COMENTARIOS A LAS ALEGORÍAS MELANCÓLICCAS

14-ALEGORÍA DEL ES
Miguel Cobaleda


TEXTO.-


El Escriba vivía en el desierto de arena. No en sus confines, porque el desierto de arena, al ser infinito, no tiene confines. Vivía en el centro mismo, ya que en el desierto de arena, al ser infinito, cualquier punto es su centro.

No recordaba nada de su origen ni de su llegada a ese destino de arena innumerable pero, cuando tuvo edad para pensar, razonó que –acaso, quizá– alguna caravana lo habría dejado abandonado en ese mundo sin fronteras. O –acaso, quizá– una nave que sobrevolara lo incalculable, se habría detenido un instante para depositarlo sobre las dunas. Pero no, porque la caravana –o la nave– seguirían estando a la vista, sin haberse podido alejar, toda vez que, en un desierto infinito, cada paso que se da no se da, cada metro que se avanza no se avanza, cada horizonte al que se llega no es el horizonte y no se llega. El infinito es así.

Por lo tanto el Escriba no sabía cómo había llegado a ese centro de lo inextinguible, no por no recordar, sino por no haber explicación. Ninguna explicación explica el infinito, no lo define, no lo describe, no lo analiza, no lo argumenta.

Y, puesto que era el Escriba, empezó a trazar signos en la arena, a escribir con estilo minucioso, esmerado, puliendo cada letra, cada símbolo, conocedor de que sus textos estaban destinados a durar una eternidad, aunque no a ser leídos por nadie (el Escriba era consciente de su unicidad, de su carácter esencialmente solitario, de que en ninguna otra estrella había escribas, ni desiertos, ni infinitos, ya que la esencia del infinito implica la soledad. El infinito es así). Pero no ser leídos jamás, no ser nunca contemplados por otros ojos, no significaba que su tarea pudiera ser descuidada o negligente, al contrario: cuanto más aislado y recóndito su mensaje, más debía empeñarse en hacerlo hermoso. Toda belleza sublime repudia la contemplación, las miradas ajenas degradan la perfección.

Escribió durante todo el tiempo (la totalidad del tiempo, la duración absoluta del tiempo). Escribió todo lo que puede ser escrito, todo lo que no puede ser escrito y todo lo que ni puede ser escrito ni no puede ser escrito. Hasta el final del final –no de la arena infinita, porque el infinito no tiene final–, no del desierto porque los desiertos –ésa es su naturaleza– nunca terminan; el final del final de todas las cosas, las que tienen final, las que no tienen final y las que no son ni de las que tienen final ni de las que no tienen final, hasta el final del final escribió.

Luego, acabada su tarea de escribano, el Escriba desapareció, acaso –quizá– lo recogió una caravana o una nave, pero no, porque ni la caravana ni la nave podrían haberse acercado a donde él escribía, ya que, en el infinito, nada se acerca ni se aleja.

Las palabras escritas en la arena por el Escriba permanecieron inalteradas en ese lienzo donde el viento, al no existir –donde existe el infinito no puede existir nada más porque el infinito es infinito–, no podía borrarlas. Cuando se acabó el tiempo, seguían estando tan enteras, tan pulidas, tan hermosas, como cuando el Escriba las escribió. Pero después del tiempo –ya en la nada– las palabras eternas, la arena infinita, el desierto inextinguible, se extinguieron.

Por ello, si vuestro nombre constaba en alguna de las líneas que escribió el Escriba, o vuestras hazañas, o vuestras obras, o vuestra gloria, sabed que nunca fueron escritas esas líneas, porque es indistinguible haber estado escrito en un texto que la nada desvaneció, de no haber estado escrito en un texto que la nada desvaneció. La nada es así –palabras en la arena–: deshace el infinito.

COMENTARIO.-

El infinito no se mezcla con nada, es un ingrediente que repugna cualquier receta, cualquier composición. De hecho ni siquiera es posible hablar de él, es como Dios en ciertas religiones, es el Innombrable, el remoto absoluto, el anterior a todo lo anterior, el que trasciende toda trascendencia. Que los seres humanos hayamos sido capaces de alumbrar ese concepto, que lo tratemos en nuestras matemáticas –como si quisiéramos domesticarlo...– es un atrevimiento tal, que seguramente ese infinito nos castigará a no entenderlo nunca o –peor, ¡qué idea terrible!– a entenderlo algún día, compadezco a las generaciones que tengan que soportar esa carga.

Como no entra en nuestras mixturas, como no hace migas con ningún otro concepto o idea o realidad o ente, en cierto modo es como nuestro carnet de identidad, ya que nosotros como especie inteligente, tampoco entramos en mezclas ni composiciones. No que seamos infinitos –que acaso sí–, no que seamos como él –somos más que un concepto indefinido–, no que seamos parientes –los seres humanos sólo somos parientes de luz de la razón–, pero sí que tenemos algo en común: la foto de la cartulina plastificada, de modo que si hay en el cosmos guardia civil de tráfico y paran alguna vez una nave astral humana que vaya desde esta galaxia hasta el confín huidizo del cosmos, al enseñarles nuestra documentación se sientan ya satisfechos y nos dejen seguir el eterno viaje que somos y en el que consistimos: “¡Ah, sí, estos son los infinitos, esa especie tan rara que piensa!”.

Recordemos a Pascal (nunca hay que olvidarlo): “El hombre es una débil caña, pero es una caña que piensa”. O sea: que somos infinitos aunque seamos breves.



 

VOLVER