COMENTARIOS A LAS ALEGORÍAS MELANCÓLICCAS

22-ALEGORÍA DE AM
Miguel Cobaleda


TEXTO.-


Están dando por la tele la GRAN CEREMONIA DEL DIOS AMÓN EN TODA SU GLORIA, la voy a ver entera. No por el canal nacional TVE (Tele Visiva Egiptana), claro, ya sabemos cómo es este gobierno laico, tan antireligioso. Por un canal independiente que ha conseguido los derechos de retransmisión de la ceremonia. Habitualmente tiene una cuota del 4% sólo, pero hoy lo estamos siguiendo más de treinta millones de tele-espectadores. Las otras cadenas lo suponían, no se han molestado en intentar competir y han programado películas viejas; en el canal nacional re-re-re-ponen ¡cómo no! “El Coloso en llamas”; en la Segunda un asunto de termitas, hormigas, o algo así; TeleFive ha tirado de videoteca y echan una retrospectiva de aquellas famosas “MamaKiko” de hace mil años. En cuanto a la SIX, yo aposté diez euros al “Acorazado Potemkim”, y no he perdido el dinero aunque no ha sido ésa: la apuesta se deshizo porque finalmente están proyectando “La Conjura de los Boyardos”, que no estaba en la porra.

Esta Gran Ceremonia tiene por objeto desagraviar a Amón por la blasfema sustitución de su trono que el heresiarca nefando, Amenofis, consumó en favor de un tal atón, diosecillo de su invención que desapareció como el viento al morir el apóstata, loco y rijoso, y eso que disfrutaba de Nefertiti, la mujer más hermosa de la historia humana. Los sacerdotes de Amón acabaron también con su pestífera ciudad de Amarna: metieron los bulldozers y sólo quedan en pie algunos muretes de adobe que las inclemencias del desierto no tardarán en deshacer.

El templo (Karnak, por supuesto) está tan engalanado, lujoso y brillante que da como respeto, una cosa mágica entre temor y reverencia. El pilono principal de la entrada sobresale airoso con sus banderas al viento, enastadas en el cedro revestido de un cobre tan brillante que reluce al sol como franja de luz y destello de soles. Y las inmensas columnas de la sala hipóstila, cada cual adornada con sedas de las luminosas enseñas de las tribus; esas montañas cilíndricas de piedra labrada, los 134 colosos, se alzan con tan vasta contundencia, que dan por sí solas medida de la grandeza de Egipto y del poder de Amón. Ante nuestros ojos desfila por la pantalla la casi eterna historia de esta ciudad-templo, desde su inicio hace cuarenta siglos con Uahanj Intef, hasta las mejoras monumentales que añadió casi mil años después el gran Usermaatra, al que ahora llaman Ramsés estos advenedizos. Piedra milenaria, arte exquisito, adornos de todos los colores, grandeza inimitable digna solamente del gran Amón.

Pero ya empieza la procesión, con los acólitos infantiles nubios inaugurando el desfile, vestidos como el propio Amón niño, con brazaletes en las muñecas y en las axilas, la doble tableta en elegante gorro altivo sobre la cabeza, aunque no llevan en la mano el ANJ, claro, ya que este símbolo de poder y vida es privativo del Sumo Sacerdote, Pinedyem hoy (de todo esto yo no sabía nada, lo va diciendo el comentarista mientras las cámaras nos lo enseñan). Enseguida vienen los sacerdotes menores, una doble fila de jóvenes entregados al culto, que se preparan durante largos años para ser en su día consagrados como oficiantes de pleno derecho; llevan el cayado y el mayal (Heka y Nekhakha), pero no cruzados sobre el pecho, sino uno en cada mano, como quien los porta para entregarlos a quien sí le correspondan; y llevan sobre la cabeza el Ka del doble brazo. Después de un espacio/tiempo de respeto, y en una única fila, procesionan los sacerdotes consagrados, revestidos con tan coloridos atuendos, tan elegantes coronas rojas (Desheret), que más parecen bienaventurados que ya gozaran con Amón de la felicidad del mundo solar completo; la costumbre sagrada de la total depilación les proporciona una especie de parecido físico, como si todos fuesen –que lo son simbólicamente– de la misma familia. Enseguida, solitario, el Gran Sacerdote Pinedyem, con los brazos levantados sosteniendo el ANJ de oro, símbolo supremo de la vida. Tras él los servidores de Amón, silenciosos, con los semblantes bajos, los ojos señalados por la abéñula negra que los orla, la pluma de Maat como penacho en sus frentes. Finalmente el carro sagrado de Amón que, como se sabe, se mueve solo (los esclavos que lo manejan desde el interior son todos mudos y ciegos, benditos de Amón). No tardará en empezar la Gran Cere-monia en el Ara de Granito Sagrado y, aunque hay cientos de personas siguiéndola en directo, hacinadas en el gran patio porticado, no se oye ni siquiera un suspiro, tan santo es el mágico misterio que se avecina. Se han colocado los acólitos rodeando el ara, lo veo (para esta ocasión se ha permitido que las cámaras penetren en el santuario) como si estuviese presente. Pinedyem deposita el ANJ sobre un pedestal de plata y marfil. Casi todos sentimos, tanto los que lo presencian en directo como los que lo vemos por televisión, el hálito sagrado de la presencia de Amón.

Mi prima Rinta, esa mocosa presumida, irritante e incrédula que mira el mismo aparato que yo, aunque con una displicencia despectiva:
– A ver lo que dura este Amón, porque el anterior ha durado bien poco...
Como si la oyera, el comentarista asegura desde la pantalla: – “Gloria a Amón, su reinado será eterno”.

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COMENTARIO.-

Esta alegoría es una broma acerca del parecido entre una supuesta ceremonia religiosa ancestral (desagraviar a Amón después del reinado blasfemo de Amenofis IV y su falso dios Atón) de hace unos miles de años, con una ceremonia religiosa de hoy, con su procesión de sacerdotes con gorritos rojos y acólitos revestidos de blanco, y resaltar al tiempo la escasa originalidad de los actos de hoy y, a la vez, el hecho de que los chamanes propenden siempre a presentarse con vestiduras especiales de colores llamativos, como forma de publicidad y de vanidad ante el feligrés creyente.

He procurado que los aspectos formales del relato sean exactos y, pues, respetuosos con los usos egipcios de hace milenios.

 

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