COMENTARIOS A LAS ALEGORÍAS MELANCÓLICCAS

10-ALTER EGO
Miguel Cobaleda


Cada vez se escribe más sobre la IA, la Inteligencia Artificial y, como lo escrito se auto-refiere constantemente a sí mismo, da la sensación de que esa tal IA está ya aquí, organizando todo y gobernando todo. Tardará en gobernarnos una inteligencia artificial porque tardará en haber tal cosa, y porque no es seguro que nos dejemos gobernar por algo o alguien capaz de usar una lógica absoluta.

Por ahora –ya veremos cuando comiencen a estar operativos los ordenadores cuánticos– las máquinas siguen programas –y no pueden no seguirlos–. La principal diferencia entre ellas y nosotros (bueno, una de las diferencias) es que las máquinas no pueden no seguir su programación –de hecho la máquina ES su programación, no otra cosa, la máquina no es el hardware, la máquina es el software–, mientras que los seres humanos podemos no seguir nuestras programaciones y muchas veces nos las saltamos sin mayor razón que esa cosa extraña que se llama libre albedrío. Del mismo modo que hay célibes que desobedecen reiteradamente el instinto sexual y héroes que se pasan por el arco del triunfo el instinto de conservación, hay gordos que comen en contra de su salud, votantes que votan en contra de sus intereses, locos que conducen en contra del código sensato, enamorados que se niegan a ver los abusos de sus parejas, y hasta padres que matan a sus hijos. Nosotros solemos cansarnos de nuestras rutinas, mientras que para las máquinas sus rutinas son leyes de la naturaleza absolutamente dogmáticas. Definidas las bases de un contrato matrimonial, el adulterio sería impensable para una máquina, pero como nosotros nos cansamos de nuestras rutinas... Definidas las normas del quehacer laboral, el absentismo o el abandono serían impensables para una máquina, pero como nosotros nos cansamos de nuestra rutinas... Definidas las normas de una buena dieta y de ejercicios saludables, los excesos serían impensables para una máquina, pero como nosotros nos cansamos de nuestras rutinas...

Sí que es posible que la complejidad creciente de los programas y la proliferación de modelos de comportamiento automático acaben produciendo un panorama artificial de tan intrincados –y casi infinitos– componentes como el clima o la biología, de modo que tengamos la sensación de lo inabarcable, por tanto incontrolable, por tanto ajeno, por tanto independiente, por tanto libre, por tanto “inteligente”. Es lo sucede en campos tan complejos como los dos citados, donde presuponemos una especie –si no de libertad, porque los creemos ciegos y determinados– de autonomía en relación con nuestro propio control. Algo similar no tardaremos en pensar de las máquinas, que ya parecen ocuparse “por su cuenta” de asuntos tan variados como el tráfico aéreo o las transacciones bursátiles. Así que esa “IA” –que no lo será, sólo nos lo parecerá por su carácter intrincado y ajeno– puede que vaya poco a poco “gobernando” lo ingobernable.

Tenemos dos aspectos discutibles aquí: a) que ese gobierno automatizado cada vez más alejado de nuestro control sea sustituto adecuado para el sistema anterior, cuando organizábamos, generalmente muy mal, asuntos demasiado intrincados para quedar completamente controlados por nuestros esfuerzos insuficientes; b) que ese gobierno automatizado trate de extenderse a otros aspectos más personales de la vida humana y no queramos consentir tal cosa.

a) Hay algo raro en la paradoja de que cuanto más inteligentemente organizadas están nuestras actividades, menos satisfactorias nos parecen. Los adelantos de la ciencia y de la técnica han puesto a nuestra disposición mecanismos de gran eficacia organizadora, desde el transporte hasta la salud, desde la alimentación hasta la ofimática. Estamos muy contentos, nos asombran, nos parecen milagrosos, en cierta forma lo son porque el gesto mínimo de un click o de apretar un botón desencadenan procesos como abrir las compuertas de una presa monumental o poner en marcha la racionalización inductiva y deductiva de gran alcance y contenido. No queremos volver a lo anterior, cuando éramos conscientes de que nuestras criaturas estaban poco sometidas a nuestro capricho, cuando las metáforas culturales versaban sobre seres artificiales monstruosos y desobedientes, o aprendices de brujo dominados por una proliferación descontrolada de los elementos a su cargo. Preferimos esta inmaculada y exacta manipulación del contorno, queremos botones que apretar, pantallas de resultados, control suave e independiente lo mismo del vuelo de una nave de muchas toneladas que de la carga y descarga de cientos de contenedores en un barco gigante. Sabemos que, si apagamos las máquinas, habremos vuelto al paleolítico, anteriores a la invención de fuego, de la rueda y de la fundición de los metales. No queremos eso, qué va. Pero este mundo tan cómodo, tan limpio, tan automático... nos hace añorar el verdor de las colinas, el suave oleaje del mar, la música de las aves en el bosque, el beatus ille, y repudiar el ruido del tráfico, el atosigante dominio del teléfono celular, el olor de la impresora, el ronquido del motor del automóvil... Por mucho que disfrutemos en una franquicia de las hamburguesas globales, sabemos que esa carne sintética, ese pan sintético y ese queso que ignora la existencia de las vacas y sale directamente de un envoltorio plástico, no son lo que simulan ser. Pero he dicho “discutibles”, porque no podemos dar por victoriosa ninguna de las dos actitudes, ya que ni queremos –ni podemos– renunciar a esos ancestros de “olores, sabores y sentires” genuinos, ni podemos –ni queremos– renunciar a los adelantos de la técnica y volver a una edad media de áspera realidad cuotidiana.

b) Si se plantea en plan hipótesis artificial de trabajo: “¿Quieres que un mecanismo decida cuándo sales o cuándo entras, si vas al campo o vas a la playa, si tienes que comer carne o tienes que comer pescado? ¿Quieres que una máquina diga por dónde tienes que ir o por dónde tienes que venir, en qué debes gastarte tu dinero, cuándo quieres recibir el artículo que has comprado, o qué tienes que hacer para poder sacar el dinero de tu cuenta en el banco? ¿Quieres que un chisme automático determine cuándo te operan del corazón, cuándo puedes salir de casa, cuándo puedes ponerte o quitarte una pantalla de tu rostro?”... Nadie diría que sí que quiere, pero la verdad es que tampoco queremos que sea un limitado y falible ser humano el que elija la ruta mejor para que nuestro avión atraviese océanos, y preferimos que sean mecanismos inocentes y exactos los que decidan cuándo el peligro de la pandemia aconseja retiro, mascarilla o prudencia, y no algún gobernante inepto y ambicioso. No queremos que nadie nos controle, y menos un programa informático, pero no queremos dejar al cuidado imperfecto, errático, de un ser humano cuestiones de mayor complejidad y urgencia que las que nuestras limitadas capacidades pueden controlar. Queremos un beatus ille

[Beatus ille qui procul negotiis, ut prisca gens mortalium paterna rura bobus exercet suis... forumque vitat et superba civium potentiorum limina] [Dichoso el que, lejos de los negocios, como la antigua grey de los mortales, labra el campo paterno con sus bueyes... lejos del Foro y de los espacios de los amos] [Horacio: Quinto Horacio Flaco, 65-8 a.d.C.]

pero no queremos arar con los bueyes de nuestros padres, sino con estos bueyes de ahora que comen gasolina, aran el campo entre cien y doscientas veces más rápido, anotan todos los datos en una pantalla grande y se enlazan por bluetooth con el teléfono móvil.
Así que “discutible” también.

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Otro asunto es el pomposo trágico final del diálogo: “Nosotros no somos mortales”. No, no lo son en varios sentidos, aunque no en el más evidente e inmediato; en ése no porque, si bien no mueren, no es menos cierto que el Segundo Principio de la Termodinámica, y su sierva la entropía, acabarán por reducir a limaduras impalpables todos los hardware y a signos sin significado todos los software. No morirán pero perecerán, no serán polvo, pero serán escoria.

“No somos mortales” contiene un significado más profundo, el hecho de que las máquinas carecen de destino y, por lo tanto, su destino no les preocupa, no están constantemente bajo la amenaza de la muerte. Este vivir bajo la muerte, tan típico=propio-definitorio=esencial de los seres humanos es lo que nos hace humanos, lo que nos diferencia de las montañas, las estrellas, los océanos, los dioses, los animales y... las máquinas. No el acabamiento como tal, que apagará algún día los universos o, si es cierto lo del “eterno retorno” [Nietzsche, ECCE HOMO, 1888], apagará este concreto avatar antes de que se encienda el siguiente Big Bang de la interminable rueda y que se diferencia esencialmente de la muerte –privativa de los seres humanos, no de los animales ni de los restantes seres vivos, vivos pero no vivientes– en que no produce meditaciones esenciales ni reflexiones filosóficas. Ahora que los idiotas descerebrados que nos gobiernan suprimen la filosofía como materia de estudio, es momento de decir que solamente ella nos diferencia de la mosca, del clavel, del Himalaya, de Aldebarán, del Atlántico, y de Z1 (el ordenador de Zuse, 1938; el de Babagge, 1822; el EDSAC, o el Mark 1, o el ENIAC..., sea el que sea el ordenador que se considere la primera máquina “pensante” de la historia).

Nosotros vamos siendo, a lo largo de la vida, perfiles cambiantes de la muerte hasta que uno de esos perfiles se ajusta al formato esencial de nuestra alma y en él y con él nos identificamos. Las máquinas no tienen perfil porque no tienen alma. Cuando se vuelvan tan inteligentes que puedan dialogar con nosotros como en la ALEGORÍA, y simulen pensar (aunque no cuele, porque no dudarán como dudamos nosotros), y finjan sentir (aunque no sirva, porque su sentimiento será un programa y no una conmoción del ser), y aparenten meditar (aunque no les creamos, porque su meditación seguirá las pautas de la lógica mientras la nuestra deambula loca por el sinsentido)... cuando eso suceda, se notará mucho que las máquinas no son humanas –asunto irrelevante en el que andan siempre enredados los que comentan estos temas sin entenderlos–, pero se notará mucho más que los seres humanos no somos máquinas –asunto esencial porque llevamos en la frente del alma el tatuaje indeleble de la muerte–.

Además, está el tema de la inmortalidad, que he tratado otras veces y que volveré a tratar en el Ensayo número 18 de los que publico en Twitter. No somos inmortales, aunque hay infinidad de teorías y creencias (las religiones, todas, lo sostienen), que sostienen que tenemos un alma inmortal. No quiero aquí entrar a fondo en este asunto... sólo decir que no está claro que, analizado el tema en todas sus dimensiones y profundidad, sigamos pensando que la muerte es un destino espantoso. Quizá el no acabamiento, el infinito infinitas veces repetido, la eternidad eterna eternamente eternizada, no sean tan deseables como podríamos pensar cuando la muerte nos aterroriza.

No somos máquinas, qué le vanos a hacer (¿pero queremos hacer algo?).

 

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