COMENTARIOS A LAS ALEGORÍAS MELANCÓLICCAS
25-MIS CLAVES DE LA DESASTROSA VICTORIA, II
Miguel Cobaleda
(Alegoría de perder ganando, II)
TEXTO.-
En la entrega anterior ya constaté los puntos esenciales del suceso electoral
español que tiene a todos los comentaristas dando tumbos. Ahora se trata de
sacar –como consecuencias segundas– algunos flecos que, aunque implícitos en lo
dicho entonces, quiero aclarar poniéndolos de relieve.
Si el odio no se consuma con el aplastamiento y la destrucción de lo odioso,
pervive, se las ingenia para resistir de forma subterránea mientras las
circunstancias no le son propicias, y surge al exterior como lava ardiente
vomitada con ferocidad por las entrañas de la tierra en cuanto la ocasión se lo
permite. No pasa el tiempo por él y la Historia demuestra una y otra vez que las
víctimas de los desmanes despóticos de enemigos más fuertes se vengan con saña
–a la enésima potencia según el tiempo de su oculta humillación– cuando esos
enemigos se debilitan, aunque haya discurrido un lapso grande del tiempo
secular; patean su cadáver y escupen sobre su tumba con un aborrecimiento tan
denso que se puede masticar.
Del mismo modo el odio se esfuma si encuentra la forma de pisotear a tiempo al
adversario y con ello se desactiva su interno motor de resentimientos. ¿Por qué
una Francia de finales del siglo XX ha podido ser el paladín europeo juntamente
con la Alemania que a principios de ese siglo la venció, la ocupó y la
humilló?... Porque al final de la II Guerra Mundial Alemania quedó destruida
hasta sus cimientos, arrasada por los vencedores entre los que estaba Francia, y
con ese acontecimento el odio francés se esfumó como por ensalmo, satisfecho con
los escombros y humillación de su antes potente enemiga. Anoté en la primera
entrega que la victoria en la guerra civil pesa sobre la derecha como una culpa
vergonzosa, pero no dije que sigue produciendo en la izquierda el odio de la
derrota, no enjugado por ninguna humillación correspondiente porque no se ha
producido ninguna compensación que satisfaga el resentimiento de aquel desastre
bélico: “en el día de hoy, vencido y desarmado el ejército rojo...”. Sus adeptos
y votantes tragan con todos los horrores de mendacidad, prepotencia e
ineficacia, “con tal de que no gobierne la derecha”.
Se equivocan los que creen que todo esto son antiguallas de hace décadas... Ya
he dicho que el tiempo de las naciones y de los pueblos es mucho más longevo que
el de las memorias y las vidas individuales. Una prueba directa de que lo que
digo es cierto, es algo que los comentaristas citan con unánime perplejidad: los
ocho millones de votantes socialistas ya sabían al votar a quién votaban, lo que
ha hecho –deshecho– lo que se dispone a deshacer, que pacta y se apoya en lo
peor, lo traidor, lo asesino, lo corrupto, y que está dispuesto a trocear y
regalar lo que queda de España con tal de seguir en su avión oficial privado.¿Es
que no saben que su egolatría no conoce límites? ¿No comprenden que ellos
sufrirán también las consecuencias, seguramente los primeros, porque al
autócrata nadie le interesa más que sí mismo?... SÍ, PERO NO LES IMPORTA.
Una de las esencias del odio es que desprecia el bien propio con tal de
conseguir el mal ajeno, [recordemos a los dos enemigos a los que su gobernador
prometió dar a cada uno lo que pidiera, pero darle al otro el doble, y pidieron
que les sacaran un ojo, que les arrancaran una mano, que les cortasen una
pierna...]. Si destrozar la carretera va a molestar al pedante adversario que no
podrá pasar con su coche, pues allá voy yo también con mi pico y mi pala para
que no quede adoquín en su sitio... aunque luego tampoco pueda yo circular con
mi automóvil, pero ¡que se j*da el facha!.
Me responden que “les votan porque son los suyos”:
¿Son tuyos los que pactan con asesinos de tus conciudadanos,
liberan a los violadores de tus hermanas e hijas,
regalan tus impuestos a amigos mafiosos
y nunca te dicen la verdad?
Esta votación electoral ha sido un ejemplo egregio del triunfo del odio, ocho
millones de votantes –que saben perfectamente que este Amo va a seguir
deshaciendo su patria, la de ellos– prefieren quedarse sin patria pero
contemplar la desolación de los otros españoles que también van a sentir el
terremoto bajo sus pies. Sin embargo, hay un nivel más hondo.
El sábado 1 de mayo del año 2021 publiqué en Twitter el resumen de un ensayo
filosófico sobre el Odio, distinguiendo el odio físico, personal (hacia el que
ha asesinado a alguien tuyo, o causado un enorme mal) del odio metafísico,
impersonal, puro:
“Hay un odio que ni siquiera es razonable en apariencia, un odio esencial que no
es personal. Es el odio puro, en el sentido de que se trata de una pulsión que
no está encadenada a ningún elemento individual, a una pérdida personal, a un
dolor propio o a una ofensa concreta. La “opinión odiosa del adversario” que
motiva el odio esencial y metalógico nos afecta de forma tan fundamental porque
opone a nuestra visión de lo absoluto una visión de lo absoluto diferente, pero
nosotros sentimos que nuestra visión de lo absoluto es la VISIÓN DE LO ABSOLUTO,
y esa opinión adversa atenta, por lo tanto, no contra una creencia privada, sino
contra la propia firmeza del SER, destruye el cimiento óntico, es un crimen de
lesa realidad, niega el fundamento del SER en que nosotros somos, nos aniquila,
nos desexiste”.
Este sentimiento global que anida, no en los corazones individuales, sino en la
memoria colectiva, no tiene tiempo, se guarda sin merma en el arcón de la
historia y empuja a votar contra los propios intereses, como empujaría a
bombardear la propia patria con tal de matar al odiado enemigo en la guerra
fratricida. Por eso dije que al español le motiva más la ideología que el
beneficio económico, más la idea odiosa del adversario –y su daño–, que el
provecho propio –aunque se destruya a la vez–. Somos grandes en nuestro odio
como somos grandes en nuestra grandeza, por eso los otros pueblos no nos
entienden.
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COMENTARIO.-
Los dos textos de la alegoría 24 –Alegoría de perder ganando, I– y esta otra 25
– Alegoría de perder ganando, II– se complementan y comentan el uno por el otro
y el otro por el uno.
Incluyo aquí el ensayo completo sobre el odio, Entrada 054 de mi libro DIARIO
METAFÍSICO DE UN AMANUENSE, como fundamento general de los dos ensayos citados:
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0.- Introducción.-
0.1.- Prólogo.-
“Hay un oráculo de la Necesidad, antiguo decreto de los dioses, eterno, sellado
con amplios juramentos: siempre que alguno de los semidioses, cuyo lote es una
vida de larga duración, ha manchado inicuamente sus queridos miembros con
derramamiento de sangre, anda errante, desterrado de los bienaventurados por
tres veces diez mil estaciones, naciendo durante dicho tiempo en toda clase de
especie de seres mortales y cambiando un penoso sendero de vida por otro. La
fuerza del aire le persigue hasta el punto en que lo escupe de nuevo a tierra
firme; ésta lo lanza dentro de los rayos del sol abrasador y él a su vez en los
torbellinos del éter. Va pasando de unos a otros y todos le odian. Yo soy ahora
uno de ellos, desterrado de los dioses y errabundo, yo, que puse mi confianza en
la furiosa Discordia”. (EMPÉDOCLES, “Purificaciones”)
Seguramente no exista en toda la historia de la Filosofía (ni de la Literatura)
un párrafo más bello y más triste –más desolador, pero más poético– sobre los
efectos del odio. Resuenan esas palabras del mago siciliano, escritas ya en el
destierro, en estos días nuestros en que el odio se está enseñoreando del
planeta, incluso en aquellos territorios del “primer mundo” en los que la
calidad de la vida ha subido a los niveles más altos que haya alcanzado la
Humanidad jamás antes, y en los cuales los motivos del odio deberían haberse
diluído como niebla matinal ante el brillo del sol de un mediodía iluminado por
toda clase de bienes, de adelantos y de maravillas.
El llamado “discurso del odio” amenaza con volverse discurso único de las
relaciones humanas, una especie invasora y parasitaria que carcome desde dentro
las vísceras antes sanas del alma social (el odio, aunque irracional, es siempre
asunto del alma, no del cuerpo: es la pulsión íntima que forma parte de nosotros
desde el inicio ancestral, el caín original que nos acompaña desde el alba de
los tiempos).
Los casos de odio más fáciles de explicar son aquéllos que –conservando en su
esencia la irracionalidad que es la nota característica del odio– presentan no
obstante motivaciones de apariencia lógica. Se trataría del odio a quienes nos
han hecho un daño real y de cierta importancia. Si otro ser humano nos ha
agraviado matando a alguno de nuestros deudos o amigos; si nos ha robado algún
bien preciado e insustituible; si nos ha atacado poniendo en grave riesgo
nuestra seguridad física, nuestro patrimonio, nuestro honor, nuestra dignidad,
nuestro futuro; si su sola presencia –por la amenaza que constituya– se basta
para que nos sintamos en peligro; si sus actos, sus palabras o sus omisiones
(incumplimiento de deberes esenciales, sean propios –un médico que no nos
atienda en una urgencia grave–, sean coyunturales –un viandante que nos hurte su
apoyo en algún accidente del que sea único testigo–) constituyen mermas severas
de nuestros derechos inalienables... todos estos ejemplos y otros similares
constituyen motivaciones de apariencia lógica para sustentar el sentimiento del
odio. Entra dentro de “lo razonable” odiar a quien nos ha hecho un daño
suficientemente grande como para “justificar” dicho odio; la frase es circular,
muerde su propia cola y, en sentido estricto, es una tautología: odiamos lo
odioso. Es por ello por lo que he dicho que se trata de un comportamiento de
apariencia lógica y que entra dentro de lo razonable. Aunque es lógico solamente
en apariencia, y aunque en el fondo no es nada razonable (en el fondo, repito,
el odio tiene una esencia irracional), todo esto basta como análisis suficiente
del “odio fácil de analizar”.
Menos fácil es cuando el daño que se nos ha hecho, no se nos ha hecho al
nosotros individual ni tampoco al nosotros en sentido lato (deudos, familiares,
amigos, bienes materiales, etc.), sino que se ha vertido sobre un nosotros
global e incluso masivo, sobre el nosotros social a–histórico; en este sentido
se odia, por ejemplo, a aquellos pueblos que antaño invadieron nuestra patria
(hace tiempo), o a aquella tribu que nos quitó las buenas tierras de pasto
matando a nuestros tatarabuelos (ultraje que el paso del tiempo no ha conseguido
que olvidemos); los vecinos del norte o del sur, siempre atentando contra
nuestro bienestar, siempre aliados de nuestros más peligrosos adversarios...
Aunque en todos estos casos nuestra integridad personal no se ve amenazada –ni
ahora ni tampoco, claro está, en los remotos tiempos en que ocurrieron las
agresiones–, ni están en peligro las vidas de los nuestros, ni sus/mis bienes,
haciendas o posesiones, lo cierto es que solemos odiar, incluso con vehemencia,
a los causantes de esos males a pesar de que pudieran ser remotos o de que sus
consecuencias no hayan gravitado sobre nuestra seguridad. Y, en general, se
suele considerar “lógico” ese sentimiento porque parece haber motivos, esto es,
causas. He dicho “menos fácil” al principio de este párrafo, porque la frase
inmediatamente anterior es muy discutible: no es seguro que, de verdad, haya
motivos, ni es indudable que, aunque los haya, esos motivos sean causas. Las
motivaciones son inmensamente fluidas, cambian con toda clase de factores, desde
nuestro estado de ánimo hasta la existencia o no de compensaciones/por/agravios
–y desde luego por el factor tiempo, el que más influye–. A este respecto
¿odiamos los españoles y los portugueses a los romanos que nos civilizaron, nos
dieron leyes y carreteras, acueductos y ciudades, puentes y hasta el idioma?...
Pues acaso deberíamos, ya que la conquista de la Península Ibérica por parte de
Roma fue sangrienta y traumática y arrebató vidas, haciendas y tierras a
nuestros remotos ancestros. Las motivaciones se deshacen con el tiempo y, o bien
desparecen, o bien se convierten en sus contrarias, por ejemplo cuando el
adversario de antaño es hoy nuestro más firme aliado (Europa es buen ejemplo de
cómo nos hemos odiado hasta ayer mismo unos a otros, franceses a alemanes,
españoles a franceses, todos a los ingleses... y ahora nos sentimos más unidos
cada vez y hasta la famosa huída de los británicos nos parece a todos –también a
ellos– un desatino). En cuanto a las motivaciones, no son lo mismo que las
causas, son dos conjuntos que se intersecan pero no se identifican, pues si bien
es cierto que hay motivos que son causas, hay motivos que no lo son y hay causas
que no son motivos.
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0.2.- Irracionalidad.-
El odio es tan antiguo como la Humanidad, de hecho es su primer invento. Pero no
es anterior a la Humanidad, pues el mundo animal, anterior o contemporáneo, es
ajeno por completo a ese sentimiento.
La irracionalidad del odio –el universo del odio es la irracionalidad– podría
hacer pensar que también se da, por tanto, en el mundo no humano, irracional en
sentido habitual. Si se trata de un factor uno de cuyos elementos esenciales es,
digamos, “alfa”, parece sensato suponer que se dará allí donde “alfa” sea el
elemento predominante. No necesariamente, pero sí naturalmente. Bueno, pues no,
se trata de una irracionalidad diferente, aunque irracional en ambos casos
–ajena a la razón intelectual y ajena a lo razonable–. La irracionalidad humana
del odio consiste en algo distinto de la irracionalidad del mundo irracional.
Podríamos resumirlo diciendo que para el mundo animal la irracionalidad es el
único sendero (es una nota esencial), mientras que para los seres humanos la
irracionalidad es una opción.
El tema de la irracionalidad es muy importante en este análisis, y no conviene
que nos limitemos a esa formulación simplista porque tenemos que sacar
conclusiones importantes de una investigación más a fondo. La irracionalidad
entronca –aunque de modo indirecto, no directo, pero en cualquier caso
primordial para nuestra indagación– con el hecho de que todo ser, en cuanto es
ser y por lo que tiene de ser, tiende al Ser Absoluto.
0.2.1.- Primera aproximación.-
Ya se ve por lo que acabo de decir que voy a seguir las enseñanzas de Plotino
una vez más; el místico africano es uno de mis “mentores” (uno de los
“contactos” más frecuentes de mi “Agenda de contactos frecuentes”). En efecto,
voy a empezar por una explicación plotiniana del tema, antes de concluir con el
tratamiento del asunto en los esquemas de mi propia filosofía; lo hago, además,
para facilitar la trayectoria empezando por algo más fácil antes de pasar a algo
más difícil. No quiero decir con esto que la filosofía plotiniana sea más
“débil” o más “elemental” que la mía, más bien todo lo contario: ocurre que, si
los conceptos del africano son más adecuados para una mejor comprensión, es
porque el gran Plotino tiene sus ideas mucho más claras que yo las mías, como no
podía ser de otro modo.
Cada ser, en cuanto lo es y en la medida en que es ser, tiende a la
identificación con el Ser Supremo; lo que cada ser tiene de no-ser (las grietas
de no-ser que escinden el ser en migajas dentro de la esencia de cada ente
concreto) son lastres en esa tarea, sombras entretejidas con los hilos de luz y
que, en cuanto sombras, no tienden hacia la Luz Pura del Ser. Pero lo que hay de
ser en cada ser tiende al Ser. Es mi opinión que esa tesis se hace evidente en
el amor, pero también en los instintos básicos de conservación propia y
específica, en la ordenación de los protocolos vitales, en las relaciones de
todos los seres vivos y en el decurso de la Historia (y no sólo en sus aspectos
constructivos).
En los seres inferiores, inanimados o animados pero no humanos, las abundantes
sombras que interrumpen la luz del ser y que he llamado “lastres”, lo son en
cuanto a que no ayudan al camino ascendente, pero no en cuanto se opongan a él,
son indiferentes al ser porque son no–ser y, como indiferentes, ni propician ni
obstaculizan. Sólo cuando el ente del que hablemos esté por fin dotado de alma
racional podrá con su libertad –novedad especial en el camino de ascensión–
promover lo que en su esencia hay de ser y fomentar la ascensión hacia el Ser, o
provocar lo que en su esencia hay de no–ser y deshacer el camino ascendente
alejándose del Ser, huyendo de la Luz.
Ahora bien, en cualquier ente que sea humano, siempre antes que su alma racional
está su naturaleza previa, y al decir “antes” tanto me refiero: 1) al camino
específico que siguieron sus ancestros antes de evolucionar hasta la humanidad;
2) al poso puramente irracional que anida dentro de él como recuerdo de ese
proceso; 3) al poso irracional que anida dentro de él como conjunto
individualizado de los instintos de su especie; 4) a la etapa previa al
desarrollo pleno de su razón completa; 5) al hecho de que, como individuos y
como especie, la inteligencia racional no nos constituye por sí sola, sino en
compañía con otras muchas pulsiones emocionales e instintivas que, en la
práctica, son una parte muy importante de las motivaciones de nuestros actos.
Es en ese “antes” donde se inserta el protocolo ontológico de la búsqueda del
Ser Supremo y ascensión hacia el Ser Absoluto. Puesto que la libertad puede –y
con frecuencia quiere– abandonarse a la sombra, lo más sencillo es postular que:
es lo que hay de ser en cualquier ente, antes y al margen de las determinaciones
concretas que lo definan más tarde –alma, libertad, conciencia, propósito...–,
lo que tiende hacia el Ser y, al hacerlo, postula (necesita, prevé, propone) un
“mapa concreto” de ese Ser al que tiende. No de modo racional (hemos pospuesto
la racionalidad del alma para etapas ulteriores de este asunto), sino de modo
“a-racional”. Como acabo de introducir la palabra, he venido usando el otro
término, único del que disponía, pero deficientemente usado, toda vez que ni los
entes no humanos (minerales, vegetales, animales) son irracionales en el sentido
de renuncia a la racionalidad, sino sólo de ajenos a lo racional, ni ese “antes”
pre-racional al que me vengo refiriendo es tampoco irracionalidad, sino
a-racionalidad. Esa postulación o “propuesta” (no me gustan ni me bastan las
palabras usuales, como tantas otras veces...) de un mapa absoluto del Ser
Supremo de cada ente concreto, puede ser similar –nunca la misma– a la de tantos
otros seres, en cuanto a que todos son seres y lo que haya en cada cual de ser
es reflejo del mismo Único Ser y tiende al mismo Único Ser por impulso de una
tendencia idéntica; PERO nunca será la misma –por mucho que sea similar– porque
en cada ente la sombra entreverada entre los hilos del ser traza una esencia
distinta, una especie distinta, una individualidad distinta, hace de cada ente
un ente distinto y cada ente distinto tiene un horizonte propio del Ser Supremo,
una imagen diferente a la que cada ser se dirige con un anhelo diverso.
Nos interesa rescatar de lo dicho las siguientes ideas:
a) la tendencia hacia el Ser Supremo se da en todo ente y es a-racional, de modo
que en los seres racionales se da “antes y al margen” de su racionalidad;
b) cada ente tiende hacia el Ser Supremo por lo que tiene de ser;
c) la presencia del alma racional –y por tanto de la libertad– puede hacer que
los entes racionales “desanden el camino del Ser”;
d) es la entrelazada naturaleza de ser y no–ser, de la luz y la sombra,
diferente en cada ente, lo que produce (como propuesta, como horizonte, como
ensoñación óntica... tampoco me gusta ninguno de estos términos) un mapa
concreto del Ser Absoluto, distinto para cada ser, similar aunque siempre
diferente, diferente aunque siempre similar.
No por ser esta tendencia ajena a la racionalidad (esto es, al territorio del
alma, a su inteligencia, voluntad y libertad) carece de ese horizonte, ya que
dicho horizonte no es un propósito consciente que necesite de la razón para ser
concebido, ni es siquiera un fantasma de la imaginación que tendría cauce
únicamente en los seres sensitivos; ese Horizonte o Mapa del Ser que es distinto
horizonte o mapa del ser (ahora con minúsculas) para cada ente, consiste en la
culminación de la tensión del ser hacia su propio absoluto, pero el no–ser
insertado en el ser de cada ente hace que esa tensión y esa culminación sean
distintas como distinta es la “configuración” de ser–y–no–ser en cada ente
concreto. Tanto da que me atreva ahora a una imagen muy tosca, pues que llevo
usando términos los cuales –por mucho que sean los únicos de que dispongo– más
despistan que pistan, así que ahí va: cada ente es un puñado –único y
diferenciado– de piezas de puzzle recortadas y, en función de lo que tales
piezas (no organizadas sino enmarañadas en confuso montón) le indican, “escoge
el puzzle infinito aunque por ahora ficticio” al que con esas piezas se encamina
para completarlo y formar en él y dentro de él la última configuración a la que
está destinada su naturaleza.
Naturalmente esta derivación está ya muy lejos del pensamiento de Plotino y de
la filosofía del Uno, hasta el punto de presumir que cada ente, más que tender
al UNO único (de ahí su nombre), tiende a un Uno propio y distinto, siendo más
un Muchos que un Uno. Y por otra parte, nos obliga a asumir que la tendencia al
Ser Absoluto es seguida por cada ente mediante senderos todos diferentes, pero
atención: sólo en cuanto a que la configuración ser–y–no–ser propone un
horizonte diferente, no en cuanto a que haya en realidad un Horizonte diferente
para cada cual: el Ser Absoluto es el SER, porque de no ser el SER, no sería el
Ser Absoluto, sino alguno o algunos de los entes particulares. Que haya muchos
horizontes diferentes al ser como culminaciones distintas de tensiones
particulares hacia lo absoluto, no significa que haya Muchos Horizontes
Diferentes de lo Absoluto. Del mismo modo que tenemos todos una visión diferente
de la Belleza Pura, acaso parecida pero distinta, mientras que la Belleza Pura
no puede consistir en mil espejos dispares.
Hasta aquí la explicación primera que, más o menos, he confiado a los esquemas
plotinianos, bien que con harta libertad como hemos visto. Vamos ahora a
intentar lo mismo con los conceptos de mi filosofía.
0.2.2.- Planteamiento en el marco de mis conceptos.-
La manera más sencilla de hacerlo consistiría en un expediente algo tramposo
pero rápido y contundente: sustituyendo ciertos términos –SER, UNO, SER
SUPREMO...– por los términos ABSOLUTIDAD, REALIDAD TRASCENDENTE. Y dejar todo el
asunto como está sin más cambios, lo cual sería hasta admisible porque no deja
de haber en el análisis anterior una porción importante de mi filosofía.
Lo que ocurre es que en el pensamiento iluminista “emanación-contemplación”, hay
una continuidad absoluta del ser, desde la materia=sombra total hasta el UNO=luz
completa, sin posibles interrupciones “creativas” o individualizables. Mientras
que yo sostengo que es la inteligencia humana la que construye la realidad, lo
que no hay, a partir de la nada, lo que hay. La nada, lo que hay, no es aunque
la haya. Y dentro de esa nada incluyo todo aquello a lo que la inteligencia ha
vuelto real por medio de su operación, pero que, al margen de la realidad creada
por la inteligencia, sigue no siendo.
Mis conceptos me obligan ahora a trasladar el problema actual (lo recuerdo: “es
la entrelazada naturaleza de ser–y–no–ser, de la luz y la sombra, diferente en
cada ente, lo que produce –como propuesta, como horizonte, como ensoñación
óntica...– un mapa concreto del Ser Absoluto, distinto para cada ser, similar
aunque siempre diferente, diferente aunque siempre similar”) a un escalón
posterior o más alto. Ahora no puedo utilizar todo lo “anterior” a la
inteligencia humana (lo anterior, lo exterior, lo ajeno...) porque todo ello es
la nada si lo tratamos de manejar en ausencia de dicha inteligencia: átomos
absolutos carentes de sentido sin la configuración intelectual que los convierte
en hechos y en estructuras. Ni siquiera tiene sentido decir “un ejemplo de
irracionalidad es ese caballo que pasta en esa pradera” porque esa frase es una
estructura de estructuras cosechadas por la inteligencia y cargadas de la
racionalidad de la misma; o dicho de otro modo, porque esa frase remite a una
realidad que “en realidad” no hay, pues caballo –o pasto, o pradera– no hay
porque lo que tenemos es una construcción racional de montones de datos
absolutos a la cual construcción llamamos “caballo”, construcción real que no la
hay, ya que lo que hay es cierta dispersión inconexa de datos, burbujas irreales
de nada que sí hay pero no son caballo.
Subir un escalón dentro del territorio real para situar en él esa propuesta de
un mapa concreto de la Absolutidad es –en principio y mientras no haya análisis
más detallado– una contradicción en los términos, porque es decir que, puesto
que lo único que hay fuera de la racionalidad es la nada, vamos a explicar la
irracionalidad dentro de la racionalidad para que sea viable. Algo menos fuerte
es el envite si recordamos que ya no usamos el término “irracional”, sino
“a-racional”, distinción a la que tendré forzosamente que asirme.
Cuando establecí que la inteligencia construye –crea– la realidad, repetí mil
veces que dicha realidad es, por tanto, dependiente en su ser, pero, desde
luego, independiente en su comportamiento. Digamos rebelde. De hecho esa
rebeldía activa de la realidad frente a su diseñadora es lo que me llevó a la
conclusión de que –en etapa ulterior, muy suprema, y acaso inviable– de la
Humanidad, nuestra inteligencia superior conseguirá un salto cualitativo
esencial por el cual la realidad se doblegará también en su comportamiento, será
absolutamente real en sentido estricto (ahora sólo lo es de forma incoativa y
primeriza) y deberemos llamarla “absolutidad”. Que la realidad sea dura (como
repite un dicho sempiterno que cree tenerla bien definida) es solamente la
prueba de que no es lo bastante real, de que tal vez sea posible alcanzar un
grado más alto de la misma en que su pretendida dureza se vuelva sumisión total
del sinsentido (del dato) a la razón.
Por ello es en el territorio de esa rebeldía donde sitúo, naturalmente, la
“a-racionalidad” de la que vengo hablando. Allí donde la inteligencia no manda,
donde sus esquemas reinan pero no gobiernan, donde nuestra consciencia se ve
obligada a ser inconsciencia, es donde se da esa “culminación de la tensión del
ser hacia su propio absoluto”, donde nace o surge o se manifiesta la tendencia a
lo Absoluto como una especie de basamento óntico. El carácter dependiente que
explica esa tensión y la crea, al tiempo manifiesta su variabilidad individual,
el hecho de que cada ente racional sea distinto –aunque muy similar– a todos los
otros y la culminación de la tensión hacia ese absoluto sea siempre hacia un
absoluto (minúsculas), no hacia El Absoluto.
[La seguridad que siempre he tenido en mis ideas sobre la realidad nace del
hecho de que –por raro que suene y poco que la gente caiga en ello– si la
realidad fuese lo que la filosofía pretende, sería siempre la misma para todos,
pero es de evidencia abrumadora que cada quien siente, crea, piensa y vive en
una realidad distinta y propia].
La a-racionalidad se mantiene, pues, en pie, le hemos encontrado un hueco
consistente dentro del terreno de la racionalidad. Era importante para mi tema
actual del odio, porque todo el análisis del mismo remitirá constantemente a los
dos aspectos básicos que hemos obtenido aquí:
1) que su territorio no es la racionalidad en sentido verdadero; y
2) que se fundamenta en una tensión individual –distinta para cada quien– hacia
un absoluto que cada quien interpreta como EL ABSOLUTO.
Se “fundamenta”, esto es: el odio no consiste en esa tensión hacia un absoluto,
pero dicha tensión explicará –por las interferencias y cortocircuitos que pueda
sufrir– la pasión a-racional del odio.
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0.3.- Auto-descubrimiento.-
Dicho queda que el odio es tan antiguo como la Humanidad, así que no es un tema
reciente. Lo que sí es reciente es el descubrimiento (auto-descubrimiento) de lo
que se ha venido en llamar “discurso del odio” sobre el odio no razonable, el
odio que no se explica porque has matado a mi padre, o porque me has robado la
tierra, la mujer, la honra, el futuro, lo que sea. Una especie de odio
supra-odio, un odio como artificial e impersonal, una niebla de odio que nos
congela porque nos envuelve pero que no es visible nada más que a distancia.
Atención: que el descubrimiento del discurso del odio sea reciente y lo
relacionemos con el odio no razonable, de ninguna manera significa que ese odio
no razonable sea reciente él mismo; también es antiguo como las estrellas, lo
reciente es su descubrimiento como problema general, su estudio como tema de la
actualidad. Cuando pasemos al análisis metafísico del odio (mejor dicho, al
análisis del aspecto metafísico del odio) veremos que tiene que haberlo habido
desde quizá los monos, no sólo desde la globalidad mundial, aunque sólo ahora
parece que nos hemos dado cuenta de su singularidad y de su universalidad.
Cualquier retroceso temporal nos llevará sin duda a océanos de odio promovido
por las guerras, las conquistas, las esclavitudes, la infinita panoplia de
ofensas. Pero si entrevistamos a los coetáneos de entonces, se sorprenderán de
nuestra sorpresa: “¡Ah cómo! ¿No os odiáis en vuestro mundo, en vuestro tiempo?
¿No sois gente humana acaso?!” Y nos dirán con asombro que en su tiempo y en su
mundo el odio era moneda habitual de las relaciones humanas, que a ver quién es
el valiente que se puede mover por el paisaje sin su morral de odio recibido y
enviado. Seguramente nos harán ver que no sólo es la estafeta con más
correspondencia, sino algo necesario para comprender la Humanidad, incluso para
que la haya. ¡Pobre de tí si nadie te odia, eso es que no existes! Su darse
cuenta es tan de cajón, tan natural, que no se darán cuenta de que se están
dando cuenta. Pero nosotros, ahora, sí, por primera vez, según parece. No sólo
nos damos cuenta, nos extrañamos; la verdadera dimensión de esa extrañeza queda
patente por el hecho de que no nos extrañamos de ella (¡y cuidado que es
rara...!). Tenemos dos orejas, qué se yo, desde que éramos amebas; pues bien,
ahora: a) nos damos cuenta de que las tenemos, b) nos extrañamos de tenerlas, c)
no nos damos cuenta de lo extraño que es extrañarnos de haber descubierto ahora
algo que viene siendo habitual desde que se encendió la estrella Polar. Y como
no se debe a que haya una especie nueva de odio, inventada por nosotros que para
eso somos geniales, sin duda se deberá a alguna otra novedad, ésta sí verdadera,
que no sea el odio mismo, ya tan veterano.
Sólo se me ocurre hacer una escisión escalar en el que he llamado “odio
razonable”, introduciendo al efecto esa globalidad mundial que sí es reciente y
lo mismo nos permite admirar a remotos héroes de cuya heroicidad no tenemos sino
vagas noticias irrelevantes, que odiar a remotos enemigos cuya enemistad ni
siquiera sabemos en qué consiste. En algún lugar del largo camino el odio
razonable (has matado a mi padre, felón, maldito) deja de ser razonable y pasa a
ser, qué sé yo, etéreo (adoras a un dios que no es el mío y, por lo que he oído,
es una rana divina con cien ojos, ¡malvado pagano, ranas de cien ojos..., te
odio!). Ni conocenos al odiado feligrés de la rana, ni hemos estudiado
religiones comparadas, ni tenemos nada serio, en verdad, contra las ranas o los
creyentes; pero le odiamos con una especie de furor a-racional que encuentra dos
pulsiones colectivas para amplificarse: la muchedumbre de los feligreses de la
rana, la muchedumbre de los odiadores de los feligreses de la rana; cuantos más
son los primeros, más los odiamos; cuantos más somos los segundos, más odiamos a
los primeros.
Falta la guinda del pastel (que es la esencia de la explicación y también una
hermosa tautología): cuanto más nos odiamos los unos a los otros, más nos
odiamos los unos a los otros. Que, por cierto, es una pasión incombustible: como
me he casado contigo sin saber que eras adoradora de ranas, primero dejaré de
hablarte, luego me divorciaré, luego te mataré, luego quemaré tu cadáver y para
siempre seré un insatisfecho por no poder empezar de nuevo (aunque pienso
retirar el saludo y matar, etc., etc, a todos tus primos, paganos indecentes).
No sé si la broma disminuye el horror del odio, de esta especie de odio que ni
siquiera se entiende... Mas me propongo intentar aquí cierta explicación.
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1.- El odio “razonable” (“física” del odio).-
Ya hemos dicho que el odio razonable tampoco es razonable, lo que pasa es que sí
se entiende más o menos al caer en la cuenta de la fuerza de las motivaciones, y
en ese sentido decimos lo de “razonable”. Incluso vimos que podía tomar el
aspecto de una tautología: odiamos lo odioso. Sobre su razonabilidad no es
preciso insistir, precisamente porque es lo primero que se ve y lo que mejor se
entiende.
Es su carácter también irracional (a-racional, hemos avanzado) lo que ahora
debemos analizar, su carencia de sentido y de lógica. Me temo que hemos entrado
en un paisaje lleno de tautologías, muy agradables y seguras desde el punto de
vista lógico pero cargantes desde el punto de vista estilístico. Tenemos una
más: carece de sentido porque se redime por su acto vengador, más el acto
vengador se vuelve imposible al carecer el odio de todo sentido, es decir,
carece de sentido porque carece de sentido. En otros escritos he tratado a la
venganza como único vicario de la inexistente justicia, y he visto su escasa
efectividad (aunque es la única sustituta que lo intenta en serio). El odio es
tema emparentado, pues lo más que se consigue con el odio es la venganza
(recordemos que la justicia real es inexistente), pero la venganza no recupera
las pérdidas que hayan motivado el odio. Ni siquiera remunera el sentimiento de
las tales pérdidas, no consuela ni satisface –ni se apaga, el odio es ascua
rediviva y constante–.
Hay que dar cuenta de todo esto, no basta enunciarlo. Razonable en una pérdida
es el sentimiento de dolor concomitante y proporcional a la misma. Incluso
razonable (mucho menos) es esa especie de retroceso consolador a un pasado
anterior en el que pudiera el milagro impedir la pérdida; es una forma de
consuelo ambigua, porque es al mismo tiempo una forma de potenciar el dolor. La
razón ayuda y consolida estos sentimientos, los explica y, por tanto, les da
certificados de garantía, de autenticidad. Son pasiones pero tienen fundamento
racional. El recuerdo de la pérdida es también razonable, y el recuerdo del
dolor de la pérdida, igual; en la medida en que, luego, ese recuerdo se mitiga a
sí mismo y mitiga el dolor, es otra ayuda más, razonable igualmente; por eso se
ha acuñado esa frase cruel pero certera, frase que es fruto del análisis
racional basado en la experiencia, “el tiempo todo lo cura”.
El odio que tantas veces acompaña al dolor de la pérdida (y menos veces, pero
también, a la propia pérdida misma), no es razonable ni se basa en la
racionalidad. Como es sabido, ese odio se adhiere a la presencia de las causas
de la pérdida, trata de pintarlas de su propio color, de engullirlas, de
fagocitarlas, de algo, de embadurnarlas con su sí mismo. Pero las causas
–incluso culpables y perversas– son anteriores a los efectos y ese embalsamiento
con que el odio las recubre es siempre posterior a la pérdida misma, ni la evita
ni la remedia. Y en cuanto el dolor es proporcional a la pérdida y a su
recuerdo, el odio tampoco evita el dolor ni lo remedia. Estamos acostumbrados
por una experiencia abrumadora y por una literatura infinita a la idea de que el
odio y la venganza tranquilizan el alma y amortiguan el dolor. No es cierto. Lo
que hacemos al odiar es desplazar la pena de su nicho en el alma para acomodar
en ese lugar el odio, disminuir no la pena sino la vivencia interior de la
misma, y no por algún consuelo efectivo sino por un parásito malsano y podrido.
Puede que al cabo tengamos la sensación de penar menos, pero es porque hemos
cambiado monedas verdaderas de dolor por pasiones falsas que no tienen objeto ni
objetivo. Bueno, lo tienen, pero perverso, porque el odio no cura sino que
emponzoña, no llena sino que asfixia, no mitiga sino que perdura.
La dialéctica entre las causas del mal y el odio viene a ser a la postre una
componenda entre colegas, un potenciarse el uno al otro: no sólo mato a tu padre
y te hago ese daño inmenso, sino que además te siembro odio y te hago más daño
todavía. Sólo el perdón... ¡Ah, pero el perdón es imposible, es una palabra sin
contenido, el perdón no existe! ¿Entonces cómo...? ¿A qué viene todo lo
anterior?
En primer lugar analicemos esa relación consular entre las causas del mal y el
odio a las mismas. Si el odio fuera racional, tendría muchas dificultades para
analizar el complejo proceso causal; incluso las mismas causas son ya una
combinación de múltiples factores, no todos responsables por igual del delito
odioso. Por ejemplo, si alguien ha matado a mi padre y, en consecuencia, le odio
“racionalmente” ¿qué es en realidad lo que odio? ¿El arma de la cual se ha
servido? No, claro que no; ¿la mano que la empuñaba? ... tampoco; ¿la intención
que lo ha motivado? esto mucho más, pero la intención es también una enmarañada
bola de elementos, desde posibles venganzas (que habría que analizar, distinguir
y evaluar), hasta posibles demencias (que habría que examinar, o atenuar, o...).
Si el odio fuera racional, seguramente lo descartaríamos la mayor parte de las
veces por no prestarse a un análisis conclusivo y riguroso; le daríamos en todo
caso el crédito que le damos a aquellos fenómenos que sí son susceptibles de
análisis, pero que son tan complejos que las conclusiones son más
probabilísticas que efectivas; acabaríamos por relacionarnos con el odio como
con las predicciones meteorológicas, haciéndoles un caso relativo y “brumoso”.
Pero el odio no es racional. Apunta a la causa de nuestro dolor de un modo
general, no analítico, sin entrar en detalles, sin percibir niveles o
diferencias. Para el odio, la causa del dolor es un totum que nos llama a voces
para que lo odiemos. La causa de nuestro dolor es entonces revestida con los
colores del propio odio, la causa del dolor se transforma en causa del odio, el
odio y su causa se fusionan en una amalgama que se encierra en sí misma, se
alimenta de sí misma y nunca muere. Una de las cosas más sorprendentes para
muchos analistas (si no han seguido parecidos derroteros a los que estoy
siguiendo aquí), es que en los procesos delictivos graves y globales, es
frecuente que los criminales y sus seguidores odien a las víctimas y sus deudos
tanto o más que las víctimas a éllos. Esta aparente necedad se basa en la
identificación, en el hermanamiento, entre la causa del delito y el odio a la
misma hasta hacerse una sola cosa, una lanzadera que ata dos extremos con hilos
que se tejen en un mismo y siniestro tapiz (muy humano, por cierto).
Lo usual de la gente buena bienpensante biensintiente es tratar de oponer al
odio el perdón. No quiero desautorizar por completo esa tesis buenista porque
tiene un resultado consolador y hasta anestésico: he dicho que el odio saca la
pena de su nicho del alma –la deja sin hogar espiritual y sin abrigo– para
ponerse en su lugar y emponzoñar el sitio; pues bien, esa idea un tanto lírica
del perdón es buena en el sentido de que impide que el odio proceda a ese
desalojo y, en todo caso, el trozo de alma que la pena no ocupa lo ocupa el
perdón... Todo esto suena como una comedia de vecindad, pero lo cierto es que es
así, especialmente por el hecho absurdo e imposible (que sin embargo se produce)
de que algo inmaterial como es el alma se comporte como algo material, una
especie de garaje con sitio para pocos inquilinos, de modo que sea preferible
que los tales se conduzcan como gentes bien educadas, mejor que no ese odio tan
grosero y tan malvado, al que no se puede desahuciar si no es para meter a otro
en su misma plaza.
Lo que pasa es que el perdón no existe, y esa cosa que la gente buenista llama
perdón es solamente un analgésico espiritual que tranquiliza los espasmos del
dolor, los suaviza, reduce las inflamaciones del odio, pero no es algo que se
pueda emitir-y-recibir produciendo efectos verdaderos ni en el criminal ni en la
víctima (o sus deudos). Del mismo modo que el odio no puede retroceder y,
antecediendo a la acción de las causas, impedir la pérdida y eliminar el dolor
por el sistema de no producirlo, del mismo modo el perdón no puede desconvocar
los males que el delito ha producido, des-existir las ofensas, resucitar a las
víctimas, des-robar lo ajeno que el delincuente ha robado contra todo derecho.
Podríamos decir que se trata de una argumentación tan parecida, que es la misma:
el odio y el perdón carecen de sentido.
Ahora bien, si el perdón ayuda al alma a disminuir el dolor, algo de sentido
tiene... Trataré de poner uno de mis ejemplos: la tejedora teje en el telar
repitiendo y repitiendo el cruce de la lanzadera; como lo hace sin hilo, ningún
tapiz se crea, el telar está vacío al principio y sigue vacío al final; ¿la
tejedora ha pasado, no obstante, una tarde distraída, “haciendo algo”?... ¿La
tejedora se ha relajado con esa actividad monótona y repetitiva?... ¿La tejedora
ha mejorado su tono muscular y se encuentra mejor por la noche que al
mediodía?... El perdón es un placebo y los placebos no son medicinas auténticas,
aunque tengan sentido... como placebos. Es preferible, desde luego, uno que sepa
dulce a otro que sepa amargo, mejor el perdón que el odio. Salvo que tú
prefieras el odio al perdón... que hay gustos para todos.
En fin, el odio razonable no es nada razonable, pero no podemos descartarlo por
las buenas debido a una particularidad de la especie odiadora, una
particularidad que la emparenta con el odio: tampoco la especie en cuestión es
nada razonable, al contrario, suele usar su razón para negarse a ella, para
desacreditarla y de paso –si puede– destruirla.
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2.- El odio esencial (“metafísica” del odio).
Hay un odio que ni siquiera es razonable en apariencia, un odio esencial que ni
es personal ni se relaciona con agravios personalmente cometidos o recibidos. Es
el odio puro, en el sentido de que se trata de una pulsión que no está
encadenada a ningún elemento individual, a una pérdida personal, a un dolor
propio o a una ofensa concreta. Por ejemplificar (aunque sus variantes son
millones), podríamos decir que es el odio entre religiones, odio por el cual
sujetos que no se conocen, nunca se han tratado y ni siquiera saben los unos que
existen los otros, se odian de inmediato y con furia asesina en cuanto toman
conciencia de que el de enfrente es feligrés de un profeta distinto. O la imagen
pantallera de algún personaje, sombras y luces detrás de un cristal, a quien se
odia porque “representa” una opinión que estimamos perversa, endemoniada o
irracional (o todo junto y mucho más), y se le odia sin haberle tratado, sin que
nos conozca ni le conozcamos personalmente, sin saber de él ningún otro aspecto
de su persona integral, desde sus gustos musicales a su olor personal, desde sus
relaciones familiares a su rutina alimentaria.
También es el odio a una forma más o menos humana –pero siempre ajena,
desconocida en su integridad– que expone o defiende en “los medios” creencias y
opiniones que nosotros no entendemos que se puedan defender, que no sólo nos
parecen carentes de sentido sino que, sobre todo y muy especialmente, nos
repugnan, nos enervan, consiguen que salgamos de nuestra casillas y hasta nos
desvelan el sueño. Olvidando –incluso ignorando– que nuestra respuesta está
siendo irracional y nada reflexiva, esos adversarios nos parecen cínicos,
mendaces, insolentes, prepotentes... y nos gustaría... ¿qué nos gustaría?
La lista descendente de lo que nos gustaría es muy reveladora de la esencia de
este odio al que ahora nos referimos: nos gustaría, claro está, y por primera
providencia, darle a ese cínico de bofetadas; luego machacarle hasta que se
volviese pulpa irreconocible; enseguida ejecutarle, quemar su cadáver ... ¿y ya
está? ¿hemos concluido con ese calvario tan compasivo el proceso de nuestro
odio?... No señor, necesitamos algo más: tenemos que retroceder al pasado y
desnacer a ese malnacido, borrarlo de la existencia y de la realidad temporal,
reconstruir de tal modo el paisaje histórico que él y sus secuaces se vuelvan
imposibles, nunca sucedan.
Por supuesto que el párrafo que acabo de escribir no sería admitido por la
mayoría de la gente “¿Machacarle hasta que se vuelva pulpa irreconocible? ¡No,
por Dios, yo no soy así!... Discutir con él, negarle crédito, hacerle ver sus
tonterías...pase. ¡Pero bofetadas, asesinato... hombre, no, por favor, qué
barbaridad!”. Cabe que haya gente –incluso muchísima gente– sensata, prudente,
mesurada, con buenos sentimientos en general, que tuvieran razón en esa crítica
y que nunca llegarían con nadie a tales extremos. A lo que voy con mi ejemplo
exagerado, es al hecho de que, si se siente ese odio al que me estoy refiriendo
–y creo que lo puede llegar a sentir todo el mundo, incluso los sensatos,
prudentes y mesurados que no lo llaman odio y que no saben que lo es–, entonces
sí se desea que la opinión misma (aunque acaso no el adversario opinante), la
opinión misma “que nos repugna y nos enerva”, desaparezca de la escena
histórica, se remodele el pasado de forma que dicha opinión se vuelva imposible
y no pueda ser defendida. En cuanto al cinismo y prepotencia del opinante, no
creo que no suscite en cualquier adversario un rechazo hasta físico, incluso
advirtiendo, como advierto, que ese cinismo y prepotencia quizá sólo sean
percepción ficticia del que oye, no postura real del que opina, a veces tan
inocente en sus opiniones que nos parecen odiosas, como nosotros en las nuestras
que le parecen odiosas a él.
Hay en este tipo de odio, y es a donde voy, un rechazo esencial, absoluto, algo
que se traduce incluso en desasosiego, algo capaz de matar las relaciones
humanas más íntimas si, por desgracia, acontece en medio de ellas. No sólo no
razonamos contra esa postura odiosa
(mucha gente sí intenta razonar porque cree en patrañas como que somos seres
racionales, que todo se arregla con diálogo, que la concordia y la palabra
serena superan cualquier disensión... aunque en general acaban por abandonar
todo intento de conciliación cuando se convencen de que la opinión adversaria es
inamovible –generalmente al cabo de comprender que la propia también lo es–);
no sólo no razonamos contra ella, repito, sino que la queremos borrar, que no
exista, que nadie la sostenga, que nunca haya sido defendida, que se desmonte el
pasado donde pudo anclarse para que no hayamos llegado hasta aquí... Se trata de
un sentimiento que llamo aquí metafísico, aunque en realidad es meta-lógico y no
es un sentimiento, sino algo más hondo, un cataclismo ontológico, una grieta que
de repente sentimos que se abre en el suelo del ser.
En efecto, si fuera algo menos profundo, sería alguna especie de ese odio
“razonable” del que hemos hablado con anterioridad, y tendría personificaciones
concretas, malvados que nos han herido, o robado, u ofendido. También sería algo
más fácil de controlar, menos desasosegante, lo comprenderíamos mejor, sabríamos
de dónde nace y por qué; incluso advirtiendo lo poco razonable y práctico que a
la postre ese odio es, sentiríamos que satisface los requisitos de la
definición, esto es, que contesta a las preguntas. Pero este odio esencial o
meta-lógico es muy distinto, no contesta ninguna pregunta, no encaja en ninguna
definición y produce ese resquemor que sólo desaparecerá si el pasado se
reconfigura de modo que no tengamos que presenciar un orto tan insufrible.
¿Por qué es ésa nuestra respuesta? ¿A qué estamos respondiendo en realidad con
este odio esencial y meta-lógico? ¿Y por qué nos “ataca” tanto?
Es ahora cuando recuperamos algunos conceptos pre-cocinados en la Introducción:
“a) La tendencia hacia el Ser Supremo se da en todo ente y es a-racional, de
modo que en los seres racionales se da “antes y al margen” de su racionalidad;
b) cada ente tiende hacia el Ser Supremo por lo que tiene de ser;
c) la presencia del alma racional –y por tanto de la libertad– puede hacer que
los entes racionales “desanden el camino del Ser”;
d) es la entrelazada naturaleza de ser y no–ser, de la luz y la sombra,
diferente en cada ente, lo que produce (como propuesta, como horizonte, como
ensoñación óntica... tampoco me gusta ninguno de estos términos) un mapa
concreto del Ser Absoluto, distinto para cada ser, similar aunque siempre
diferente, diferente aunque siempre similar.”
“Allí donde la inteligencia no manda, donde sus esquemas reinan pero no
gobiernan, donde nuestra consciencia se ve obligada a ser inconsciencia, es
donde se da esa “culminación de la tensión del ser hacia su propio absoluto”,
donde nace o surge o se manifiesta la tendencia a lo Absoluto como una especie
de basamento óntico. El carácter dependiente que explica esa tensión y la crea,
al tiempo manifiesta su variabilidad individual, el hecho de que cada ente
racional sea distinto –aunque muy similar– a todos los otros y la culminación de
la tensión hacia ese absoluto sea siempre hacia un absoluto (minúsculas), no
hacia El Absoluto.”
La opinión adversa que motiva el odio esencial y meta-lógico nos afecta de forma
tan fundamental porque opone a nuestra visión de lo absoluto una visión de lo
absoluto diferente (minúsculas), pero nosotros sentimos que nuestra visión de lo
absoluto es la Visión de Lo Absoluto (mayúsculas), y esa opinión adversa atenta
contra la propia firmeza del Ser, destruye el cimiento óntico, es un crimen de
lesa realidad. Esa opinión adversa pretende que nosotros estamos plantados en
una región del ser que no es ser, que nuestras raíces no arraigan en nada. En el
fondo, y expresado de forma sencilla, la clase de opinión adversa a la que nos
estamos refiriendo aquí y que suscita ese odio esencial, lo que sostiene es que
no existimos y que ni siquiera podemos existir, ya que el mapa del SER en que
estamos anclados no es EL MAPA DEL SER, sino sólo es un falso mapa del ser,
ficticio, imposible, una ilusión. Ese opinante que “no nos ha hecho nada”, que
no nos conoce, al que ni siquiera tenemos delante más que en abstracto o en
pantalla, comete contra nosotros el gravísimo crimen de sostener que él existe
verdaderamente y nosotros verdaderamente no.
Mientras recibimos el ataque –generalmente sin que ese opositor sepa que nos
ataca, sin que sea consciente de nuestra atención– de que su ser es el SER y
nuestro ser diferente sólo puede ser no-ser, devolvemos la agresión con un odio
esencial meta-lógico que consiste en el sentimiento avasallador de que nuestro
ser es el SER y por lo tanto su ser no existe ni él tampoco, de que es
imposible, y de que las cosas sólo recuperarán el equilibro metafísico cuando
todo ese entramado demente regrese a la inexistencia a la que pertenece.
Puede que este análisis parezca radical, pero lo cierto es que el odio esencial
tiene su explicación en un territorio más profundo que el simple “odio
razonable”. Ya hemos visto que el tal “razonable” no lo es; resulta ahora más
sencillo comprender que éste esencial es igualmente “a–racional” y carece de
sentido. Entendámonos: no carece de sentido en cuanto a que no tenga
explicación, la tiene y la acabo de exponer. Lo que quiero decir es que es una
pulsión que, por hondísima que resulte, tampoco tiene efectos prácticos ni los
puede tener.
Desde nuestra visión del ser no podemos alterar su visión del ser, por mucho que
sintamos que la nuestra es la ÚNICA y VERDADERA. Sería como tratar de torpedear
un navío que flota en el Atlántico desde otro navío que flota en Google. Son dos
visiones del ser que ninguna es del SER, no tienen territorio común en el que
pueda llevarse a cabo algún tipo de interacción (por eso es una simpleza creer
que este tipo de odio se pueda desactivar mediante el diálogo..., no saben lo
que dicen). Cualquier acto (argumento, amenaza, explicación...) con que se
intente desactivar la ajena estructuración del ser, choca con la nota esencial
que todas estas estructuraciones tienen–y–son: que se basan en el convencimiento
de que no consisten en estructuraciones del ser, sino DEL SER. No sería un odio
esencial meta-lógico, ni tendría la firmeza que tiene, si se considerase a sí
mismo (siquiera de forma provisional y como hipótesis de trabajo) una variante
más dentro de un universo infinito de variantes. Recordemos que se trata de algo
a-racional, que se da antes y al margen de la racionalidad, que no puede entrar
a considerar otras hipótesis o variantes de sí mismo; recordemos que no consiste
en una opinión sobre la apariencia, sobre lo cambiante, sobre la versatilidad,
sobre el transcurso del voluble tiempo, sino sobre el ser en cuanto siente sin
duda posible que él es EL SER.
Por otro lado, incluso si lo planteásemos como una posibilidad racional dirigida
a un ente racional humano,
capaz de escuchar explicaciones argumentales (primer asunto imposible);
y trasladásemos nuestro enjambre de pulsiones ónticas al territorio racional
(segundo asunto imposible)
para construir argumentos inteligibles y plausibles (tercer asunto imposible),
y consiguiéramos convencer al adversario con estos argumentos (cuarto asunto
imposible),
la opinión adversa en sí misma seguiría siendo la que es, aunque ahora ya no la
sostuviese ese adversario manipulable. Es la pretendida existencia de un arma
óntica cuyo disparo destruye nuestro ser, lo que provoca en nosotros un arma
óntica cuyo disparo trata de destruir su ser, y a la cual estamos llamando aquí
odio esencial.
Nuestro puzzle de lo Absoluto está siendo amenazado por un puzzle distinto, y
aunque ninguno es de lo Absoluto, sino sólo de un absoluto, cada absoluto cree
ser Lo Absoluto y a lo absoluto no se le puede convencer de su relatividad,
porque es una contradicción en los términos.
Además, cuando sentimos ese odio esencial nos consideramos garantes del
universo, ya que estamos defendiendo el mapa de la Absolutidad. Es una pulsión
que nos trasciende, se ve agravada por la incomprensible estupidez de alguien
que sustenta –atención: no una opinión contraria a la nuestra, que eso es
natural y hasta nosotros mismos cambiamos de opinión como de camisa– sino una
opinión contraria a LO ABSOLUTO, en la que no sólo estamos nosotros, sino el
universo entero con nosotros, menos esos adversarios cuyo comportamiento es, en
fin, herético. Somos paladines del universo en las marcas exteriores del mismo
defendiendo la existencia contra la insensatez. No estamos odiando ¡qué va!:
estamos manteniendo la estabilidad del ser.
Este odio esencial es tan viejo como la Humanidad, no sólo el odio razonable, y
ha fundamentado las justificaciones de todas las barbaridades de la Historia,
desde los genocidios tribales a los holocaustos imperiales. Suplanta cualquier
empatía humano–humano porque deshumaniza al adversario, lo des-existe, lo
nadifica. ¿Se puede explicar de otro modo que unas gentes banales cualesquiera
maten a millones de congéneres con un “porque sí” sin mayor causa? ¿Todas las
tribus que han aniquilado tribus porque eran otras tribus y “organizaban el ser”
de otro modo? ¿Todos los imperios que han arrasado imperios porque sus dioses no
eran los dioses debidos? ¿Sin odio razonable, sin sentido alguno, con un odio
que es una enfermedad metafísica?
Mientras seamos lo que somos no alcanzaremos la Absolutidad, y mientras no la
alcancemos, el odio esencial estará presente atizando la catástrofe y no
dejaremos de ser lo que somos “porque hemos puesto nuestra confianza en la
furiosa discordia”.
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3.- Nuestro absoluto no es EL ABSOLUTO.-
Ya está dicho y repetido. Pero falta escudriñar una dimensión del asunto que
esta particularidad encierra y que no hemos anotado: si la visión del adversario
–con su pretensión de Lo Único– es parcial y, por tanto, falsa, la nuestra goza
de las mismas propiedades porque tampoco nuestro absoluto es EL ABSOLUTO. Dicho
de otro modo: el odio esencial provoca odio esencial, se alimentan el uno al
otro no como dos hogueras distintas, sino como un incendio siamés de
proporciones crecientes.
Voy aquí a otra cosa. Las visiones parciales –llamémoslas así– no son partes
insustituibles de alguna futura totalidad final, de tal modo que deberemos
recogerlas todas sin olvidar ninguna para que, cuando alcancemos el estadio
humano superior –si llega–, tengamos la posibilidad de completar ese puzzle
infinito de Lo Absoluto. No hay tal: cada visión parcial es, por esa su
parcialidad, una falsificación del mapa definitivo, un trampantojo que lo tapa,
un falso horizonte que oculta el Horizonte (y vuelvo a jugar una vez más con las
minúsculas y las mayúsculas).
Recordemos que la citada “culminación de la tensión del ser hacia su propio
absoluto” se produce en cuanto la realidad construida por la inteligencia es
rebelde en su comportamiento, no en cuanto es dócil en su ser. En otras
palabras, ya muy repetidas, recordemos que todo esto se produce en un territorio
a-racional y, por lo tanto, no en la luz de la realidad misma, sino en su
sombra, en aquello real que, aún creado por la razón, no la obedece; en aquello
real que se comporta como irreal, en la variante de la realidad que limita con
la nada. No podríamos “razonar” con esas visiones parciales ni aunque
quisiéramos, están en otro mundo. No las podemos someter a alguna especie de
formación de orden cerrado para que marchen todas al tiempo bajo la voz del
sargento mayor metafísico general. Aunque no siempre entren en controversia
todas con todas, como es notorio por la experiencia personal, puesto que muchas
son tan próximas que pueden sentirse más o menos hermanadas (o, al menos, no
amenazantes las unas para las otras), y muchas no se dejan ver, no se
manifiestan, o lo hacen de modo deshilvanado, poco agresivo, no como frentes
herméticos de sombría intimidación, sino como delicados velos semi
transparentes. Es la distancia –no sólo étnica o racial, no sólo religiosa o
ideológica, a veces basta con la distancia menor de distinciones
irrelevantes...– la que convierte la diversidad en agresión que se traduce como
odio esencial de ida y vuelta. Pero nunca se puede razonar con él, es como
tratar de oler el color amarillo.
La historia humana es tan lenta en su avance porque cada quien tiene fijo e
inmutable un propósito meta-lógico distinto al de todos los otros cada quienes,
y cada quien está seguro de que su propósito es el Propósito. Así que, en lugar
de una conjunción de esfuerzos, lo que hay es una confrontación de objetivos que
se pisan el terreno los unos a los otros. ¿Cómo se despoja a cada ente
individual de lo que siente como esencia propia y destino metafísico ineludible,
para que todos y cada uno adopten como suyo un ÚNICO ABSOLUTO en cuanto destino
a la vez propio y común? ¿Cómo se convierte a cada ser humano en un ser
supra-humano? ¿Cómo se convence al tiempo para que se consolide en eternidad?
Nuestra investigación sobre el odio nos ha mostrado que el odio es, básicamente,
un retardante de la conflagración amorosa universal, un obstáculo –quizá–
insalvable... Y lo es porque su anclaje lo retiene desde lo irracional, desde la
parte sombría de la realidad, no desde su más luminosa y creativa presencia.
Somos ciegos de ojos penetrantes que se tapan con las manos para no ver.
Odiamos porque no queremos amar.