuda absoluta, el perdón
que la borre no existe. Pero el argumento esgrimido parece contundente:
1. No estamos, al parecer, perdidos en una tiniebla de demencia colectiva.
Bueno... se puede discutir.
a. Que no seamos conscientes de estarlo no significa que no lo estemos,
especialmente si tenemos en cuenta que hay espíritus superiores vigilantes que
sí son conscientes de la sombra global que nos envuelve, y hasta lo denuncian de
forma constante, bien que el rebaño nunca escuche sus advertencias proféticas.
b. No ser conscientes –al menos el rebaño general– de ese sombrío paisaje, no es
cosa distinta del hecho de que las ovejas del rebaño del pastor ignoren ser lo
que son, “sic vos, non vobis, velera fertis, oves”, y lo mismo que llevan el
pellejo no para ellas sino para ser trasquiladas, también son ordeñadas no para
sus corderos, sino para hacer quesos, y antes o después van al matadero... sin
saberlo. Lo que quiero decir es que la realidad general del cosmos y sus leyes
constitutivas admiten perfectamente que haya rebaños ignorantes de su tiniebla
existencial envolvente sin que se quiebre la lógica interna de los
acontecimientos; sirvan de ejemplo los millones de seres humanos gaseados por el
nazismo a) sin que se agrietaran las raíces del cosmos, b) sin que se contuviera
el decurso de la historia, c) sin que la sociedad de su tiempo –siquiera–
detuviera el horror. El horror sucede y no sucede nada, así son las cosas.
c. Tenemos subterfugios para defendernos... ¡cuidado!: no para defendernos de la
tiniebla espantosa, sino para defendernos del espanto, para que la tiniebla
espantosa no nos espante, para poder atravesar la noche durmiendo plácidamente
al abrigo del hogareño redil. Todas las monsergas sobre el perdón que denuncio
en el ensayo ME009 van en ese sentido, son adormideras complacientes, vienen a
decir que, como podemos perdonar y hemos perdonado, los delitos... no han tenido
lugar. ¡Claro que esta mentira descarada no nos convence, desde luego! Lo que sí
hace es adormecernos, instarnos a fingir que nos la tragamos, que bueno está lo
bueno, ahora es otro tiempo, aquellos horrores pertenecen al pasado, hay que
olvidar y... perdonar.
d. La comparación entre el acontecimiento físico de muchas muertes debidas a un
proceso natural (tsunami, huracán, volcán, plaga...) y el proceso moral de
muertes debidas a la maldad humana (asesinatos, genocidios) arroja luz sobre
diversas cuestiones acerca de la venganza, del perdón, del equilibrio social...:
i. Como no podemos asignar culpas
por la muerte de (cientos, a veces miles) seres humanos debida a plagas o terremotos, por ejemplo, pero sí podemos
asignar culpas –delitos, crímenes– por los genocidios y por los asesinatos, nos
vemos obligados a distinguir dos paisajes en la causalidad de la muerte: el
paisaje físico que es la desaparición mortal de uno, varios o muchos seres
humanos –éste es el lado factual de la desgracia–, y el paisaje moral del
asesinato que es el lado ético de la conciencia=responsabilidad personal de los
responsables. A diferencia del resto de los entes inocentes (ya sean hormigas o
ángeles, ya sean serpientes o dioses) los seres humanos somos morales, nuestros
actos voluntarios y libres están sujetos al juicio moral. Esta diferencia
conlleva una distinción en el criterio; en el caso de la desgracia, lo único que
hay es el lado físico factual, no hay juicio moral; en el caso del delito, hay
un lado físico factual y hay un lado ético judicial. Esto es, si prescindimos de
lo segundo, que mueran cien seres humanos por un tsunami o que desaparezcan cien
seres humanos por actos delictivos de otros seres humanos, son lo mismo desde el
punto de vista físico factual.
ii. En el caso de la desgracia, lo único que podemos hacer es aguantarnos,
soportar la pérdida con el dolor que siempre la acompaña, como soportan la
pérdida dolorosamente los deudos supervivientes de todos los que van muriendo
generación tras generación. En el caso del delito –y como hay en este caso un
lado moral, o un nivel ético que en la desgracia no existe–, podemos hacer más,
podemos asignar la culpa, ejercer lo que se llama justicia, incriminar al
responsable.
iii. Ningún acto desde el lado moral repercute sobre el lado fáctico, ni odiar
al asesino, ni encarcelarle, ni matarle resucitan al muerto. Nada resucita al
muerto.
iv. Ahora bien, la posibilidad de actuar en uno de los dos lados del delito nos
confunde sobre nuestra capacidad de remediar lo irremediable. Cuidado: sabemos
que no se puede, pero fingimos que, en cierto modo, sí que se puede [Ejemplo:
el ama de casa que, ante la desgracia o el desastre, coloca los cajones, friega
los suelos, barre lo barrido, introduce el orden que puede controlar para
“defenderse” del desorden que no puede controlar]. Nos dejamos querer en
ese fingimiento y aceptamos el bálsamo de una solución que no soluciona, pero
suaviza los ardores del espanto.
v. Ya convertidos en apóstatas de la verdad y feligreses de la mentira, ponemos
el odio –el asco que nos produce el delincuente, la incomprensión de sus actos,
el rechazo total, el aborrecimiento absoluto, la acusación como venganza– en
lugar del dolor, y nos hacemos la ilusión de que duele menos.
vi. Ahora bien, no duele menos, porque el dolor no pertenece al lado moral del
tema, sino al lado fáctico, físico. La constatación de esta dicotomía nos
acabará llevando a la “necesidad de construir un puente”. En efecto, cuando
acabamos sintiendo que todo el odio –y hasta la venganza si está en nuestra
mano– se queda siempre del lado de allá y nunca resucita a los muertos, sentimos
la urgencia de que ambos lados de la torrentera del pavor se unan de alguna
manera y podamos hacer algo efectivo en el lado de allá haciendo algo efectivo
en el lado de acá.
vii. Sabemos –sentimos– que el odio no basta (en realidad no sirve para nada, ni
siquiera es un sustituto eficaz del dolor al que trata de desplazar en su nicho
del alma). Cuando todos los sentimientos hostiles se muestran incapaces...
pensamos que quizá el perdón pueda cruzar de un salto esa furiosa torrentera. El
perdón es grandioso, nos parece un precio tan enorme que sin duda podremos
comprar con él lo que no hemos conseguido de ninguna otra manera. Y tratamos de
construir un puente de perdón entre el lado de la víctima y el lado del verdugo.
viii. Como todo puente entre ambas orillas es imposible, y como el perdón se
erige en protagonista –aunque falso– de nuestra renuncia más generosa, resulta
ser el engaño más pernicioso tanto a nivel individual como a nivel colectivo.
Perdonar está bien visto, a nuestros ojos es un calmante efectivo.
ix. Pero perdonar no resucita. Cuando el deudo de la víctima perdona al verdugo,
se convierte en cómplice –al menos parcial– del crimen, porque se arrima a la
orilla del verdugo y la víctima se queda más solitaria.
2. –“¿Qué propones tú, entonces, en lugar del perdón? ¿Una sentencia de muerte
absoluta sin posible conmutación, un odio incesante, una venganza social
eterna?”...
a. No propongo el odio razonable.- El odio es un simple error, ya he dicho que
no sirve para nada. El que he llamado odio “razonable” en mi ensayo 03 (ME003):
i. ODIO DE “APARIENCIA RAZONABLE” (“FÍSICA” DEL
ODIO).- Razonable en una pérdida es el sentimiento de dolor concomitante y
proporcional a la misma. Incluso razonable es esa especie de retroceso
consolador a un pasado an-terior en el que pudiera el milagro impedir la
pérdida. La razón ayuda y consolida estos sentimientos, los explica y, por
tanto, les da certificados de autenticidad. Son pasiones aunque tienen
fundamento racional. Pero el odio que tantas veces acompaña al dolor de la
pérdida, ni es razonable ni se basa en la racionalidad. Ese odio se adhiere a la
presencia de las causas de la pérdida, trata de pintarlas de su propio color, de
embadurnarlas con su tiniebla. En cuanto el dolor es proporcional a la pérdida y
a su recuerdo, el odio tampoco evita el dolor ni lo remedia. Estamos
acostumbrados por la experiencia –y por la literatura– a la idea de que el odio
y la venganza tranquilizan el alma y amortiguan el dolor. No es cierto. Lo que
hacemos al odiar es desplazar la pena de su nicho en el alma para acomodar en
ese lugar el odio, disminuir no la pena, sino la vivencia interior de la misma,
y no por algún consuelo efectivo sino por un parásito malsano y perverso. Puede
que al cabo tengamos la sensación de penar menos, pero es porque hemos cambiado
monedas verdaderas de dolor por pasiones falsas de odio que no tienen contenido
ni objetivo, sólo furia y rencor. [ME003- El odio].
b. Ni propongo el odio esencial.-
i. ODIO ESENCIAL (METAFÍSICA DEL ODIO).- Hay un odio
que ni siquiera es razonable en apariencia, un odio esencial que ni es personal
ni se relaciona con agravios personalmente recibidos. Es el odio puro, en el
sentido de que se trata de una pulsión que no está encadenada a ningún elemento
individual, a una pérdida personal, a un dolor propio o a una ofensa concreta.
La “opinión odiosa del adversario, su mera realidad de adversario” que motiva el
odio esencial y metalógico nos afecta de forma tan fundamental porque opone a
nuestra visión de lo absoluto una visión de lo absoluto diferente (minúsculas),
pero nosotros sentimos que nuestra visión de lo absoluto es la VISIÓN DE LO
ABSOLUTO (mayúsculas), y esa opinión adversa atenta, por lo tanto, no contra una
creencia privada, sino contra la propia firmeza del SER, destruye el cimiento
óntico, es un crimen de lesa realidad. [ME003-El odio].
ii. Nuestro absoluto (minúsculas) no es el ABSOLUTO
(mayúsculas).- Si la visión del adversario –con su pretensión de lo ÚNICO– es
parcial y, por tanto, falsa, la nuestra goza de las mismas propiedades porque
tampoco nuestro absoluto es EL ABSOLUTO. [ME003-El odio].
c. No propongo la venganza.- Pero no por aquello tan repetido de cavar dos
tumbas: el que ha empezado cavando tumbas es el criminal. Aunque muchas veces he
reconocido que la venganza es la única que se presenta voluntaria para sustituir
a la desparecida justicia, lo cierto es que no puede llenar ese papel.
i. La venganza es individual, no puede sustituir a la justicia comunitaria,
global, absoluta.
ii. Es juez y parte, su acto borra la frontera entre la acusación y la
jurisdicción.
iii. No resucita a las víctimas.
iv. Pero sobre todo, la venganza disminuye la esencia del delito, convierte un
acto metafísico –la destrucción de la continuidad del SER– en un episodio
individual concreto. [Ejemplo.- Si el padre de la
víctima de un magnicidio se vengase del criminal, lo que es un acto de
significado global y alcance universal –por ejemplo el asesinato de un rey, de
un presidente nacional o de una personalidad relevante como Martin Luther King
Jr.–, pasaría a ser un simple delito personal, por ejemplo si el padre del gran
predicador, Martin Luther King Sr. –que murió mucho tiempo después que su hijo–,
hubiese pretendido vengar su asesinato].
v. Todo crimen trasciende los límites del espacio y del tiempo y se convierte en
una quiebra de la continuidad del SER porque cada vida humana es una impronta
original y única, insustituible, de la esencia universal, indispensable y
necesaria en el cómputo final de la existencia. La venganza pretende detraer esa
línea irremplazable del libro contable universal, para reducirla a un simple
garabato en las anotaciones del tendero.
d. No propongo la pena de muerte.- Matar al que mata es matar dos veces.
i. Puede ser necesario reducir al asesino o al genocida a una condición en que
no pueda reincidir, pero ni siquiera esa reclusión debería hacerse en nombre de
la venganza social, sino tan sólo como el derecho inalienable de auto-defensa.
ii. Por otra parte, matar no es el acto equilibrador que pretenden los
partidarios de la pena de muerte; ya he dicho antes y argumentado que hay dos
lados en este tema, dos orillas de una frontera que no se puede atravesar. Nada
que hagamos del lado del criminal equilibra, compensa, contrarresta o anula el
hecho físico inapelable de una muerte.
iii. Matar al que mata es no sólo tan inútil, incluso tan absurdo,
como tocar la zambomba para que dejen de sonar las
zambombas, como regar para que la lluvia moje menos.
e. No propongo nada.- Salvo recluir al asesino y al genocida para que no vuelvan
a matar, no propongo nada. Del mismo modo que no propongo nada como respuesta a
la desgracia de miles de muertes por plagas o terremotos.
i. Cualquier propuesta que pretenda borrar la ausencia de las víctimas por
procedimientos que afecten a la orilla del delincuente, deja la orilla de la
desgracia intocada e intocable, como estaba y siempre estará. Son propuestas que
se engañan sobre la diferencia entre ambos procesos, el delictivo y el trágico;
piensan con razón que en lo trágico hay una sola orilla, el momento factual de
la muerte, y que en lo delictivo hay dos orillas, la del momento factual de la
muerte y la del delincuente; pero se engañan cuando creen que la tal dualidad
permite puentes entre ambas orillas, de forma que castigar al delincuente,
odiarlo o vengarse de él, servirán para que la tragedia deje de ser trágica o
deje de ser.
ii. Si lo que se me pregunta es qué propongo como puente entre ambas orillas, no
propongo nada porque no hay puente posible y el imposible perdón es un lujo
inmoral que no tiene más sentido que acentuar el abandono de las víctimas.
iii. Si lo que se me pregunta es qué propongo para evitar sucesos parecidos en
el futuro, propongo vigilar preventivamente para que no se produzcan y, si se
producen, identificar al culpable y aislarlo, no como venganza, sino como
profilaxis.
3. Corresponde ahora una pregunta inversa que plantee la cuestión justamente al
contrario.- –“Teniendo en cuenta, pues, que no se propone ninguna forma de
castigo, entonces el crimen, la maldad, el genocidio incluso ¿han de quedar
impunes?” [Quedan muchas veces, desde luego; los grandes autócratas genocidas
suelen morir tranquilamente en sus camas luego de haber disfrutado de largas
vidas –Gengis, Tamerlán, Stalin, Mao y tantos otros–] “No los mataremos, no
tomaremos venganza contra ellos, ni siquiera les odiaremos... La negación del
perdón que se postula en el ME009 resulta un chiste, ya que estos asesinos de
masas no van a ser castigados en absoluto, ni siquiera con el rencor que sus
actos odiosos suscitan”.
a. El castigo.- Lo primero que hay que reconocer es que ningún castigo de los
culpables resucita a sus víctimas asesinadas.
i. Aunque sea raro, hay que repetir este punto porque nuestra estructura
psicológica tiende a sentir que el castigo, de alguna forma mágica, hace que la
muerte de las víctimas sea menos muerte o sean menos víctimas. Sabemos que no,
que el dolor de la ausencia no se mitiga, pero ese otro dolor concomitante de la
injusticia sí se aplaca con el castigo.
ii. Parece, por lo tanto, que la dicotomía establecida en las dos orillas del
proceso criminal, la orilla factual de la muerte como hecho físico, la orilla
moral del acto criminal, viene acompañada por otra dicotomía que tiene lugar en
la consideración de los deudos inmediatos de las víctimas y en la arquitectura
moral de la sociedad general que ha sufrido el crimen: un dolor puro en relación
con la ausencia por la muerte, y una rabia visceral en relación con la
injusticia y la prepotencia de los actos del culpable.
iii. El castigo nunca roza el sentimiento primero, pero disminuye el segundo.
Que los culpables sean castigados no resucita ni adormece el dolor por la
ausencia de las víctimas, pero silencia la rabia que la injusticia produce.
iv. Sentimos que el castigo es la victoria de la justicia que, por una vez,
resulta triunfante. Cuando el castigo no cae sobre los culpables, entonces la
rabia se junta al dolor, se potencian el uno al otro y la ira –siempre más
contundente– acaba por inocular en el dolor sus propias toxinas de odio (que,
recordemos, no sirve para nada y se fundamenta en errores).
v. Con el castigo no se pretende disminuir de ninguna forma la victimidad de las
víctimas, se pretende disminuir nuestra propia rabia de deudos y allegados. Éste
que podríamos llamar “premio de consolación”, viene a significar que la
insalvable grieta abierta entre las dos orillas del proceso criminal se pone de
manifiesto, se anuncia, se promueve. [Ejemplo.-
Pongamos que en el mundo de “Los santos inocentes”, esa maravilla de Miguel
Delibes y de Mario Camus, varias estirpes de terratenientes –varias familias
adineradas– compitieran en una noble lid sobre cuál de todas ellas obtiene
mejores rendimientos de cualquier cosa, cosechas cerealistas de sus fincas
respectivas, trofeos de caza en sus territorios, mayor cantidad de terneros,
corderos y lechones en sus cabañas ganaderas respectivas, para la cual
competición cada administrador de cada finca apretara inmisericorde las clavijas
de sus colonos obligándoles a hacer esfuerzos extraordinarios; y supongamos que
uno de los contendientes, con trampas incalificables –por ejemplo, mutilando a
los colonos de los demás–, consiguiera la victoria; y que ante las protestas de
los otros terratenientes, el juez imparcial decidiera no tanto retirar la
victoria del vencedor, sino dar un diploma de consolación a los perdedores.
¿Algo de todo esto atañe a los trabajadores de las diferentes fincas, en algo se
benefician por trofeos o diplomas? ¿De algún modo la irremediable condición de
los colonos se ve modificada por la victoria o la derrota de sus amos, dejan de
ser lo que son, “resucitan”?]
vi. El castigo acentúa la distancia, aleja a las víctimas del mundo de los
culpables –castigados o no– y del mundo de sus propios deudos, empeñados en
disminuir su rencor –lo consigan o no–.
vii. El castigo no es un puente entre las dos orillas del proceso criminal.
b. La impunidad.- Parece intolerable, nadie en su sano juicio puede pretender
que los crímenes queden impunes, aunque queden tantas veces, en especial si los
cometen los mandatarios que, por acción o por omisión, son responsables de miles
de muertes pero a los que no alcanza la corta mano de los tribunales. Sea como
sea, el deseo de justicia está tan entrañado en nuestro tejido moral que grita
cuando no se satisface, sobre todo cuando esa tal justicia, lenta y ausente,
llega tarde.
i. Esa impunidad que nuestro sentido moral repudia y que en tantas ocasiones se
burla de nosotros y de nuestras ansias comprensibles de equidad –lo que he
llamado en muchos escritos “justicia algebraica”–, esa impunidad tampoco atañe a
la orilla de la tragedia, tampoco ella es un puente entre las dos orillas.
ii. No por quedar impunes los criminales son las víctimas más víctimas, aunque
lo sintamos así nosotros, sus deudos y allegados. Si de algo podemos estar
seguros es de que la orilla de allá siempre es la orilla de allá, nunca se
acerca, nunca nos queda a la mano. Lo mismo da que el castigo alcance a los
culpables como que no les alcance y queden impunes. Lo mismo da si asentimos a
una doctrina moral que propugne el castigo y repudie la impunidad, como si
defendemos un “dejar hacer, dejar pasar, ya qué más da, la cosa no tiene
remedio”.
iii. Renegar de la impunidad es satisfactorio, sentir la rabia contra ella,
buscar a toda costa el castigo ejemplar... Si la
cuestión es que ajusten las cuentas de este lado de acá, el del tendero tramposo
que lleva doble o triple contabilidad y no sólo le roba a los parroquianos, sino
a los proveedores y al fisco, entonces bien, que Hacienda le haga una inspección
y le clave enormes multas. Si la cuestión es que ajusten las cuentas en el lado
de allá, el del Cosmos que anota en su Libro General cada luz que se apaga,
entonces no hay multa ni sanción porque tampoco son posibles las trampas. Y si
la cuestión es que ajusten las cuentas entre ambas contabilidades... es
imposible, tanto como tratar de contar la felicidad en monedas.
c. El perdón.- Como se dice en este segundo planteamiento de la cuestión, si al
culpable no se le ejecuta, ni nos vengamos de él y ni siquiera le odiamos, bien
perdonado está. Pero no es éste el sentido del ME009.
i. El sentido primordial del ensayo ME009 es que eso del perdón es un invento
sin contenido. Se trata de una ficción fantástica, un pseudoconcepto, algo como
el honor de los caballeros medievales o como el valor no comprobado que se le
supone al soldado que no ha entrado en combate.
(1) Necesitamos los individuos y necesita la sociedad una especie de cheque al
portador que cuadre el haber con el debe en los libros de culpas y culpables. No
sabemos, o no queremos, vivir en una sociedad en quiebra moral, pero resulta que
en la sociedad constantemente se están efectuando desembolsos fraudulentos a
beneficio de inventario y a cuenta del mísero saldo de la gente corriente –que
también roba lo que puede cuando puede–, de modo que es preciso hacer ajustes
casi continuos que llamamos “perdón”.
(2) En asuntos menores, lo que hacemos es transformar nuestros propios
descubiertos en borradores de trapo, olvidando oportunamente que éste o aquél
nos han estafado en virtud de que a éste o a aquél les hemos estafado también
nosotros. Este perdón menor –que no es tal perdón porque el perdón no es
posible– es sencillamente una transacción moral –o mejor dicho, inmoral– que
despeja de nieve el camino ajeno vecinal porque es nuestro mismo camino y lo
estamos despejando para nosotros.
(3) En asuntos trágicos, el perdón es un andamio sobre los huecos de las bombas
para que podamos unos y otros –también nosotros– seguir circulando e ir a por el
pan y la leche aunque la guerra destruya el fundamento moral. Por eso tendemos a
confundir el perdón con el olvido, el hacer borrón y cuenta nueva,
del mismo modo que el escritor mediocre sin
inspiración, se pasa el tiempo rasgando y tirando folios llenos de necedades que
ha ensayado una y otra vez, y que terminan en la papelera moral cuando comienza
a escribir en otro folio en blanco. Es por esto por lo que digo que el
perdón, que misericordiosamente se pide para el culpable de crímenes, es un
lavado que no consiste en lavar, sino en tirar a la basura el libro empezado y
empezar un libro nuevo. Pero este truco no funciona con las víctimas, porque ni
las podemos re-iniciar como se hace con una computadora cuando se atasca, ni las
podemos rescatar desde aquella otra orilla, así que usamos el perdón con la
absurda pretensión de que sea a la vez un imposible puente entre ambas orillas,
y un olvidador de crímenes que nos permita seguir como si no hubiera pasado
nada.
(4) {Un asunto distinto, del que aquí no me ocupo y que es la siniestra
actuación de las almas miserables, es que haya quien alabe el crimen y festeje a
los criminales, convirtiendo de ese modo el recuerdo de las víctimas en
acusaciones de culpabilidad. Ese odioso proceder retrata a los festejantes con
una negra señal en lo que haga en sus entrañas las veces de alma, una señal de
sombra que ellos creen que es luz}.
(5) El perdón es una artimaña moral, en el fondo consiste en reconocernos a la
vez pecadores e incorregibles, en dejarnos por imposibles y entregar a todo el
mundo un aprobado general.
ii. Tanto si otorgamos el perdón como si no lo otorgamos, lo que vengo llamando
“la orilla de la tragedia” no cambia. Cambia, quizá, nuestro potencial en vatios
de ira y de rabia, en alternancia con la solución castigo. Perdón-y-castigo son
los polos de una dialéctica que se ocupa únicamente de nuestro bienestar moral:
si nos da por el castigo, nos sosiega por el lado de la justicia, si nos de por
el perdón, nos tranquiliza por el lado de la compasión. En cuanto a la sociedad,
parecido: si le da por el castigo por este rincón, se siente legitimada para
perdonar por aquel otro, en ambos casos cierra sus libros de cuentas con la
ficción de haber cuadrado los saldos.
iii. Todas estas razones dejan en el aire sin resolver el asunto de qué hacemos
con los culpables o, al menos, de que quisiéramos hacer en estricta justicia y
en materia moral, aunque luego los hechos sean menos radicales. ¿Sostengo
realmente que nada de nada?
(1) Una vez más separo ambas orillas y mantengo que: a) perdonemos o no,
castiguemos o no, la orilla de la tragedia permanece con sus ausencias
inapelables; b) el castigo y el perdón no son lo que creemos que son, porque eso
que creemos ni tiene sentido ni es posible.
(2) Ya he dado una solución –en mi opinión drástica y terrible, aunque a los
culpables seguramente les produzca risa–: el genocida no es distinto del tsunami
en términos físicos (aunque lo sea en términos humanos morales); por lo tanto en
su pecado lleva su penitencia, su castigo es que no puede ser castigado porque
sus actos no son humanos, son inhumanos, porque él no es sujeto de sanción
moral, sino ciego instrumento natural, porque es una catástrofe natural con
apariencia humana, pero humano solamente en apariencia. Aunque resulte raro,
poco convincente y mueva a desprecio, el sentir popular me da la razón cuando
interpreta a los genocidas como locos irracionales y desiste de tratar de
comprender sus motivaciones, exactamente lo mismo que se desiste de buscar
interpretaciones a un cataclismo natural.
(3) En la medida en que todas estas
consideraciones sean juzgadas –seguramente con mucha razón– insuficientes,
insatisfactorias e incomprensibles, supongamos por un momento que aceptamos lo
inaceptable: que se puede establecer algún puente entre las dos orillas de las
que vengo hablando, la orilla trágica de la muerte factual, la orilla moral del
delito del culpable.
(a) Si el puente es el perdón
–estamos ahora en el supuesto teórico, para analizar más a fondo este punto (3)
de que el perdón es posible, tiene sentido y sirve de puente entre ambas
orillas– entonces perdonar es el remedio contra la muerte que la Humanidad busca
desde que empezamos a enterrar con funerales a nuestros difuntos. Basta que
perdonemos al asesino para que la víctima asesinada deje de ser víctima, esto
es, deje de estar muerta. ¿?... Es la conclusión inevitable de este supuesto, y,
como se puede ver, es un absurdo sinsentido y un completo argumento
contra-factual.
(b) Si el puente es el castigo, entonces castigar resucita. De nuevo el
sinsentido, aumentado en este segundo supuesto porque, por desgracia, asesinar
no es un comportamiento esencialmente único, un asesino puede asesinar a muchos
y un genocida –por acción o por omisión– a millones. ¿Sostendremos –luego de
sostener que el castigo del culpable des-victimiza a las víctimas– sostendremos,
repito, que matar al genocida sirve para des-matar a sus víctimas innumerables,
a todas ellas con una sola pena mortal? ¿De alguna manera el ejecutar a un
genocida equivale a des-victimizar a millones de sus víctimas?... ¿Acaso porque
el asesino de muchos, al serlo de muchos, ha subido de nivel humano jerárquico y
su muerte “vale” por millones de muertos menos importantes que él?... La sobada
frase de Hanna Arendt de que “el mal es banal”, viene a cuento (la frase se
repite mucho porque viene a cuento muchas veces) para aclarar que ajusticiar a
un Eichman no equivale a hacerle justicia a todos los nombres asesinados de sus
listas, que un genocida único puede asesinar muchísimo. Este punto tan
indiscutible redunda en la contundencia del argumento según el cual hay una
similitud fáctica entre el genocida y el tsunami.
(i) Si existiera algún tipo de
proporción entre la capacidad de asesinar y la capacidad de reprobación justa y
moral, un sólo ser humano –capaz de ser castigado con ejecución una sola vez–
podría asesinar únicamente a un solo ser humano. Que pueda asesinar a muchos el
que sólo puede ser castigado una vez, indica que no existe la tal proporción.
(ii) Si no existiera una similitud de sentido entre el genocidio del genocida y
el desastre del tsunami, el genocida podría ser castigado por todos y cada uno
de sus innumerables delitos.
(4) Entiendo –y participo de– la indignación humana ante el asesinado, el
genocidio... incluso ante la jactancia chulesca que los asesinos y sus secuaces
suelen manifestar, pero no se pueden dejar de constatar dos hechos
incontestables:
(a) El castigo –nunca apropiado y
“algebraicamente” justo– sólo se refiere a nuestra propia rabia, nunca hace
relación a las víctimas en su orilla de muerte. Matar, encarcelar, mutilar... al
genocida sólo consigue el reconocimiento del genocida como un ser humano, como
alguien digno de castigo/y/perdón, como alguien de nuestra misma humana
condición; no le deshumaniza, no le exilia de la raza humana.
(b) Puesto que soportamos –la Historia soporta– la existencia impune de miles de
asesinos y genocidas, el que podamos castigar a una parte mínima de esos tales
pone de manifiesto nuestra complicidad y tolerancia (olvido histórico,
interpretaciones heroicas, ensayos justificativos, admiraciones fanáticas...)
con todos los demás que escapan de nuestro alcance.
(5) Escribir todas estas razones –y
pensarlas– en una nación asolada durante muchísimos años por un terrorismo
absolutamente genocida, criminal, devastador –e intelectualmente miserable-, una
nación que ha sufrido más de 800 asesinatos inmisericordes y que en la
actualidad (2021) contempla cómo la autoridad gubernativa premia políticamente a
los asesinos para poder mantener el poder, pensar estas razones –y escribirlas–
es un ejercicio de temeridad y hasta de insensatez. ¿Negar todo perdón?: esto
sí, desde luego, se entiende y es lo que hay que hacer. Pero luego ¿no hacer
nada, no proponer nada, desechar la venganza, desechar el odio?... ¿No es eso
tener la sangre tan helada como los criminales, no es complicidad con el delito,
no es argumentar a favor de la muerte? Ante este tipo de razones, e incluso
admitiendo que el castigo no resucita y que sólo atañe a la suavización de
nuestra rabia, cada deudo de cada víctima, la sociedad en su conjunto, necesitan
exorcizar esa rabia, darle curso, recobrar por ese medio, y dando un golpe en la
balanza, un equilibrio perdido sin el cual ningún pueblo puede proseguir su
historia. Dejando aparte el hecho de que no haya posibilidad de rescatar a las
víctimas, aún quedan las huellas sociales de la maldad, unas roderas de barro
sangriento sobre las que no se puede caminar y a las que es preciso enjugar,
secar, limpiar, mediante alguna justicia reparadora, mediante algún castigo
ejemplar, mediante la repulsa de las generaciones, para que la vida honrada y
normal –repuesta de la maldad en la medida de lo posible– se recupere y se
regenere. Es también mi posición humana e, incluso, es también mi posición
intelectual. Pero sigue siendo incontestable que ninguna justicia, ninguna
venganza y ningún odio equilibran cien asesinatos con una sola ejecución, que
eso es un sinsentido “algebraico”. Sigue siendo un hecho que “matar es un acto
que no tiene revés”, es decir, que es un espejo que no se puede separar del
fondo para mirar por detrás para ver si, más allá del azogue del horror, hay una
luz infinita. Matar es un muro inamovible que solamente tiene una dimensión, no
dos ni tres. Es la cinta de Möbius del mal, es la singularidad hecha espanto. Y
creo también que matar pone al asesino en una clase distinta, lo separa de lo
humano en un sentido esencial: “humano” –entiendo yo aquí y ahora– es el que
siente la contundencia absoluta de lo inevitable, comprende la muerte como no la
comprenden ni los animales ni los dioses, como una determinación definitiva que
constituye, no ya ni sólo el final de la vida, sino el final de la realidad, el
confín del Universo. Creo que ser humano es entender que la muerte es el sitio
en que el Universo termina, más allá del cual no hay, ni siquiera hay la nada. Y
me parece que los asesinos –especialmente los que matan convencidos de que
sirven a una causa o a una idea– carecen de esta dimensión humana, no son
humanos, no lo son. Son un tsunami. ¿Pena de muerte, cárcel infinita, vergüenza
eterna, odio y rencor?... Me apunto como el que más, me apunto el primero...
pero sé que no es eso, que las razones que he dado son razones y tienen valor.
4. Dejando de lado la ilógica pretensión de unir ambas orillas del hecho
delictivo, lo que hay cuando alguien muere es que alguien ha muerto. Desde el
punto de vista del lado físico factual, no hay diferencia entre que la causa sea
el tsunami o sea el genocida, los dos son tsunamis similares. Desde el punto de
vista del lado delictivo moral, si no debemos matar, ni debemos vengarnos, ni
podemos perdonar, lo único que cabe es que procuremos defendernos de ese volcán
de odio rabioso, pero del mismo modo que tratamos de defendernos del volcán
eruptivo magmático, procurando en ambos casos que no vuelvan a suceder o que no
vuelvan a cogernos desprevenidos.
5. Cuando el cosmos anota una muerte, lo que registra es el apagamiento de una
luz única, irrepetible, pero en su libro de cuentas no hay casilla para las
causas porque a su criterio, al criterio del cosmos de eterna duración, el de
los soles y los mundos, no hay diferencia entre los terremotos y los genocidios,
esa diferencia sólo existe para el espíritu humano, el mismo que atenúa su
brillo cuando el cosmos anota una muerte en su libro general.
Ya dije al empezar que lo que acabo de escribir es la idea menos socialmente
aceptable de todas las que defiendo en esta colección de Micro-Ensayos. La
verdad casi nunca es socialmente aceptable, ésa es la verdad.