COMENTARIOS A LAS ALEGORÍAS MELANCÓLICCAS

23-LAS HEROICAS MADRES ESPAÑOLAS DE LA POST.GUERRA
Miguel Cobaleda


TEXTO.-


Este texto no es, en realidad, un alegoría, sino más bien una “loa” –que también es alegórica–, dedicada a las madres españolas de la post-guerra, su heroicidad cuotidiana, su inmenso coraje.

Aquellas mujeres ya no viven (si viviera alguna, rondaría los 120 años de edad...), pero están presentes en la gratitud de muchos de nosotros, sus descendientes, sus hijos, sus nietos, sus bisnietos. No disfrutaron de los anticonceptivos sencillos, baratos y universales, y ni siquiera de este invento actual que llaman “aborto” y que –al parecer– resuelve el tema, así que tuvieron que cargar con cinco, seis, siete, ocho, nueve, diez hijos o más. No quiero en este escrito entrar en el bizarro asunto de dar de comer a esa prole en momentos en que el país estaba recién desangrado por una guerra brutal y tratando de levantar cabeza [como no trabajaban fuera del hogar y el único dinero que entraba en casa era el que aportaba el varón, su tarea consistía en que ese dinero que entraba, no saliera, ahorrando cada céntimo de peseta, cada “perra chica” –cinco céntimos–, poniendo en la mesa hoy unos hilos de carne de cocido, aprovechando mañana para hacer caldo con los hilos ¿sobrantes?, y pasado mañana haciendo croquetas con el caldo sobrante de mañana].

No, mi tema es otro: el secado de la colada de la ropa; ni siquiera lavar –heroicidad inmarcesible que muchas veces empezaba bajando hasta el Tormes al salir el sol y rompiendo a golpes el hielo superficial del agua para poder lavar –, no; mi tema hoy es secar la ropa, cuando no existían las fibras sintéticas de secado rápido, cuando la ropa interior masculina consistía en grandes extensiones de tela que nunca se daba seca en aquel clima, porque si ahora no llueve, entonces no paraba de llover y el aire estaba compuesto de agua flotante en proporción de 1 a 4, que es como era el mundo antes del advenimiento de las maquinarias del hogar con sus centrifugados a alta velocidad, y de la calefacción central de gas natural.

Empezaba el asunto por torcer las prendas más allá de la resistencia de las manos femeninas, sacando gotas de agua de entre pliegues cada vez más prietos; luego venían sacudidas enérgicas que conseguían soltar gotículas residuales de los bordes de aquellos inmensos calzones; pero el secado final era más resultado del ingenio que de la física; porque sí, se colgaba la ropa de alambres en donde se podía, patios, ventanas, balcones... pero el clima no era en aquellos épicos momentos aliado del trabajo femenino, y la ropa nunca se daba seca, quedaba “tierna”, acepción que no aparece hasta el octavo lugar en el DRAE (a saber quiénes y cómo le secaban la ropa entonces a los señores académicos), de modo que era preciso diseñar métodos mágicos para el “acabado del proceso”: por un lado el planchado (planchas de hierro con alma de carbón, antes de los multichufes en los casquillos) y la camilla, el brasero de cisco.


¡Benditos braseros de cisco! sí, de tufos ocasionales y peligrosos, propensos a adormilarse y necesitados de frecuentes “firmas” con badilas de metal, pero que asaban las pantorrillas de las familias y procuraban una posibilidad de secado final para la ropa de la colada. Aquellas camillas de madera contenían uno de los inventos más prodigiosos que han visto los siglos, –muy superior a Internet, a la IA y al Global Positional System– algo llamado el “azufrador”, una especie de deslizante cajón colgado bajo la tabla de la camilla, en el cual se podían meter varias piezas de ropa interior para que el brasero terminase de secarlas. Pero no mu-chas, no muchas... En parte por el propio tamaño de la caja, en parte porque, si se ponían demasiadas prendas unas encima de las otras, la humedad se trasladaba por ósmosis transeúnte –en lenguaje técnico– de las unas a las otras y no se daba seca ninguna. Así que las madres ¡y éste es el proceso mágico que aquí detallo y admiro! colocaban unas cuerdecitas de lado a lado, debajo del azufrador y encima del cisco ardiente, para colgar de ellas la ropa restante bien doblada para que no rozase la superficie candente del carbón inferior. Este truco ingenioso, sutil, astuto, genial (sacados de entre los sinónimos que ofrece la aplicación) conseguía lo que ningún otro esfuerzo anterior conseguía: turrar la ropa. Cuando entre esa ropa estaban camisones y pijamas infantiles ¡qué placer ponerse esas prendas calientes en medio de la espantosa gelidez del ambiente helador de aquellas viviendas post-bélicas!...

Si alguno de los que se presentan a las elecciones del 23J me ofrece una sensación como esa, puede contar con mi agradecimiento, con mi llanto nostálgico y hasta con mi voto... Al fin y al cabo, lo que prometen todos ellos es basura en comparación.

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COMENTARIO.-

Hemos olvidado las épocas heroicas en que no existían casi ninguno de los inventos recientes –siete décadas, una guerrota y varias guerritas– y la vida era tan diferente que no se le pueden explicar los detalles a las generaciones posteriores que no conocieron aquello (aquel frío, aquellas casas inhóspitas, aquellas penurias –que ya no eran penurias porque hablo de la post-post-guerra civil, no de la misma post-guerra en que sí eran penurias y auténticas indigencias–. La calefacción central, el automóvil universal, las lavadoras y frigoríficos domésticos, por no citar los teléfonos celulares –omni-computadores cuasi-infinitos, valga la exageración–, los viajes internacionales, la TV, Internet, la IA y los demás demonios tecnológicos a los que les hemos vendido nuestras almas.

Algo en apariencia tan humilde como secar la ropa no era humilde en absoluto:

1. Si no se podía secar la ropa bien seca –para ponérsela sobre el cuerpo– a diario, no se podía lavar con frecuencia.
2. Si no se podía lavar la ropa con frecuencia, se facilitaba el despliegue epidémico del pediculum vestimenta, el piojo del vestido, que anidaba en las costuras y era difícil de erradicar.
3. Si se facilitaba el despliegue epidémico del pediculum vestimenta, el piojo del vestido que anidaba en las costuras y era difícil de erradicar, se propagaban las enfermedades infecciosas, en un momento social en que –ya existentes los antibióticos– eran de consecución casi imposible y de uso restringido.
4. Si llegábamos a eso, la salud de la población sería –era– un tema sin resolver.

Así que secar la ropa y poder ponerse un pijama seco, eran a la vez una necesidad perentoria de salud global y un placer infantil semejante a la caricia de una madre (las madres acariciaban mediante otros sistemas: por el método del brasero de cisco, mediante comidas sanas, con una limpieza trabajosa pero suficiente de los hogares, incluso con regalos de Reyes Magos nunca tan magos como entonces... bendita sea su amada memoria).

 

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