DESARROLLOS DE LOS MICRO ENSAYOS

06-LA JUSTICIA
Miguel Cobaleda



Desde mi punto de vista la ética trata de la justicia. Ni del bien, ni del alma, ni de la voluntad, ni del propósito... Es decir, trata de nada al parecer, porque la justicia ahora no es nada, una palabra que carece de correlato semántico, de contenido, de objeto, de ente.

La justicia es la justicia=equidad y ni siquiera admite definición formal (como tiene definición “centauro” aunque no existan) porque lo de “dar a cada uno lo suyo” tropieza con un problema insoluble: definir, a su vez, “lo suyo”. En cuanto a la equidad misma, es imposible, toda vez que un asesino puede matar mil veces (mil millones de veces) y sólo puede ser ejecutado una (a menudo ninguna). Ante esta matemática irrefutable, se acaba el asunto. “La justicia es lo más hermoso que existe, pero no existe”.

1.- Lo suyo.-

Nada podemos decir de nada –refiriéndonos a alguien– que sea “lo suyo”. Lo suyo entraña posesión y la posesión no es posible, es una entelequia que ni siquiera tiene sentido meta-jurídico, solamente metafísico y desde un punto de vista más bien místico (del SER en cuanto SER, y como tendencia, esto es: del propósito contemplativo que encontramos en la doctrina del místico africano Plotino de Lycópolis y, por extensión, del resto de los místicos musulmanes, judíos y cristianos; la tendencia a la Unidad del Ser en contra de la fragmentación de los seres).

Nada es nuestro “de suyo”, esta negación es de toda evidencia. Para que algo fuese nuestro, tendríamos que poseerlo, pero toda forma de posesión es una falacia, la posesión no es posible. Nuestras “posesiones” (a partir de ahora, a la falsa posesión la llamaré “acaparamiento”), incluso las más preciadas o las más nuestras, no son nuestras. Es fácil demostrarlo en cuanto a los objetos, menos sencillo en cuanto a aquello que constituye lo que consideramos nuestro ser propio, empezando por el cuerpo y sus “derechos” (la vida, el alimento, etc.), siguiendo por el espíritu y sus “dimensiones” sociales, como la dignidad, la honra, etc.

Personas de clase media-media en cualquiera de los países actuales de Europa acapara, de forma más o menos compartida con las entidades bancarias, un conjunto de ladrillos, cemento y yeso que estructuran un espacio habitable llamado hogar o vivienda; un objeto transportador automóvil; muebles, vestidos, electrodomésticos, animales de compañía, quizá una segunda vivienda, otros automóviles, acaso –si su pasado reciente es rural o si ha devenido propietario rural por otros medios– alguna parcela de tierra o monte, incluso puede ser que –al menos en algunos casos– partes de lagos o ríos. Además cada quien acapara “su sí mismo”, esto es, su cuerpo y su espíritu, con los atributos que conllevan, por ejemplo en el primer caso la vida, la necesidad de alimento, vestido, vivienda digna..., en el segundo caso, educación, acceso a los bienes culturales, dignidad en cuanto al estatus social, honra y, en fin –Jefferson– la búsqueda de la felicidad. Existen, claro, sujetos cuyo acaparamiento es infinitamente mayor que el de las clases medias, individuos que acaparan empresas, fábricas, estructuras industriales, puertos, aeropuertos, inmensas extensiones de terreno, medios marítimos y aéreos... los cuales cuentan con vías propias para acceder a acaparamientos de índole inmaterial, como pueda ser el poder político, la decisión económica, etc.

Que nuestro alimento, pongamos por caso, no es nuestro (y similarmente cualquier otro objeto del acaparamiento material corpóreo, de la lista que acabo de citar), es sencillo de demostrar. Supongo que nadie pretenderá que el tomate que se come lo ha creado él en el sentido genuino del término crear –aunque lo haya plantado, regado, cuidado, visto crecer y madurar, recogido del huerto, lavado, cortado y aliñado–. Ni ha ingeniado en su mente el concepto tomate, ni ha diseñado los tomates, ni ha creado las estructuras orgánicas que llamamos tomates, ni podría, en el vacío, sin otros medios que su simple querer, producir tomate ninguno. El tomate es un objeto del que es propietaria la Naturaleza, y el trabajo humano solamente le da derecho al consumo, nunca a la posesión.

Desde luego que se puede trasladar el ejemplo al automóvil: éste sí ha sido diseñado por una mente humana, fabricado por manos humanas con ayuda de máquinas fabricadas antes por manos humanas y sometidas al diseño humano. No obstante, nadie ha creado los metales ni los materiales, incluso en aquellos casos en que la ingeniería industrial sí pretende haber creado composites más o menos artificiosos, pero los componentes primigenios no son producto de la creación del hombre, no se nos deben el hidrógeno, el helio, el litio, el berilio, el boro, el carbono... ni las rocas y líquidos que nos proporcionan algunos de estos elementos. El propio diseño tiene una historia, depende de una cadena casi infinita de diseños anteriores que deberíamos remontar, no ya a Tales o a Anaximandro, sino al Neolítico, al Paleolítico y, antes que eso, al genuino cerebro humano que, por supuesto, no es una creación del hombre ni se debe a su diseño. Es la Naturaleza, es la evolución, la propietaria tanto de los materiales como de los diseños e, igual que antes, el trabajo humano nos da derecho en todo caso al consumo, nunca a la posesión.

¿Y nuestro cuerpo, nuestra vida?... Nadie en su sano juicio pretende haberse creado a sí mismo –ni siquiera los gimnastas que presumen del perfecto cuerpo adquirido gracias a esforzados ejercicios infinitos y cuidados extremos–, haberse dado la vida, haberse procurado por propio trabajo los huesos, tendones, nervios, fluídos que lo componen... Y los que, mediante el estudio constante y el trabajo intelectual sin tregua, han conseguido ser cultos, incluso sabios, ¿acaso han diseñado su cerebro, su inteligencia, su memoria, su voluntad, su imaginación, sus talentos? Nuestro esfuerzo personal para ser mejores, más sabios, más justos, más buenos; o también más fuertes, más sanos, más ágiles... nos da derecho al usufructo libre de nuestro ser, pero no nos da la posesión del mismo (y aunque ninguna sociedad sabe cómo evitarlo, todas las sociedades condenan el suicidio como un crimen).

Nada es nuestro, nada es “lo suyo”. La absurda y analfabeta creencia de que nosotros somos nuestros y las cosas son nuestras, se debe a un argumento circular, falso y hasta patético.

Si somos propietarios de algo, entonces podemos hacer con ese algo lo que queramos, por ejemplo, destruirlo, quemarlo, matarlo.

Puedo destruir las cosas que acaparo, romperlas, matarlas: mi mesa, mi casa, mi árbol, mi perro, mi vida.

Por lo tanto soy propietario de todas esas cosas: mi mesa, mi casa, mi árbol, mi perro, mi vida.

Es el mismo tipo de falacia que la siguiente (puesta como fórmula lógica):

A ⇒ B
B
___________________
A

A implica B como primera premisa; si como segunda premisa ponemos B, entonces podemos poner A. Es una falacia, pues que el antecedente suponga el consecuente, no permite suponer que el consecuente suponga el antecedente.

Si llueve la calle se moja.
La calle está mojada.
Luego llueve (no necesariamente, porque puede estar mojada por la lluvia, pero también por el riego, por una tubería rota...).

Cierto que podemos destruir montones de cosas, empezando por nosotros mismos, pero del hecho de que, si fuésemos propietarios de alfa podríamos destruir alfa, no se deduce que el poder destruir alfa nos haga propietarios suyos. Cualquier asesino o delincuente puede quitarle la vida a otro, destruirla, o quemar su casa, o matar a su perro, o quitarle sus bienes... pero tal posibilidad no le convierte en propietario de esa vida, esa casa o ese perro.

He estado durante todo este ejemplo dando por supuesta la “verdad de la mayor”: “Si somos propietarios de algo, entonces podemos hacer con ese algo lo que queramos, por ejemplo, destruirlo, quemarlo, matarlo”. Pero no es cierta, hay que negar la mayor y no solamente el argumento falso que derivábamos de ella. La única forma posible de posesión auténtica (que, por cierto, es solamente tendente, no concluyente, aspirante pero no consumante) es la tensión hacia el Ser como tal, una contemplación del Ser en el sentido plotiniano –y en el sentido místico–, de modo que la tensión hacia esa supremacía se convierta en identificación –en tendencia a la identificación–. Por lo tanto cualquier fragmentación del Ser, es decir, cualquier ser fragmentario o grupo de seres fragmentarios, es ajeno al concepto de posesión y la frase “si somos propietarios de algo” es un sinsentido porque o somos propietarios del Ser –del TODO, al menos en cuanto tendencia– o no somos propietarios de nada. Otra cosa es que acaparemos, “arrejuntemos” objetos, saquemos las espadas, pongamos cara de perro, digamos “esto es mío” y destruyamos algo para que quede claro que, pues lo puedo quemar si me da la gana, es evidente que es mío. No, no lo es, no es nuestro, aunque lo pueda quemar y, a menudo y por desgracia, lo queme.

Nada es nuestro, y menos que nada los fragmentos cosistas que acaparamos sin fundamento.

2.- Dar a cada uno lo suyo.-

La Naturaleza en primer lugar –como propietaria original– y la convivencia social han producido diferentes sistemas de asignación de usufructos, asignación legítima en cuanto a que es naturalmente consistente y socialmente necesaria, legítima al menos en muchos de los casos. Otra cosa es que las sociedades se empeñen en utilizar el concepto/término “posesión” que, como hemos visto, no sólo no es legítimo sino que no es posible.

Aunque no seamos dueños de nuestra vida, o de nuestro cuerpo, una asignación por parte de la naturaleza y de la sociedad que nos permita el usufructo pleno de los mismos, garantiza los derechos inalienables que tenemos en lo referente a ese usufructo. Cada ser humano tiene derecho legítimo –y por lo tanto pleno, libre, no enajenable– para el uso natural y social de su cuerpo y de su vida. “Natural” y “social”, pues ni la naturaleza ni la sociedad pueden trasferirle usufructos que no estén de acuerdo con las determinaciones de ellas mismas, esto es, no pueden autorizarle a más de lo que ellas mismas –la una en cuanto propietaria original, la otra en cuanto sistema de supervivencia grupal– estén autorizadas. Por ejemplo, la naturaleza no puede autorizarnos a inmolar nuestra vida quitando por ese medio la vida de otros que esos otros legítimamente usufructúan (caso de los suicidas terroristas); por ejemplo, la sociedad no puede autorizarnos al suicidio, ya que la vida de cada cual tampoco es de la sociedad sino que es de la naturaleza. Pero en los términos y límites de la naturaleza y de la sociedad, el usufructo que ellas le entregan a cada ser humano sobre su cuerpo y su vida es legítimo, por lo tanto pleno, libre y no enajenable.

La regla es sencilla: podemos vivir y disfrutar de nuestro organismo corporal sin más restricciones que las que la naturaleza y la sociedad legítimamente imponen. Transgredir por nuestra parte las restricciones legítimas de la naturaleza y de la sociedad en el usufructo de vida y cuerpo, lo mismo que sobrepasar por parte de la sociedad la legitimidad de las restricciones, es inmoral. No tiene sentido añadir un posible comportamiento delictivo por parte de la naturaleza ya que es: a) inocente y b) suprema. Inocente por carecer de propósito consciente y de voluntad libre; suprema en cuanto instancia superior de todo lo existente y no responsable ante otro nadie más superior o anterior que ella. En el caso espinoziano “Deus sive natura”, o en el caso general de las religiones, en lugar de la naturaleza hay que situar a Dios; en cuanto a ser Supremo, nada cambia; cambia, sí, en cuanto a que Dios es, por definición, fundamento de toda inteligencia y de toda voluntad, pero la esencia divina es también fundamento de toda norma moral.

Los elementos necesarios para la vida, la conservación y la salud del cuerpo, caen por completo dentro de lo anterior, se identifican con ello. Si se nos priva del alimento, es inmoral, si se nos priva de los cuidados sanitarios, es inmoral, si se nos priva de los enseres necesarios para la conservación de la vida o de la salud, es inmoral.

Que la sociedad incurre en comportamientos globales inmorales –esto es: criminales, delictivos– es un hecho ordinario, por desgracia, tanto en las guerras como en los genocidios, tanto por acción como por omisión, lo mismo cuando mata por hierro que cuando destruye alimentos para mantener los precios del mercado mientras masas humanas inmensas perecen de inanición. En este sentido conviene delimitar muy “clara y distintamente” la responsabilidad de la sociedad cuando la naturaleza se muestra dura o esquiva o yerma. En una hambruna, por ejemplo (y siempre hay hambrunas en alguna parte), la esterilidad de la naturaleza no puede ser identificada como causa única –clima atroz, lluvias inadecuadas, vientos huracanados, sequías pertinaces...–, ya que la sociedad es responsable, al menos y siempre, del reparto de lo que haya; mientras un grupo de seres humanos tengan de más y/o destruyan “sobrantes” y otros grupos mueran de hambre, la coartada de las sequías o de los huracanes es inoperante.

A partir de lo anterior, los sistemas para legitimar el usufructo de los distintos entes, sean cosas materiales o bienes inmateriales, pueden ser muy diversos, siempre que dicha legitimidad está completamente acorde con las disposiciones –generosas o restrictivas– de la naturaleza, y la sociedad la consiga mediante consensos libres, contratos voluntarios, y legislaciones justas.

Desde luego todo aquello que sea fruto –siempre en parte– de nuestro esfuerzo (talento, imaginación, inteligencia, voluntad), lo mismo un teorema que una cuchara de palo, una estatua, un sistema de ideas, un poema, una catedral, una sinfonía... La legitimidad procede del consenso social en cuanto reconoce la autoría de aquello de lo que somos autores.

Por adquisición mediante prestaciones personales del trabajo o del talento, o mediante los pagos en sistemas simbólicos de intercambio (dinero) ganados legítimamente mediante prestaciones personales del trabajo o del talento. Por herencia legítima, por donación legítima, por traspaso legítimo, todos aquellos sistemas admitidos socialmente como legales en virtud de las disposiciones debidas a consensos libres, contratos voluntarios y legislaciones justas.

Por ocupación de la naturaleza sin dueño usufructuador legítimo, cuando dicha ocupación no se haga a expensas de un reparto desigual o en contra de las disposiciones y restricciones de la naturaleza y de la sociedad. Por ocupación del aumento tanto casual como causal del ente global que llamamos mundo, siempre que previamente ese aumento carezca de dueño usufructuador legítimo y siempre que no se haga a expensas de un reparto desigual o en contra de las disposiciones y restricciones de la naturaleza y de la sociedad. Cuando ningún otro ser humano, incluso advertidos todos de la existencia de un objeto material o inmaterial, reclame legítimamente ser su usufructuador y alguien sí lo reclame.

Como las necesidades son desiguales, se suele entender como equidad no la igualdad de bienes matemáticamente divididos en partes idénticas, sino como dar a cada uno según sus necesidades. En este sentido es razonable que quien necesite dos metros de tela para su camisa obtenga dos metros y no uno sólo por el hecho de que otro ser humano de talla menor reciba solamente un metro y con él tenga bastante. Esto tan razonable y que se expone de modo tan sencillo es sin embargo fuente de la mayor parte de las discusiones acerca de la justicia entendida como equidad. En el parágrafo 4 me ocuparé de la equidad.

Es importante destacar que “dar a cada uno lo suyo” es moralmente necesario, por lo cual “no dar a cada uno lo suyo” es inmoral, criminal y delictivo. La frase incluye “cada uno”, de modo que existe un delito, persiste un crimen y se mantiene una inmoralidad mientras uno solo de los seres humanos sujetos de derechos al usufructo de ciertos bienes y objetos, carezca de “lo suyo” o se le discuta o robe o destruya. Puesto que son miles de millones los seres humanos en esa situación, el estado habitual de la sociedad humana es la inmoralidad, la delincuencia y el crimen.

3.- Quitarle a cada uno lo suyo.-

Moralmente no se puede, aunque física, social y económicamente sí se pueda. Tampoco es posible desde un punto de vista esencial, ya que “lo suyo” de cada uno es usufructo, no propiedad, por lo cual lo único posible es impedirle el uso y disfrute, todo lo más.

Metafísicamente, quitarle a cada uno lo suyo es una deriva mayor aún hacia la fragmentación del Ser y, por tanto, un alejamiento de la verdadera posesión. En este sentido hay que decir que los entes arrebatados al “de suyo” rebajan aún más su nivel moral: no sólo no son propiedad, ni siquiera son acaparamiento, son ya simplemente despojo, técnicamente hablando basura, acumulación de detritus. Es cierto que desde un punto de vista, digamos económico, es posible que el saqueador aumente su quantum de riqueza; también es posible que, desde un punto de vista social, el forajido coseche éxitos y estatus. Pero desde el punto de vista moral degrada lo que posee hasta el nivel desechos y ello con base esencial en tanto en cuanto rebaja lo rebajado hasta el ínfimo estrato óntico, la descomposición máxima de la unidad del Ser.

“La propiedad es un robo”, la famosa frase de Proudhon que no puedo dejar de recordar aquí, denota un análisis profundo de toda esta temática, aunque debo corregirla en sus dos partes; en cuanto al sujeto de la oración: no podemos hablar de propiedad –ni siquiera en el contexto de la propia frase–, porque la propiedad no existe, sino sólo de “exacción”; y en cuanto al predicado: es algo peor que un robo, es una deriva hacia el descalabro óntico y a la citada fragmentación del Ser.

Si hablamos de quitarle a otro su vida en cuanto tal, o los medios necesarios para su subsistencia (alimentación, vestido, techo, salud, etc.), entonces la cosa carece además de todo sentido, puesto que el saqueador ni siquiera puede aumentar su cuota. Cuando el que roba, roba un pan y ya tiene otro, ahora tiene dos; si roba una casa y ya tiene tres, ahora tiene cuatro –el pan que roba, la casa que roba, ya no son acaparamiento, son desperdicio moral, pero suman matemáticamente–, mas quien roba una vida no puede sumársela a la suya propia ni de forma matemática, ni de forma social, ni de forma económica, ni de forma moral: comete un acto que es un crimen personal, un desastre moral, una destrucción metafísica, un despilfarro económico y un sinsentido lógico. Los que matan se alejan de toda dimensión humana y se relegan a sí mismos a la inmundicia ontológica y al pudridero esencial.

En cuanto al que sufre la pérdida, sabemos ahora que lo que pierde no es la propiedad sino el usufructo, pero esto agrava su caso, ya que no se trata de que, puesto que no pierde la propiedad, la conserve, sino que nunca la ha tenido, sólo el uso, al perder el cual lo pierde todo. El despojo que sufre el despojado “de lo suyo” es absoluto. Hay sin embargo una salvedad, prácticamente inane pero éticamente importante: no pierde su derecho a ese usufructo, y aunque el derecho sin el uso no es el uso, sigue siendo un derecho y cualquier forma de justicia (incluso la justicia que hay, la que no existe) debe reconocerle esa legitimidad jurídica. Si miramos este asunto desde la óptica “¿y eso para qué sirve?”, pues para nada, acabamos de decir que es prácticamente inane; ahora bien, si la Humanidad se dirige a un horizonte superior y alguna vez lo alcanza, alcanzar esa cima no podrá hacerse sin justificar (hacer justicia a/de) las deudas pendientes; es buena costumbre no tirar nunca las facturas, por si acaso, sobre todo las facturas que acrediten derechos esenciales hurtados. Largo me lo fiáis, desde luego, pero no estoy siendo cínico, estoy simplemente fundando la ética en la metafísica.

4.- La equidad.-

Ya hemos visto que equidad no podría ser reparto matemático algebraico puro, sino a cada cual según sus necesidades. Es evidente el sentido de este aserto, el álgebra estricta daría lugar a absurdos prácticos –en la medida en que a veces se aplica, los da–. Las necesidades de los individuos son diferentes no sólo de individuo a individuo, sino en cada momento, circunstancia o edad; no tendría sentido igualar el reparto a toda costa y proporcionarle al bebé las muletas que en el futuro habrá acaso que proporcionarle cuando sea muy anciano. No necesita este punto comentario mayor.

Se suele añadir “y según sus merecimientos”. Este añadido parece ser muy razonable, ya que hay diferencias importantes entre unos individuos y otros, por ejemplo la que hay entre el productor de riqueza –mediante su talento, iniciativa, esfuerzo, riesgo– y el ladrón o el derrochador y descuidado; o la que hay entre el que inventa y el que simplemente construye conforme a los planos del inventor; la que hay entre el que trabaja de sol a sol sin descanso, y el que vaguea diletante y no se cansa ni se esfuerza, etc., etc. El asunto esconde engaños y trucos, es fácil verlo en el último ejemplo: seguramente se le entregarán muchos más beneficios “según sus merecimientos” al que vaguea diletante que al que trabaja de sol a sol, sobre todo si el primero es accionista y el segundo jornalero. Lo de los “merecimientos” requeriría un análisis tan minucioso y habría que deslindarlo tanto de otros elementos del complejo, que en realidad el añadido “según sus necesidades y sus merecimientos” resulta a la postre una prepotencia y un embuste. Los tales merecimientos en la mayor parte de los casos no lo son y, cuando lo son, lo son en una proporción tan ínfima que ni es apreciable ni es retribuíble. No voy a entrar en los veteranos –y hoy desfasados– análisis marxistas, pero es de cajón que la producción de bienes sólo se debe a los seres humanos en una pequeñísima parte, siendo la naturaleza la responsable mayor o acaso única. El subrayado del se debe, se debe a que utilizo la expresión de forma restringida: en cuanto el talento, pongamos, de un ingeniero para crear una máquina, está claro que el citado talento es el de ese ser humano y no de otro, no de ningún otro ser, y por lo tanto se le debe porque cede su usufructo para el bien general (digamos que la máquina producirá riqueza). Ahora bien, no se le debe en el sentido de que no es el sujeto talentoso el autor o creador de su talento, no es por su mérito por lo que es tan creativo, o inteligente o genial. La máquina creada se compone de ideas –y ya hemos visto que las ideas no le son propias al creador de las mismas, sino sólo usufructos, vaya “se las dictan”–, pero también se compone de materiales –que proceden de la naturaleza– y que han sido obtenidos y transformados por el trabajo de otros seres humanos, cuyo esfuerzo sólo es suyo en parte, y por medio de máquinas cuyo origen es similar al de la máquina del ejemplo.

La sociedad es lo bastante astuta y lo bastante inicua como para distinguir las retribuciones por la obra creativa de las retribuciones por la cosa física, siempre en contra de aquélla –que retribuye lo menos que puede, míseramente y durante escaso tiempo–, y siempre a favor de ésta –que es desmesurada muchas veces y se perpetúa sin límite–. Un ejemplo sencillo: las familias poderosas del tiempo de Cervantes, poseedoras de palacios y bienes, han legado a sus hijos, nietos, bisnietos, tataranietos... sus propiedades materiales hasta el mismo día de hoy, de forma que sus descendientes siguen siendo titulares de esos bienes; mientras que los descendientes de Cervantes no son herederos de los derechos del Quijote, por ejemplo –ni siquiera de las Novelas Ejemplares...–. Si detentas una finca y no eres loco ni despilfarrador, seguramente la heredarán tus tataranietos; si escribes un monumento del espíritu, compones una sinfonía o estructuras un sistema de ideas, ni siquiera tus nietos tendrán derechos sobre esas creaciones.

En suma, lo de los merecimientos es más una coda estética que un imperativo moral: nadie merece más de lo que necesita, la equidad consiste en dar a cada uno según sus necesidades, ni más ni menos. Aunque no es lo mismo “el más” que “el menos”, pues recibir menos de lo necesario es sufrir injusticia, mientras que recibir más es hacerla; lo primero es inocencia, pero toda demasía es culpable.

El tema se complica bastante si en vez de hablar de las necesidades físicas, hablamos de las necesidades espirituales o inmateriales, lo mismo la cultura que la dignidad, lo mismo el consuelo espiritual que la consideración social del estatus. Aquí “las necesidades de cada cual” adquieren una dimensión muy superior y más compleja. Un ejemplo de hasta qué punto hay que hilar fino –por un lado– y lo difícil que resulta hilar fino –por otro– lo tenemos en el propio tema educativo: las necesidades que en ese sentido tiene cada quien vienen dadas por cómo sea ése cada quién, pero el cómo es el resultado –no el presupuesto– del proceso educativo y no puede conocerse de antemano, no en su totalidad, no en toda su extensión. ¿Hasta dónde tiene derecho a la riqueza educativa este sujeto inicial que aún no ha recibido ninguna y no sabemos, por tanto, cuáles pueden llegar a ser sus necesidades en este sentido?... Ahora, en su estado inicial analfabeto puede que manifieste talentos en estado incoativo que nos sugieran el tamaño de sus necesidades, pero seguramente no, no todos los compositores son precoces como Mozart, no todos los matemáticos son precoces como Gauss, etc. Puede suceder que parezca matemáticamente sordo y no creamos necesario satisfacer en ese sentido unas necesidades que no manifiesta, así que nos quedaremos sin Einstein; puede ser un talento musical y hasta filosófico, de modo que tendremos un Max Planck instrumentista y pensador, pero la física cuántica tendrá que descubrirla otro. Cuando aún la educación no ha tenido ni tiempo ni ocasión de despertar las vocaciones –las necesidades– ¿cómo hacemos para saber qué necesidades hemos de satisfacer mediante la educación?

Nos atenemos a protocolos bastos y muy generales: educación elemental universal hasta tal edad o tal otra, y que nadie se quede sin ella. Los bachilleratos son comparativamente mejores unos que otros, siendo siempre el español el peor del mundo (los legisladores actuales, 2020-2021, procuran que lo siga siendo); pero en realidad son todos malos, porque perdemos mucho trabajo personal y social obligando a demasiados alumnos a esfuerzos intelectuales que ni quieren ni requieren, mientras otros sufren carencias por la masificación, la comparación y la ausencia de estímulos. El problema puede definirse así: nuestra sociedad tiene que tener un sistema educativo, pero la solución educativa nunca puede ser sistemática. Nuestros hijos son legión y no podemos atenderlos de forma individual, pero sólo podremos satisfacer sus necesidades educativas de uno en uno: éste es el problema y es un problema grave porque nos está convirtiendo en huérfanos de futuro. Queremos producir matemáticos en serie, historiadores en serie, lingüistas en serie... el tal sistema industrial nunca puede ser un proceso educativo, se limita a troquelar en la piel del alma una estampa clonada de nuestros criterios generales. Los políticos que padecemos como enfermedad moral endémica creen saber siempre cuál es la mejor ley educativa, pero ninguna ley educativa general es buena porque se necesitan tantas leyes educativas como educandos: quien no comprenda esto no comprende nada (es decir: se trata de un político).

En un futuro de los que yo planteo, una utopía impensable e imposible, cada ser humano recibiría la educación o alimento espiritual que necesitara. Voy a permitirme un ejemplo un tanto ajeno=lejano sacado de la metafísica en general y de la angelología tomista en particular. Los viejos filósofos medievales de estirpe aristotélica suponían que lo que define a una especie es su forma, mientras que lo que determina, dentro de una misma especie, a cada individuo concreto, es la materia; por ejemplo galletas: tenemos la especie de galletas redondas cuya forma, determinada por el molde circular con que troquelamos la masa, se diferencia de las galletas estrelladas, definidas por su propio molde con seis picos, como la Estrella de David; ahora bien, teniendo ya en una mesa las redondas y en otra mesa distinta las estrelladas, si bien es claro qué diferencia a cada especie –la forma–, no es claro qué diferencia a cada galleta dentro de una misma especie; la materia, decimos, pero ¿acaso no son todas de la misma masa, harina, huevos, azúcar, leche, fermento?... La masa tiene los mismo ingredientes, pero cuando decimos que la materia diferencia, queremos decir algo más básico y sencillo, que el trozo de materia de esta galleta –en la mano izquierda– “es otro” que el trozo de galleta de esta otra –en la mano derecha–; dicho de una forma más gráfica: si me como las dos engordo el doble que si me como una sola. Colocado Santo Tomás de Aquino ante el lío de explicar cómo cada ángel individual se distingue de otro ángel individual dentro de su misma especie, toda vez que los ángeles son inmateriales, ni corto ni perezoso zanjó el asunto de un plumazo: cada ángel agota él sólo toda su especie. Volvamos ahora desde el ejemplo al tema. No podemos dar a cada ser humano la educación que satisfaga sus necesidades espirituales concretas mediante una masa similar a la que les demos a los otros: tendremos que agotar una educación entera para cada individuo, cada ser humano es una “especie distinta e incomparable” de necesidades espirituales propias e intransferibles. Una locura –claro, la propongo yo–, un imposible –desde luego, ya he dicho que se trata de una utopía–, pero eso sí: inevitable, necesaria, insoslayable (si es que pretendemos que germinen todas las potencialidades; en suma, si es que queremos tener un futuro).

Que cada ser humano es una especie distinta, es algo de tanta evidencia que debería formar parte del frontispicio de cualquier institución, universidad, parlamento, o cuartel. Claro, cada uno de nosotros es el que es y no otro, cada uno de nosotros agota una especie, un género, un phylum, un orden entero. Lo saben los genes desde siempre pero nosotros todavía no lo hemos descubierto.

Los demás aspectos de las necesidades espirituales siguen el mismo protocolo, no se distingue su análisis del que acabo de hacer en el tema educativo. Así que no lo repito.

La otra cuestión acerca de la equidad tendría más relación con el álgebra social. Me refiero al asesinato y consiste en algo muy sencillo que ya estaba establecido (bien, por cierto), en el Código de Hammurabi y en la Ley del Talión, una justicia que hiciese innecesaria la venganza. Matar al que mata, quitarle la vida al que quita una vida. Pero surgen problemas a montones, y no sólo la repulsa beatona del “ojo por ojo”.

a) Por mucho que se ejecute al asesino, la ejecución no devuelve la vida al asesinado, no le restituye usufructo vital ni usufructos concomitantes.

b) Muchos asesinos han asesinado a varios, incluso a multitudes. En este caso el álgebra de la justicia falla por completo.

c) La vida es una estructura de tanta complejidad que resulta indefinible, de modo que no es posible determinar la esencia del delito. Asesinar no puede ser definido, cuando se quita una vida no podemos establecer qué es en realidad lo que se ha quitado.

d) La decantación hacia la fragmentación del Ser en el proceso del asesinato es tal, que supone un retroceso absoluto, esto es, un reinicio del sendero ético. Si hemos caminado ascendiendo moralmente desde la atomización hasta un estadio más elevado, sea el que sea, cada asesinato es un volver a empezar moral, un borrón y cuenta nueva, esto es, un borrón de la cuenta anterior y la cuenta nueva en sus mismos inicios. Se trata de una pérdida irreparable del depósito moral de la Humanidad, que se vacía totalmente con ese acto irremisible. Cuando el espejo humano que refleja el Ser alcanza un cierto tamaño y muestra ya algo de luz, matar rompe el espejo en trozos impalpables y sepulta el reflejo de nuevo en la oscuridad. Matar nos devuelve al principio del proceso humanizador. Por eso avanzamos en todo menos en estatura moral, es decir, por eso no avanzamos.

Conscientes de este hecho que no tiene discusión, los Redentores han procurado siempre –y ésa es la grandeza inmensa de todos ellos– drenar las consecuencias deshumanizadoras del acto inmoral por antonomasia, abriendo caminos alternativos para que la Humanidad no tenga que empezar siempre de nuevo su sendero ético; entregando su propia esencia como escudo contra el retroceso moral; construyendo protocolos sacramentales que detengan ese desmoronamiento espiritual... En suma: practicando una especie de ingeniería metafísica –solamente a su alcance como genios supremos del bien– para que la estructura duramente levantada en la contemplación del Ser, no se desplome cada vez en átomos de sombra, cada vez que matemos, cada vez que matamos.

Pero es mi firme creencia –y mi fundada opinión– que el saldo final deberá quedar a cero cuando la Humanidad alcance su estadio superior definitivo, pues de otro modo, es decir, si el álgebra moral no arroja un balance cuadrado, es que la Humanidad no habrá llegado a ese estadio. O la justicia firma satisfecha nuestra contabilidad, o seremos arrojados al abismo de la nada culpables de doble contabilidad, de fraude moral y de quiebra ontológica.

 

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