COMENTARIOS A LAS ALEGORÍAS MELANCÓLICCAS

25-MIS CLAVES DE LA DESASTROSA VICTORIA, II
Miguel Cobaleda
(Alegoría de perder ganando, II)


TEXTO.-

En la entrega anterior ya constaté los puntos esenciales del suceso electoral español que tiene a todos los comentaristas dando tumbos. Ahora se trata de sacar –como consecuencias segundas– algunos flecos que, aunque implícitos en lo dicho entonces, quiero aclarar poniéndolos de relieve.

Si el odio no se consuma con el aplastamiento y la destrucción de lo odioso, pervive, se las ingenia para resistir de forma subterránea mientras las circunstancias no le son propicias, y surge al exterior como lava ardiente vomitada con ferocidad por las entrañas de la tierra en cuanto la ocasión se lo permite. No pasa el tiempo por él y la Historia demuestra una y otra vez que las víctimas de los desmanes despóticos de enemigos más fuertes se vengan con saña –a la enésima potencia según el tiempo de su oculta humillación– cuando esos enemigos se debilitan, aunque haya discurrido un lapso grande del tiempo secular; patean su cadáver y escupen sobre su tumba con un aborrecimiento tan denso que se puede masticar.

Del mismo modo el odio se esfuma si encuentra la forma de pisotear a tiempo al adversario y con ello se desactiva su interno motor de resentimientos. ¿Por qué una Francia de finales del siglo XX ha podido ser el paladín europeo juntamente con la Alemania que a principios de ese siglo la venció, la ocupó y la humilló?... Porque al final de la II Guerra Mundial Alemania quedó destruida hasta sus cimientos, arrasada por los vencedores entre los que estaba Francia, y con ese acontecimento el odio francés se esfumó como por ensalmo, satisfecho con los escombros y humillación de su antes potente enemiga. Anoté en la primera entrega que la victoria en la guerra civil pesa sobre la derecha como una culpa vergonzosa, pero no dije que sigue produciendo en la izquierda el odio de la derrota, no enjugado por ninguna humillación correspondiente porque no se ha producido ninguna compensación que satisfaga el resentimiento de aquel desastre bélico: “en el día de hoy, vencido y desarmado el ejército rojo...”. Sus adeptos y votantes tragan con todos los horrores de mendacidad, prepotencia e ineficacia, “con tal de que no gobierne la derecha”.

Se equivocan los que creen que todo esto son antiguallas de hace décadas... Ya he dicho que el tiempo de las naciones y de los pueblos es mucho más longevo que el de las memorias y las vidas individuales. Una prueba directa de que lo que digo es cierto, es algo que los comentaristas citan con unánime perplejidad: los ocho millones de votantes socialistas ya sabían al votar a quién votaban, lo que ha hecho –deshecho– lo que se dispone a deshacer, que pacta y se apoya en lo peor, lo traidor, lo asesino, lo corrupto, y que está dispuesto a trocear y regalar lo que queda de España con tal de seguir en su avión oficial privado.¿Es que no saben que su egolatría no conoce límites? ¿No comprenden que ellos sufrirán también las consecuencias, seguramente los primeros, porque al autócrata nadie le interesa más que sí mismo?... SÍ, PERO NO LES IMPORTA.
Una de las esencias del odio es que desprecia el bien propio con tal de conseguir el mal ajeno, [recordemos a los dos enemigos a los que su gobernador prometió dar a cada uno lo que pidiera, pero darle al otro el doble, y pidieron que les sacaran un ojo, que les arrancaran una mano, que les cortasen una pierna...]. Si destrozar la carretera va a molestar al pedante adversario que no podrá pasar con su coche, pues allá voy yo también con mi pico y mi pala para que no quede adoquín en su sitio... aunque luego tampoco pueda yo circular con mi automóvil, pero ¡que se j*da el facha!.

Me responden que “les votan porque son los suyos”:

¿Son tuyos los que pactan con asesinos de tus conciudadanos,

liberan a los violadores de tus hermanas e hijas,

regalan tus impuestos a amigos mafiosos

y nunca te dicen la verdad?

Esta votación electoral ha sido un ejemplo egregio del triunfo del odio, ocho millones de votantes –que saben perfectamente que este Amo va a seguir deshaciendo su patria, la de ellos– prefieren quedarse sin patria pero contemplar la desolación de los otros españoles que también van a sentir el terremoto bajo sus pies. Sin embargo, hay un nivel más hondo.

El sábado 1 de mayo del año 2021 publiqué en Twitter el resumen de un ensayo filosófico sobre el Odio, distinguiendo el odio físico, personal (hacia el que ha asesinado a alguien tuyo, o causado un enorme mal) del odio metafísico, impersonal, puro:

“Hay un odio que ni siquiera es razonable en apariencia, un odio esencial que no es personal. Es el odio puro, en el sentido de que se trata de una pulsión que no está encadenada a ningún elemento individual, a una pérdida personal, a un dolor propio o a una ofensa concreta. La “opinión odiosa del adversario” que motiva el odio esencial y metalógico nos afecta de forma tan fundamental porque opone a nuestra visión de lo absoluto una visión de lo absoluto diferente, pero nosotros sentimos que nuestra visión de lo absoluto es la VISIÓN DE LO ABSOLUTO, y esa opinión adversa atenta, por lo tanto, no contra una creencia privada, sino contra la propia firmeza del SER, destruye el cimiento óntico, es un crimen de lesa realidad, niega el fundamento del SER en que nosotros somos, nos aniquila, nos desexiste”.

Este sentimiento global que anida, no en los corazones individuales, sino en la memoria colectiva, no tiene tiempo, se guarda sin merma en el arcón de la historia y empuja a votar contra los propios intereses, como empujaría a bombardear la propia patria con tal de matar al odiado enemigo en la guerra fratricida. Por eso dije que al español le motiva más la ideología que el beneficio económico, más la idea odiosa del adversario –y su daño–, que el provecho propio –aunque se destruya a la vez–. Somos grandes en nuestro odio como somos grandes en nuestra grandeza, por eso los otros pueblos no nos entienden.


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COMENTARIO.-

Los dos textos de la alegoría 24 –Alegoría de perder ganando, I– y esta otra 25 – Alegoría de perder ganando, II– se complementan y comentan el uno por el otro y el otro por el uno.

Incluyo aquí el ensayo completo sobre el odio, Entrada 054 de mi libro DIARIO METAFÍSICO DE UN AMANUENSE, como fundamento general de los dos ensayos citados:

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0.- Introducción.-

0.1.- Prólogo.-

“Hay un oráculo de la Necesidad, antiguo decreto de los dioses, eterno, sellado con amplios juramentos: siempre que alguno de los semidioses, cuyo lote es una vida de larga duración, ha manchado inicuamente sus queridos miembros con derramamiento de sangre, anda errante, desterrado de los bienaventurados por tres veces diez mil estaciones, naciendo durante dicho tiempo en toda clase de especie de seres mortales y cambiando un penoso sendero de vida por otro. La fuerza del aire le persigue hasta el punto en que lo escupe de nuevo a tierra firme; ésta lo lanza dentro de los rayos del sol abrasador y él a su vez en los torbellinos del éter. Va pasando de unos a otros y todos le odian. Yo soy ahora uno de ellos, desterrado de los dioses y errabundo, yo, que puse mi confianza en la furiosa Discordia”. (EMPÉDOCLES, “Purificaciones”)

Seguramente no exista en toda la historia de la Filosofía (ni de la Literatura) un párrafo más bello y más triste –más desolador, pero más poético– sobre los efectos del odio. Resuenan esas palabras del mago siciliano, escritas ya en el destierro, en estos días nuestros en que el odio se está enseñoreando del planeta, incluso en aquellos territorios del “primer mundo” en los que la calidad de la vida ha subido a los niveles más altos que haya alcanzado la Humanidad jamás antes, y en los cuales los motivos del odio deberían haberse diluído como niebla matinal ante el brillo del sol de un mediodía iluminado por toda clase de bienes, de adelantos y de maravillas.

El llamado “discurso del odio” amenaza con volverse discurso único de las relaciones humanas, una especie invasora y parasitaria que carcome desde dentro las vísceras antes sanas del alma social (el odio, aunque irracional, es siempre asunto del alma, no del cuerpo: es la pulsión íntima que forma parte de nosotros desde el inicio ancestral, el caín original que nos acompaña desde el alba de los tiempos).

Los casos de odio más fáciles de explicar son aquéllos que –conservando en su esencia la irracionalidad que es la nota característica del odio– presentan no obstante motivaciones de apariencia lógica. Se trataría del odio a quienes nos han hecho un daño real y de cierta importancia. Si otro ser humano nos ha agraviado matando a alguno de nuestros deudos o amigos; si nos ha robado algún bien preciado e insustituible; si nos ha atacado poniendo en grave riesgo nuestra seguridad física, nuestro patrimonio, nuestro honor, nuestra dignidad, nuestro futuro; si su sola presencia –por la amenaza que constituya– se basta para que nos sintamos en peligro; si sus actos, sus palabras o sus omisiones (incumplimiento de deberes esenciales, sean propios –un médico que no nos atienda en una urgencia grave–, sean coyunturales –un viandante que nos hurte su apoyo en algún accidente del que sea único testigo–) constituyen mermas severas de nuestros derechos inalienables... todos estos ejemplos y otros similares constituyen motivaciones de apariencia lógica para sustentar el sentimiento del odio. Entra dentro de “lo razonable” odiar a quien nos ha hecho un daño suficientemente grande como para “justificar” dicho odio; la frase es circular, muerde su propia cola y, en sentido estricto, es una tautología: odiamos lo odioso. Es por ello por lo que he dicho que se trata de un comportamiento de apariencia lógica y que entra dentro de lo razonable. Aunque es lógico solamente en apariencia, y aunque en el fondo no es nada razonable (en el fondo, repito, el odio tiene una esencia irracional), todo esto basta como análisis suficiente del “odio fácil de analizar”.

Menos fácil es cuando el daño que se nos ha hecho, no se nos ha hecho al nosotros individual ni tampoco al nosotros en sentido lato (deudos, familiares, amigos, bienes materiales, etc.), sino que se ha vertido sobre un nosotros global e incluso masivo, sobre el nosotros social a–histórico; en este sentido se odia, por ejemplo, a aquellos pueblos que antaño invadieron nuestra patria (hace tiempo), o a aquella tribu que nos quitó las buenas tierras de pasto matando a nuestros tatarabuelos (ultraje que el paso del tiempo no ha conseguido que olvidemos); los vecinos del norte o del sur, siempre atentando contra nuestro bienestar, siempre aliados de nuestros más peligrosos adversarios... Aunque en todos estos casos nuestra integridad personal no se ve amenazada –ni ahora ni tampoco, claro está, en los remotos tiempos en que ocurrieron las agresiones–, ni están en peligro las vidas de los nuestros, ni sus/mis bienes, haciendas o posesiones, lo cierto es que solemos odiar, incluso con vehemencia, a los causantes de esos males a pesar de que pudieran ser remotos o de que sus consecuencias no hayan gravitado sobre nuestra seguridad. Y, en general, se suele considerar “lógico” ese sentimiento porque parece haber motivos, esto es, causas. He dicho “menos fácil” al principio de este párrafo, porque la frase inmediatamente anterior es muy discutible: no es seguro que, de verdad, haya motivos, ni es indudable que, aunque los haya, esos motivos sean causas. Las motivaciones son inmensamente fluidas, cambian con toda clase de factores, desde nuestro estado de ánimo hasta la existencia o no de compensaciones/por/agravios –y desde luego por el factor tiempo, el que más influye–. A este respecto ¿odiamos los españoles y los portugueses a los romanos que nos civilizaron, nos dieron leyes y carreteras, acueductos y ciudades, puentes y hasta el idioma?... Pues acaso deberíamos, ya que la conquista de la Península Ibérica por parte de Roma fue sangrienta y traumática y arrebató vidas, haciendas y tierras a nuestros remotos ancestros. Las motivaciones se deshacen con el tiempo y, o bien desparecen, o bien se convierten en sus contrarias, por ejemplo cuando el adversario de antaño es hoy nuestro más firme aliado (Europa es buen ejemplo de cómo nos hemos odiado hasta ayer mismo unos a otros, franceses a alemanes, españoles a franceses, todos a los ingleses... y ahora nos sentimos más unidos cada vez y hasta la famosa huída de los británicos nos parece a todos –también a ellos– un desatino). En cuanto a las motivaciones, no son lo mismo que las causas, son dos conjuntos que se intersecan pero no se identifican, pues si bien es cierto que hay motivos que son causas, hay motivos que no lo son y hay causas que no son motivos.


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0.2.- Irracionalidad.-

El odio es tan antiguo como la Humanidad, de hecho es su primer invento. Pero no es anterior a la Humanidad, pues el mundo animal, anterior o contemporáneo, es ajeno por completo a ese sentimiento.

La irracionalidad del odio –el universo del odio es la irracionalidad– podría hacer pensar que también se da, por tanto, en el mundo no humano, irracional en sentido habitual. Si se trata de un factor uno de cuyos elementos esenciales es, digamos, “alfa”, parece sensato suponer que se dará allí donde “alfa” sea el elemento predominante. No necesariamente, pero sí naturalmente. Bueno, pues no, se trata de una irracionalidad diferente, aunque irracional en ambos casos –ajena a la razón intelectual y ajena a lo razonable–. La irracionalidad humana del odio consiste en algo distinto de la irracionalidad del mundo irracional. Podríamos resumirlo diciendo que para el mundo animal la irracionalidad es el único sendero (es una nota esencial), mientras que para los seres humanos la irracionalidad es una opción.

El tema de la irracionalidad es muy importante en este análisis, y no conviene que nos limitemos a esa formulación simplista porque tenemos que sacar conclusiones importantes de una investigación más a fondo. La irracionalidad entronca –aunque de modo indirecto, no directo, pero en cualquier caso primordial para nuestra indagación– con el hecho de que todo ser, en cuanto es ser y por lo que tiene de ser, tiende al Ser Absoluto.

0.2.1.- Primera aproximación.-

Ya se ve por lo que acabo de decir que voy a seguir las enseñanzas de Plotino una vez más; el místico africano es uno de mis “mentores” (uno de los “contactos” más frecuentes de mi “Agenda de contactos frecuentes”). En efecto, voy a empezar por una explicación plotiniana del tema, antes de concluir con el tratamiento del asunto en los esquemas de mi propia filosofía; lo hago, además, para facilitar la trayectoria empezando por algo más fácil antes de pasar a algo más difícil. No quiero decir con esto que la filosofía plotiniana sea más “débil” o más “elemental” que la mía, más bien todo lo contario: ocurre que, si los conceptos del africano son más adecuados para una mejor comprensión, es porque el gran Plotino tiene sus ideas mucho más claras que yo las mías, como no podía ser de otro modo.

Cada ser, en cuanto lo es y en la medida en que es ser, tiende a la identificación con el Ser Supremo; lo que cada ser tiene de no-ser (las grietas de no-ser que escinden el ser en migajas dentro de la esencia de cada ente concreto) son lastres en esa tarea, sombras entretejidas con los hilos de luz y que, en cuanto sombras, no tienden hacia la Luz Pura del Ser. Pero lo que hay de ser en cada ser tiende al Ser. Es mi opinión que esa tesis se hace evidente en el amor, pero también en los instintos básicos de conservación propia y específica, en la ordenación de los protocolos vitales, en las relaciones de todos los seres vivos y en el decurso de la Historia (y no sólo en sus aspectos constructivos).

En los seres inferiores, inanimados o animados pero no humanos, las abundantes sombras que interrumpen la luz del ser y que he llamado “lastres”, lo son en cuanto a que no ayudan al camino ascendente, pero no en cuanto se opongan a él, son indiferentes al ser porque son no–ser y, como indiferentes, ni propician ni obstaculizan. Sólo cuando el ente del que hablemos esté por fin dotado de alma racional podrá con su libertad –novedad especial en el camino de ascensión– promover lo que en su esencia hay de ser y fomentar la ascensión hacia el Ser, o provocar lo que en su esencia hay de no–ser y deshacer el camino ascendente alejándose del Ser, huyendo de la Luz.

Ahora bien, en cualquier ente que sea humano, siempre antes que su alma racional está su naturaleza previa, y al decir “antes” tanto me refiero: 1) al camino específico que siguieron sus ancestros antes de evolucionar hasta la humanidad; 2) al poso puramente irracional que anida dentro de él como recuerdo de ese proceso; 3) al poso irracional que anida dentro de él como conjunto individualizado de los instintos de su especie; 4) a la etapa previa al desarrollo pleno de su razón completa; 5) al hecho de que, como individuos y como especie, la inteligencia racional no nos constituye por sí sola, sino en compañía con otras muchas pulsiones emocionales e instintivas que, en la práctica, son una parte muy importante de las motivaciones de nuestros actos.

Es en ese “antes” donde se inserta el protocolo ontológico de la búsqueda del Ser Supremo y ascensión hacia el Ser Absoluto. Puesto que la libertad puede –y con frecuencia quiere– abandonarse a la sombra, lo más sencillo es postular que: es lo que hay de ser en cualquier ente, antes y al margen de las determinaciones concretas que lo definan más tarde –alma, libertad, conciencia, propósito...–, lo que tiende hacia el Ser y, al hacerlo, postula (necesita, prevé, propone) un “mapa concreto” de ese Ser al que tiende. No de modo racional (hemos pospuesto la racionalidad del alma para etapas ulteriores de este asunto), sino de modo “a-racional”. Como acabo de introducir la palabra, he venido usando el otro término, único del que disponía, pero deficientemente usado, toda vez que ni los entes no humanos (minerales, vegetales, animales) son irracionales en el sentido de renuncia a la racionalidad, sino sólo de ajenos a lo racional, ni ese “antes” pre-racional al que me vengo refiriendo es tampoco irracionalidad, sino a-racionalidad. Esa postulación o “propuesta” (no me gustan ni me bastan las palabras usuales, como tantas otras veces...) de un mapa absoluto del Ser Supremo de cada ente concreto, puede ser similar –nunca la misma– a la de tantos otros seres, en cuanto a que todos son seres y lo que haya en cada cual de ser es reflejo del mismo Único Ser y tiende al mismo Único Ser por impulso de una tendencia idéntica; PERO nunca será la misma –por mucho que sea similar– porque en cada ente la sombra entreverada entre los hilos del ser traza una esencia distinta, una especie distinta, una individualidad distinta, hace de cada ente un ente distinto y cada ente distinto tiene un horizonte propio del Ser Supremo, una imagen diferente a la que cada ser se dirige con un anhelo diverso.

Nos interesa rescatar de lo dicho las siguientes ideas:

a) la tendencia hacia el Ser Supremo se da en todo ente y es a-racional, de modo que en los seres racionales se da “antes y al margen” de su racionalidad;

b) cada ente tiende hacia el Ser Supremo por lo que tiene de ser;

c) la presencia del alma racional –y por tanto de la libertad– puede hacer que los entes racionales “desanden el camino del Ser”;

d) es la entrelazada naturaleza de ser y no–ser, de la luz y la sombra, diferente en cada ente, lo que produce (como propuesta, como horizonte, como ensoñación óntica... tampoco me gusta ninguno de estos términos) un mapa concreto del Ser Absoluto, distinto para cada ser, similar aunque siempre diferente, diferente aunque siempre similar.

No por ser esta tendencia ajena a la racionalidad (esto es, al territorio del alma, a su inteligencia, voluntad y libertad) carece de ese horizonte, ya que dicho horizonte no es un propósito consciente que necesite de la razón para ser concebido, ni es siquiera un fantasma de la imaginación que tendría cauce únicamente en los seres sensitivos; ese Horizonte o Mapa del Ser que es distinto horizonte o mapa del ser (ahora con minúsculas) para cada ente, consiste en la culminación de la tensión del ser hacia su propio absoluto, pero el no–ser insertado en el ser de cada ente hace que esa tensión y esa culminación sean distintas como distinta es la “configuración” de ser–y–no–ser en cada ente concreto. Tanto da que me atreva ahora a una imagen muy tosca, pues que llevo usando términos los cuales –por mucho que sean los únicos de que dispongo– más despistan que pistan, así que ahí va: cada ente es un puñado –único y diferenciado– de piezas de puzzle recortadas y, en función de lo que tales piezas (no organizadas sino enmarañadas en confuso montón) le indican, “escoge el puzzle infinito aunque por ahora ficticio” al que con esas piezas se encamina para completarlo y formar en él y dentro de él la última configuración a la que está destinada su naturaleza.

Naturalmente esta derivación está ya muy lejos del pensamiento de Plotino y de la filosofía del Uno, hasta el punto de presumir que cada ente, más que tender al UNO único (de ahí su nombre), tiende a un Uno propio y distinto, siendo más un Muchos que un Uno. Y por otra parte, nos obliga a asumir que la tendencia al Ser Absoluto es seguida por cada ente mediante senderos todos diferentes, pero atención: sólo en cuanto a que la configuración ser–y–no–ser propone un horizonte diferente, no en cuanto a que haya en realidad un Horizonte diferente para cada cual: el Ser Absoluto es el SER, porque de no ser el SER, no sería el Ser Absoluto, sino alguno o algunos de los entes particulares. Que haya muchos horizontes diferentes al ser como culminaciones distintas de tensiones particulares hacia lo absoluto, no significa que haya Muchos Horizontes Diferentes de lo Absoluto. Del mismo modo que tenemos todos una visión diferente de la Belleza Pura, acaso parecida pero distinta, mientras que la Belleza Pura no puede consistir en mil espejos dispares.

Hasta aquí la explicación primera que, más o menos, he confiado a los esquemas plotinianos, bien que con harta libertad como hemos visto. Vamos ahora a intentar lo mismo con los conceptos de mi filosofía.


0.2.2.- Planteamiento en el marco de mis conceptos.-

La manera más sencilla de hacerlo consistiría en un expediente algo tramposo pero rápido y contundente: sustituyendo ciertos términos –SER, UNO, SER SUPREMO...– por los términos ABSOLUTIDAD, REALIDAD TRASCENDENTE. Y dejar todo el asunto como está sin más cambios, lo cual sería hasta admisible porque no deja de haber en el análisis anterior una porción importante de mi filosofía.

Lo que ocurre es que en el pensamiento iluminista “emanación-contemplación”, hay una continuidad absoluta del ser, desde la materia=sombra total hasta el UNO=luz completa, sin posibles interrupciones “creativas” o individualizables. Mientras que yo sostengo que es la inteligencia humana la que construye la realidad, lo que no hay, a partir de la nada, lo que hay. La nada, lo que hay, no es aunque la haya. Y dentro de esa nada incluyo todo aquello a lo que la inteligencia ha vuelto real por medio de su operación, pero que, al margen de la realidad creada por la inteligencia, sigue no siendo.

Mis conceptos me obligan ahora a trasladar el problema actual (lo recuerdo: “es la entrelazada naturaleza de ser–y–no–ser, de la luz y la sombra, diferente en cada ente, lo que produce –como propuesta, como horizonte, como ensoñación óntica...– un mapa concreto del Ser Absoluto, distinto para cada ser, similar aunque siempre diferente, diferente aunque siempre similar”) a un escalón posterior o más alto. Ahora no puedo utilizar todo lo “anterior” a la inteligencia humana (lo anterior, lo exterior, lo ajeno...) porque todo ello es la nada si lo tratamos de manejar en ausencia de dicha inteligencia: átomos absolutos carentes de sentido sin la configuración intelectual que los convierte en hechos y en estructuras. Ni siquiera tiene sentido decir “un ejemplo de irracionalidad es ese caballo que pasta en esa pradera” porque esa frase es una estructura de estructuras cosechadas por la inteligencia y cargadas de la racionalidad de la misma; o dicho de otro modo, porque esa frase remite a una realidad que “en realidad” no hay, pues caballo –o pasto, o pradera– no hay porque lo que tenemos es una construcción racional de montones de datos absolutos a la cual construcción llamamos “caballo”, construcción real que no la hay, ya que lo que hay es cierta dispersión inconexa de datos, burbujas irreales de nada que sí hay pero no son caballo.

Subir un escalón dentro del territorio real para situar en él esa propuesta de un mapa concreto de la Absolutidad es –en principio y mientras no haya análisis más detallado– una contradicción en los términos, porque es decir que, puesto que lo único que hay fuera de la racionalidad es la nada, vamos a explicar la irracionalidad dentro de la racionalidad para que sea viable. Algo menos fuerte es el envite si recordamos que ya no usamos el término “irracional”, sino “a-racional”, distinción a la que tendré forzosamente que asirme.

Cuando establecí que la inteligencia construye –crea– la realidad, repetí mil veces que dicha realidad es, por tanto, dependiente en su ser, pero, desde luego, independiente en su comportamiento. Digamos rebelde. De hecho esa rebeldía activa de la realidad frente a su diseñadora es lo que me llevó a la conclusión de que –en etapa ulterior, muy suprema, y acaso inviable– de la Humanidad, nuestra inteligencia superior conseguirá un salto cualitativo esencial por el cual la realidad se doblegará también en su comportamiento, será absolutamente real en sentido estricto (ahora sólo lo es de forma incoativa y primeriza) y deberemos llamarla “absolutidad”. Que la realidad sea dura (como repite un dicho sempiterno que cree tenerla bien definida) es solamente la prueba de que no es lo bastante real, de que tal vez sea posible alcanzar un grado más alto de la misma en que su pretendida dureza se vuelva sumisión total del sinsentido (del dato) a la razón.

Por ello es en el territorio de esa rebeldía donde sitúo, naturalmente, la “a-racionalidad” de la que vengo hablando. Allí donde la inteligencia no manda, donde sus esquemas reinan pero no gobiernan, donde nuestra consciencia se ve obligada a ser inconsciencia, es donde se da esa “culminación de la tensión del ser hacia su propio absoluto”, donde nace o surge o se manifiesta la tendencia a lo Absoluto como una especie de basamento óntico. El carácter dependiente que explica esa tensión y la crea, al tiempo manifiesta su variabilidad individual, el hecho de que cada ente racional sea distinto –aunque muy similar– a todos los otros y la culminación de la tensión hacia ese absoluto sea siempre hacia un absoluto (minúsculas), no hacia El Absoluto.

[La seguridad que siempre he tenido en mis ideas sobre la realidad nace del hecho de que –por raro que suene y poco que la gente caiga en ello– si la realidad fuese lo que la filosofía pretende, sería siempre la misma para todos, pero es de evidencia abrumadora que cada quien siente, crea, piensa y vive en una realidad distinta y propia].

La a-racionalidad se mantiene, pues, en pie, le hemos encontrado un hueco consistente dentro del terreno de la racionalidad. Era importante para mi tema actual del odio, porque todo el análisis del mismo remitirá constantemente a los dos aspectos básicos que hemos obtenido aquí:

1) que su territorio no es la racionalidad en sentido verdadero; y

2) que se fundamenta en una tensión individual –distinta para cada quien– hacia un absoluto que cada quien interpreta como EL ABSOLUTO.

Se “fundamenta”, esto es: el odio no consiste en esa tensión hacia un absoluto, pero dicha tensión explicará –por las interferencias y cortocircuitos que pueda sufrir– la pasión a-racional del odio.

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0.3.- Auto-descubrimiento.-

Dicho queda que el odio es tan antiguo como la Humanidad, así que no es un tema reciente. Lo que sí es reciente es el descubrimiento (auto-descubrimiento) de lo que se ha venido en llamar “discurso del odio” sobre el odio no razonable, el odio que no se explica porque has matado a mi padre, o porque me has robado la tierra, la mujer, la honra, el futuro, lo que sea. Una especie de odio supra-odio, un odio como artificial e impersonal, una niebla de odio que nos congela porque nos envuelve pero que no es visible nada más que a distancia.

Atención: que el descubrimiento del discurso del odio sea reciente y lo relacionemos con el odio no razonable, de ninguna manera significa que ese odio no razonable sea reciente él mismo; también es antiguo como las estrellas, lo reciente es su descubrimiento como problema general, su estudio como tema de la actualidad. Cuando pasemos al análisis metafísico del odio (mejor dicho, al análisis del aspecto metafísico del odio) veremos que tiene que haberlo habido desde quizá los monos, no sólo desde la globalidad mundial, aunque sólo ahora parece que nos hemos dado cuenta de su singularidad y de su universalidad.

Cualquier retroceso temporal nos llevará sin duda a océanos de odio promovido por las guerras, las conquistas, las esclavitudes, la infinita panoplia de ofensas. Pero si entrevistamos a los coetáneos de entonces, se sorprenderán de nuestra sorpresa: “¡Ah cómo! ¿No os odiáis en vuestro mundo, en vuestro tiempo? ¿No sois gente humana acaso?!” Y nos dirán con asombro que en su tiempo y en su mundo el odio era moneda habitual de las relaciones humanas, que a ver quién es el valiente que se puede mover por el paisaje sin su morral de odio recibido y enviado. Seguramente nos harán ver que no sólo es la estafeta con más correspondencia, sino algo necesario para comprender la Humanidad, incluso para que la haya. ¡Pobre de tí si nadie te odia, eso es que no existes! Su darse cuenta es tan de cajón, tan natural, que no se darán cuenta de que se están dando cuenta. Pero nosotros, ahora, sí, por primera vez, según parece. No sólo nos damos cuenta, nos extrañamos; la verdadera dimensión de esa extrañeza queda patente por el hecho de que no nos extrañamos de ella (¡y cuidado que es rara...!). Tenemos dos orejas, qué se yo, desde que éramos amebas; pues bien, ahora: a) nos damos cuenta de que las tenemos, b) nos extrañamos de tenerlas, c) no nos damos cuenta de lo extraño que es extrañarnos de haber descubierto ahora algo que viene siendo habitual desde que se encendió la estrella Polar. Y como no se debe a que haya una especie nueva de odio, inventada por nosotros que para eso somos geniales, sin duda se deberá a alguna otra novedad, ésta sí verdadera, que no sea el odio mismo, ya tan veterano.

Sólo se me ocurre hacer una escisión escalar en el que he llamado “odio razonable”, introduciendo al efecto esa globalidad mundial que sí es reciente y lo mismo nos permite admirar a remotos héroes de cuya heroicidad no tenemos sino vagas noticias irrelevantes, que odiar a remotos enemigos cuya enemistad ni siquiera sabemos en qué consiste. En algún lugar del largo camino el odio razonable (has matado a mi padre, felón, maldito) deja de ser razonable y pasa a ser, qué sé yo, etéreo (adoras a un dios que no es el mío y, por lo que he oído, es una rana divina con cien ojos, ¡malvado pagano, ranas de cien ojos..., te odio!). Ni conocenos al odiado feligrés de la rana, ni hemos estudiado religiones comparadas, ni tenemos nada serio, en verdad, contra las ranas o los creyentes; pero le odiamos con una especie de furor a-racional que encuentra dos pulsiones colectivas para amplificarse: la muchedumbre de los feligreses de la rana, la muchedumbre de los odiadores de los feligreses de la rana; cuantos más son los primeros, más los odiamos; cuantos más somos los segundos, más odiamos a los primeros.

Falta la guinda del pastel (que es la esencia de la explicación y también una hermosa tautología): cuanto más nos odiamos los unos a los otros, más nos odiamos los unos a los otros. Que, por cierto, es una pasión incombustible: como me he casado contigo sin saber que eras adoradora de ranas, primero dejaré de hablarte, luego me divorciaré, luego te mataré, luego quemaré tu cadáver y para siempre seré un insatisfecho por no poder empezar de nuevo (aunque pienso retirar el saludo y matar, etc., etc, a todos tus primos, paganos indecentes). No sé si la broma disminuye el horror del odio, de esta especie de odio que ni siquiera se entiende... Mas me propongo intentar aquí cierta explicación.

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1.- El odio “razonable” (“física” del odio).-

Ya hemos dicho que el odio razonable tampoco es razonable, lo que pasa es que sí se entiende más o menos al caer en la cuenta de la fuerza de las motivaciones, y en ese sentido decimos lo de “razonable”. Incluso vimos que podía tomar el aspecto de una tautología: odiamos lo odioso. Sobre su razonabilidad no es preciso insistir, precisamente porque es lo primero que se ve y lo que mejor se entiende.

Es su carácter también irracional (a-racional, hemos avanzado) lo que ahora debemos analizar, su carencia de sentido y de lógica. Me temo que hemos entrado en un paisaje lleno de tautologías, muy agradables y seguras desde el punto de vista lógico pero cargantes desde el punto de vista estilístico. Tenemos una más: carece de sentido porque se redime por su acto vengador, más el acto vengador se vuelve imposible al carecer el odio de todo sentido, es decir, carece de sentido porque carece de sentido. En otros escritos he tratado a la venganza como único vicario de la inexistente justicia, y he visto su escasa efectividad (aunque es la única sustituta que lo intenta en serio). El odio es tema emparentado, pues lo más que se consigue con el odio es la venganza (recordemos que la justicia real es inexistente), pero la venganza no recupera las pérdidas que hayan motivado el odio. Ni siquiera remunera el sentimiento de las tales pérdidas, no consuela ni satisface –ni se apaga, el odio es ascua rediviva y constante–.

Hay que dar cuenta de todo esto, no basta enunciarlo. Razonable en una pérdida es el sentimiento de dolor concomitante y proporcional a la misma. Incluso razonable (mucho menos) es esa especie de retroceso consolador a un pasado anterior en el que pudiera el milagro impedir la pérdida; es una forma de consuelo ambigua, porque es al mismo tiempo una forma de potenciar el dolor. La razón ayuda y consolida estos sentimientos, los explica y, por tanto, les da certificados de garantía, de autenticidad. Son pasiones pero tienen fundamento racional. El recuerdo de la pérdida es también razonable, y el recuerdo del dolor de la pérdida, igual; en la medida en que, luego, ese recuerdo se mitiga a sí mismo y mitiga el dolor, es otra ayuda más, razonable igualmente; por eso se ha acuñado esa frase cruel pero certera, frase que es fruto del análisis racional basado en la experiencia, “el tiempo todo lo cura”.

El odio que tantas veces acompaña al dolor de la pérdida (y menos veces, pero también, a la propia pérdida misma), no es razonable ni se basa en la racionalidad. Como es sabido, ese odio se adhiere a la presencia de las causas de la pérdida, trata de pintarlas de su propio color, de engullirlas, de fagocitarlas, de algo, de embadurnarlas con su sí mismo. Pero las causas –incluso culpables y perversas– son anteriores a los efectos y ese embalsamiento con que el odio las recubre es siempre posterior a la pérdida misma, ni la evita ni la remedia. Y en cuanto el dolor es proporcional a la pérdida y a su recuerdo, el odio tampoco evita el dolor ni lo remedia. Estamos acostumbrados por una experiencia abrumadora y por una literatura infinita a la idea de que el odio y la venganza tranquilizan el alma y amortiguan el dolor. No es cierto. Lo que hacemos al odiar es desplazar la pena de su nicho en el alma para acomodar en ese lugar el odio, disminuir no la pena sino la vivencia interior de la misma, y no por algún consuelo efectivo sino por un parásito malsano y podrido. Puede que al cabo tengamos la sensación de penar menos, pero es porque hemos cambiado monedas verdaderas de dolor por pasiones falsas que no tienen objeto ni objetivo. Bueno, lo tienen, pero perverso, porque el odio no cura sino que emponzoña, no llena sino que asfixia, no mitiga sino que perdura.

La dialéctica entre las causas del mal y el odio viene a ser a la postre una componenda entre colegas, un potenciarse el uno al otro: no sólo mato a tu padre y te hago ese daño inmenso, sino que además te siembro odio y te hago más daño todavía. Sólo el perdón... ¡Ah, pero el perdón es imposible, es una palabra sin contenido, el perdón no existe! ¿Entonces cómo...? ¿A qué viene todo lo anterior?

En primer lugar analicemos esa relación consular entre las causas del mal y el odio a las mismas. Si el odio fuera racional, tendría muchas dificultades para analizar el complejo proceso causal; incluso las mismas causas son ya una combinación de múltiples factores, no todos responsables por igual del delito odioso. Por ejemplo, si alguien ha matado a mi padre y, en consecuencia, le odio “racionalmente” ¿qué es en realidad lo que odio? ¿El arma de la cual se ha servido? No, claro que no; ¿la mano que la empuñaba? ... tampoco; ¿la intención que lo ha motivado? esto mucho más, pero la intención es también una enmarañada bola de elementos, desde posibles venganzas (que habría que analizar, distinguir y evaluar), hasta posibles demencias (que habría que examinar, o atenuar, o...). Si el odio fuera racional, seguramente lo descartaríamos la mayor parte de las veces por no prestarse a un análisis conclusivo y riguroso; le daríamos en todo caso el crédito que le damos a aquellos fenómenos que sí son susceptibles de análisis, pero que son tan complejos que las conclusiones son más probabilísticas que efectivas; acabaríamos por relacionarnos con el odio como con las predicciones meteorológicas, haciéndoles un caso relativo y “brumoso”.

Pero el odio no es racional. Apunta a la causa de nuestro dolor de un modo general, no analítico, sin entrar en detalles, sin percibir niveles o diferencias. Para el odio, la causa del dolor es un totum que nos llama a voces para que lo odiemos. La causa de nuestro dolor es entonces revestida con los colores del propio odio, la causa del dolor se transforma en causa del odio, el odio y su causa se fusionan en una amalgama que se encierra en sí misma, se alimenta de sí misma y nunca muere. Una de las cosas más sorprendentes para muchos analistas (si no han seguido parecidos derroteros a los que estoy siguiendo aquí), es que en los procesos delictivos graves y globales, es frecuente que los criminales y sus seguidores odien a las víctimas y sus deudos tanto o más que las víctimas a éllos. Esta aparente necedad se basa en la identificación, en el hermanamiento, entre la causa del delito y el odio a la misma hasta hacerse una sola cosa, una lanzadera que ata dos extremos con hilos que se tejen en un mismo y siniestro tapiz (muy humano, por cierto).

Lo usual de la gente buena bienpensante biensintiente es tratar de oponer al odio el perdón. No quiero desautorizar por completo esa tesis buenista porque tiene un resultado consolador y hasta anestésico: he dicho que el odio saca la pena de su nicho del alma –la deja sin hogar espiritual y sin abrigo– para ponerse en su lugar y emponzoñar el sitio; pues bien, esa idea un tanto lírica del perdón es buena en el sentido de que impide que el odio proceda a ese desalojo y, en todo caso, el trozo de alma que la pena no ocupa lo ocupa el perdón... Todo esto suena como una comedia de vecindad, pero lo cierto es que es así, especialmente por el hecho absurdo e imposible (que sin embargo se produce) de que algo inmaterial como es el alma se comporte como algo material, una especie de garaje con sitio para pocos inquilinos, de modo que sea preferible que los tales se conduzcan como gentes bien educadas, mejor que no ese odio tan grosero y tan malvado, al que no se puede desahuciar si no es para meter a otro en su misma plaza.

Lo que pasa es que el perdón no existe, y esa cosa que la gente buenista llama perdón es solamente un analgésico espiritual que tranquiliza los espasmos del dolor, los suaviza, reduce las inflamaciones del odio, pero no es algo que se pueda emitir-y-recibir produciendo efectos verdaderos ni en el criminal ni en la víctima (o sus deudos). Del mismo modo que el odio no puede retroceder y, antecediendo a la acción de las causas, impedir la pérdida y eliminar el dolor por el sistema de no producirlo, del mismo modo el perdón no puede desconvocar los males que el delito ha producido, des-existir las ofensas, resucitar a las víctimas, des-robar lo ajeno que el delincuente ha robado contra todo derecho. Podríamos decir que se trata de una argumentación tan parecida, que es la misma: el odio y el perdón carecen de sentido.

Ahora bien, si el perdón ayuda al alma a disminuir el dolor, algo de sentido tiene... Trataré de poner uno de mis ejemplos: la tejedora teje en el telar repitiendo y repitiendo el cruce de la lanzadera; como lo hace sin hilo, ningún tapiz se crea, el telar está vacío al principio y sigue vacío al final; ¿la tejedora ha pasado, no obstante, una tarde distraída, “haciendo algo”?... ¿La tejedora se ha relajado con esa actividad monótona y repetitiva?... ¿La tejedora ha mejorado su tono muscular y se encuentra mejor por la noche que al mediodía?... El perdón es un placebo y los placebos no son medicinas auténticas, aunque tengan sentido... como placebos. Es preferible, desde luego, uno que sepa dulce a otro que sepa amargo, mejor el perdón que el odio. Salvo que tú prefieras el odio al perdón... que hay gustos para todos.

En fin, el odio razonable no es nada razonable, pero no podemos descartarlo por las buenas debido a una particularidad de la especie odiadora, una particularidad que la emparenta con el odio: tampoco la especie en cuestión es nada razonable, al contrario, suele usar su razón para negarse a ella, para desacreditarla y de paso –si puede– destruirla.

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2.- El odio esencial (“metafísica” del odio).

Hay un odio que ni siquiera es razonable en apariencia, un odio esencial que ni es personal ni se relaciona con agravios personalmente cometidos o recibidos. Es el odio puro, en el sentido de que se trata de una pulsión que no está encadenada a ningún elemento individual, a una pérdida personal, a un dolor propio o a una ofensa concreta. Por ejemplificar (aunque sus variantes son millones), podríamos decir que es el odio entre religiones, odio por el cual sujetos que no se conocen, nunca se han tratado y ni siquiera saben los unos que existen los otros, se odian de inmediato y con furia asesina en cuanto toman conciencia de que el de enfrente es feligrés de un profeta distinto. O la imagen pantallera de algún personaje, sombras y luces detrás de un cristal, a quien se odia porque “representa” una opinión que estimamos perversa, endemoniada o irracional (o todo junto y mucho más), y se le odia sin haberle tratado, sin que nos conozca ni le conozcamos personalmente, sin saber de él ningún otro aspecto de su persona integral, desde sus gustos musicales a su olor personal, desde sus relaciones familiares a su rutina alimentaria.

También es el odio a una forma más o menos humana –pero siempre ajena, desconocida en su integridad– que expone o defiende en “los medios” creencias y opiniones que nosotros no entendemos que se puedan defender, que no sólo nos parecen carentes de sentido sino que, sobre todo y muy especialmente, nos repugnan, nos enervan, consiguen que salgamos de nuestra casillas y hasta nos desvelan el sueño. Olvidando –incluso ignorando– que nuestra respuesta está siendo irracional y nada reflexiva, esos adversarios nos parecen cínicos, mendaces, insolentes, prepotentes... y nos gustaría... ¿qué nos gustaría?

La lista descendente de lo que nos gustaría es muy reveladora de la esencia de este odio al que ahora nos referimos: nos gustaría, claro está, y por primera providencia, darle a ese cínico de bofetadas; luego machacarle hasta que se volviese pulpa irreconocible; enseguida ejecutarle, quemar su cadáver ... ¿y ya está? ¿hemos concluido con ese calvario tan compasivo el proceso de nuestro odio?... No señor, necesitamos algo más: tenemos que retroceder al pasado y desnacer a ese malnacido, borrarlo de la existencia y de la realidad temporal, reconstruir de tal modo el paisaje histórico que él y sus secuaces se vuelvan imposibles, nunca sucedan.

Por supuesto que el párrafo que acabo de escribir no sería admitido por la mayoría de la gente “¿Machacarle hasta que se vuelva pulpa irreconocible? ¡No, por Dios, yo no soy así!... Discutir con él, negarle crédito, hacerle ver sus tonterías...pase. ¡Pero bofetadas, asesinato... hombre, no, por favor, qué barbaridad!”. Cabe que haya gente –incluso muchísima gente– sensata, prudente, mesurada, con buenos sentimientos en general, que tuvieran razón en esa crítica y que nunca llegarían con nadie a tales extremos. A lo que voy con mi ejemplo exagerado, es al hecho de que, si se siente ese odio al que me estoy refiriendo –y creo que lo puede llegar a sentir todo el mundo, incluso los sensatos, prudentes y mesurados que no lo llaman odio y que no saben que lo es–, entonces sí se desea que la opinión misma (aunque acaso no el adversario opinante), la opinión misma “que nos repugna y nos enerva”, desaparezca de la escena histórica, se remodele el pasado de forma que dicha opinión se vuelva imposible y no pueda ser defendida. En cuanto al cinismo y prepotencia del opinante, no creo que no suscite en cualquier adversario un rechazo hasta físico, incluso advirtiendo, como advierto, que ese cinismo y prepotencia quizá sólo sean percepción ficticia del que oye, no postura real del que opina, a veces tan inocente en sus opiniones que nos parecen odiosas, como nosotros en las nuestras que le parecen odiosas a él.

Hay en este tipo de odio, y es a donde voy, un rechazo esencial, absoluto, algo que se traduce incluso en desasosiego, algo capaz de matar las relaciones humanas más íntimas si, por desgracia, acontece en medio de ellas. No sólo no razonamos contra esa postura odiosa

(mucha gente sí intenta razonar porque cree en patrañas como que somos seres racionales, que todo se arregla con diálogo, que la concordia y la palabra serena superan cualquier disensión... aunque en general acaban por abandonar todo intento de conciliación cuando se convencen de que la opinión adversaria es inamovible –generalmente al cabo de comprender que la propia también lo es–);

no sólo no razonamos contra ella, repito, sino que la queremos borrar, que no exista, que nadie la sostenga, que nunca haya sido defendida, que se desmonte el pasado donde pudo anclarse para que no hayamos llegado hasta aquí... Se trata de un sentimiento que llamo aquí metafísico, aunque en realidad es meta-lógico y no es un sentimiento, sino algo más hondo, un cataclismo ontológico, una grieta que de repente sentimos que se abre en el suelo del ser.

En efecto, si fuera algo menos profundo, sería alguna especie de ese odio “razonable” del que hemos hablado con anterioridad, y tendría personificaciones concretas, malvados que nos han herido, o robado, u ofendido. También sería algo más fácil de controlar, menos desasosegante, lo comprenderíamos mejor, sabríamos de dónde nace y por qué; incluso advirtiendo lo poco razonable y práctico que a la postre ese odio es, sentiríamos que satisface los requisitos de la definición, esto es, que contesta a las preguntas. Pero este odio esencial o meta-lógico es muy distinto, no contesta ninguna pregunta, no encaja en ninguna definición y produce ese resquemor que sólo desaparecerá si el pasado se reconfigura de modo que no tengamos que presenciar un orto tan insufrible.

¿Por qué es ésa nuestra respuesta? ¿A qué estamos respondiendo en realidad con este odio esencial y meta-lógico? ¿Y por qué nos “ataca” tanto?

Es ahora cuando recuperamos algunos conceptos pre-cocinados en la Introducción:

“a) La tendencia hacia el Ser Supremo se da en todo ente y es a-racional, de modo que en los seres racionales se da “antes y al margen” de su racionalidad;

b) cada ente tiende hacia el Ser Supremo por lo que tiene de ser;

c) la presencia del alma racional –y por tanto de la libertad– puede hacer que los entes racionales “desanden el camino del Ser”;

d) es la entrelazada naturaleza de ser y no–ser, de la luz y la sombra, diferente en cada ente, lo que produce (como propuesta, como horizonte, como ensoñación óntica... tampoco me gusta ninguno de estos términos) un mapa concreto del Ser Absoluto, distinto para cada ser, similar aunque siempre diferente, diferente aunque siempre similar.”

“Allí donde la inteligencia no manda, donde sus esquemas reinan pero no gobiernan, donde nuestra consciencia se ve obligada a ser inconsciencia, es donde se da esa “culminación de la tensión del ser hacia su propio absoluto”, donde nace o surge o se manifiesta la tendencia a lo Absoluto como una especie de basamento óntico. El carácter dependiente que explica esa tensión y la crea, al tiempo manifiesta su variabilidad individual, el hecho de que cada ente racional sea distinto –aunque muy similar– a todos los otros y la culminación de la tensión hacia ese absoluto sea siempre hacia un absoluto (minúsculas), no hacia El Absoluto.”

La opinión adversa que motiva el odio esencial y meta-lógico nos afecta de forma tan fundamental porque opone a nuestra visión de lo absoluto una visión de lo absoluto diferente (minúsculas), pero nosotros sentimos que nuestra visión de lo absoluto es la Visión de Lo Absoluto (mayúsculas), y esa opinión adversa atenta contra la propia firmeza del Ser, destruye el cimiento óntico, es un crimen de lesa realidad. Esa opinión adversa pretende que nosotros estamos plantados en una región del ser que no es ser, que nuestras raíces no arraigan en nada. En el fondo, y expresado de forma sencilla, la clase de opinión adversa a la que nos estamos refiriendo aquí y que suscita ese odio esencial, lo que sostiene es que no existimos y que ni siquiera podemos existir, ya que el mapa del SER en que estamos anclados no es EL MAPA DEL SER, sino sólo es un falso mapa del ser, ficticio, imposible, una ilusión. Ese opinante que “no nos ha hecho nada”, que no nos conoce, al que ni siquiera tenemos delante más que en abstracto o en pantalla, comete contra nosotros el gravísimo crimen de sostener que él existe verdaderamente y nosotros verdaderamente no.

Mientras recibimos el ataque –generalmente sin que ese opositor sepa que nos ataca, sin que sea consciente de nuestra atención– de que su ser es el SER y nuestro ser diferente sólo puede ser no-ser, devolvemos la agresión con un odio esencial meta-lógico que consiste en el sentimiento avasallador de que nuestro ser es el SER y por lo tanto su ser no existe ni él tampoco, de que es imposible, y de que las cosas sólo recuperarán el equilibro metafísico cuando todo ese entramado demente regrese a la inexistencia a la que pertenece.

Puede que este análisis parezca radical, pero lo cierto es que el odio esencial tiene su explicación en un territorio más profundo que el simple “odio razonable”. Ya hemos visto que el tal “razonable” no lo es; resulta ahora más sencillo comprender que éste esencial es igualmente “a–racional” y carece de sentido. Entendámonos: no carece de sentido en cuanto a que no tenga explicación, la tiene y la acabo de exponer. Lo que quiero decir es que es una pulsión que, por hondísima que resulte, tampoco tiene efectos prácticos ni los puede tener.

Desde nuestra visión del ser no podemos alterar su visión del ser, por mucho que sintamos que la nuestra es la ÚNICA y VERDADERA. Sería como tratar de torpedear un navío que flota en el Atlántico desde otro navío que flota en Google. Son dos visiones del ser que ninguna es del SER, no tienen territorio común en el que pueda llevarse a cabo algún tipo de interacción (por eso es una simpleza creer que este tipo de odio se pueda desactivar mediante el diálogo..., no saben lo que dicen). Cualquier acto (argumento, amenaza, explicación...) con que se intente desactivar la ajena estructuración del ser, choca con la nota esencial que todas estas estructuraciones tienen–y–son: que se basan en el convencimiento de que no consisten en estructuraciones del ser, sino DEL SER. No sería un odio esencial meta-lógico, ni tendría la firmeza que tiene, si se considerase a sí mismo (siquiera de forma provisional y como hipótesis de trabajo) una variante más dentro de un universo infinito de variantes. Recordemos que se trata de algo a-racional, que se da antes y al margen de la racionalidad, que no puede entrar a considerar otras hipótesis o variantes de sí mismo; recordemos que no consiste en una opinión sobre la apariencia, sobre lo cambiante, sobre la versatilidad, sobre el transcurso del voluble tiempo, sino sobre el ser en cuanto siente sin duda posible que él es EL SER.

Por otro lado, incluso si lo planteásemos como una posibilidad racional dirigida a un ente racional humano,

capaz de escuchar explicaciones argumentales (primer asunto imposible);

y trasladásemos nuestro enjambre de pulsiones ónticas al territorio racional (segundo asunto imposible)

para construir argumentos inteligibles y plausibles (tercer asunto imposible),

y consiguiéramos convencer al adversario con estos argumentos (cuarto asunto imposible),

la opinión adversa en sí misma seguiría siendo la que es, aunque ahora ya no la sostuviese ese adversario manipulable. Es la pretendida existencia de un arma óntica cuyo disparo destruye nuestro ser, lo que provoca en nosotros un arma óntica cuyo disparo trata de destruir su ser, y a la cual estamos llamando aquí odio esencial.

Nuestro puzzle de lo Absoluto está siendo amenazado por un puzzle distinto, y aunque ninguno es de lo Absoluto, sino sólo de un absoluto, cada absoluto cree ser Lo Absoluto y a lo absoluto no se le puede convencer de su relatividad, porque es una contradicción en los términos.

Además, cuando sentimos ese odio esencial nos consideramos garantes del universo, ya que estamos defendiendo el mapa de la Absolutidad. Es una pulsión que nos trasciende, se ve agravada por la incomprensible estupidez de alguien que sustenta –atención: no una opinión contraria a la nuestra, que eso es natural y hasta nosotros mismos cambiamos de opinión como de camisa– sino una opinión contraria a LO ABSOLUTO, en la que no sólo estamos nosotros, sino el universo entero con nosotros, menos esos adversarios cuyo comportamiento es, en fin, herético. Somos paladines del universo en las marcas exteriores del mismo defendiendo la existencia contra la insensatez. No estamos odiando ¡qué va!: estamos manteniendo la estabilidad del ser.

Este odio esencial es tan viejo como la Humanidad, no sólo el odio razonable, y ha fundamentado las justificaciones de todas las barbaridades de la Historia, desde los genocidios tribales a los holocaustos imperiales. Suplanta cualquier empatía humano–humano porque deshumaniza al adversario, lo des-existe, lo nadifica. ¿Se puede explicar de otro modo que unas gentes banales cualesquiera maten a millones de congéneres con un “porque sí” sin mayor causa? ¿Todas las tribus que han aniquilado tribus porque eran otras tribus y “organizaban el ser” de otro modo? ¿Todos los imperios que han arrasado imperios porque sus dioses no eran los dioses debidos? ¿Sin odio razonable, sin sentido alguno, con un odio que es una enfermedad metafísica?

Mientras seamos lo que somos no alcanzaremos la Absolutidad, y mientras no la alcancemos, el odio esencial estará presente atizando la catástrofe y no dejaremos de ser lo que somos “porque hemos puesto nuestra confianza en la furiosa discordia”.

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3.- Nuestro absoluto no es EL ABSOLUTO.-

Ya está dicho y repetido. Pero falta escudriñar una dimensión del asunto que esta particularidad encierra y que no hemos anotado: si la visión del adversario –con su pretensión de Lo Único– es parcial y, por tanto, falsa, la nuestra goza de las mismas propiedades porque tampoco nuestro absoluto es EL ABSOLUTO. Dicho de otro modo: el odio esencial provoca odio esencial, se alimentan el uno al otro no como dos hogueras distintas, sino como un incendio siamés de proporciones crecientes.

Voy aquí a otra cosa. Las visiones parciales –llamémoslas así– no son partes insustituibles de alguna futura totalidad final, de tal modo que deberemos recogerlas todas sin olvidar ninguna para que, cuando alcancemos el estadio humano superior –si llega–, tengamos la posibilidad de completar ese puzzle infinito de Lo Absoluto. No hay tal: cada visión parcial es, por esa su parcialidad, una falsificación del mapa definitivo, un trampantojo que lo tapa, un falso horizonte que oculta el Horizonte (y vuelvo a jugar una vez más con las minúsculas y las mayúsculas).

Recordemos que la citada “culminación de la tensión del ser hacia su propio absoluto” se produce en cuanto la realidad construida por la inteligencia es rebelde en su comportamiento, no en cuanto es dócil en su ser. En otras palabras, ya muy repetidas, recordemos que todo esto se produce en un territorio a-racional y, por lo tanto, no en la luz de la realidad misma, sino en su sombra, en aquello real que, aún creado por la razón, no la obedece; en aquello real que se comporta como irreal, en la variante de la realidad que limita con la nada. No podríamos “razonar” con esas visiones parciales ni aunque quisiéramos, están en otro mundo. No las podemos someter a alguna especie de formación de orden cerrado para que marchen todas al tiempo bajo la voz del sargento mayor metafísico general. Aunque no siempre entren en controversia todas con todas, como es notorio por la experiencia personal, puesto que muchas son tan próximas que pueden sentirse más o menos hermanadas (o, al menos, no amenazantes las unas para las otras), y muchas no se dejan ver, no se manifiestan, o lo hacen de modo deshilvanado, poco agresivo, no como frentes herméticos de sombría intimidación, sino como delicados velos semi transparentes. Es la distancia –no sólo étnica o racial, no sólo religiosa o ideológica, a veces basta con la distancia menor de distinciones irrelevantes...– la que convierte la diversidad en agresión que se traduce como odio esencial de ida y vuelta. Pero nunca se puede razonar con él, es como tratar de oler el color amarillo.

La historia humana es tan lenta en su avance porque cada quien tiene fijo e inmutable un propósito meta-lógico distinto al de todos los otros cada quienes, y cada quien está seguro de que su propósito es el Propósito. Así que, en lugar de una conjunción de esfuerzos, lo que hay es una confrontación de objetivos que se pisan el terreno los unos a los otros. ¿Cómo se despoja a cada ente individual de lo que siente como esencia propia y destino metafísico ineludible, para que todos y cada uno adopten como suyo un ÚNICO ABSOLUTO en cuanto destino a la vez propio y común? ¿Cómo se convierte a cada ser humano en un ser supra-humano? ¿Cómo se convence al tiempo para que se consolide en eternidad?

Nuestra investigación sobre el odio nos ha mostrado que el odio es, básicamente, un retardante de la conflagración amorosa universal, un obstáculo –quizá– insalvable... Y lo es porque su anclaje lo retiene desde lo irracional, desde la parte sombría de la realidad, no desde su más luminosa y creativa presencia. Somos ciegos de ojos penetrantes que se tapan con las manos para no ver.

Odiamos porque no queremos amar.


 

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