COMENTARIOS A LAS ALEGORÍAS MELANCÓLICCAS
17-ALEGORÍA DE LA LLA
Miguel Cobaleda
TEXTO.-
De niño, su padre le había reñido con la voz profunda cargada de autoridad con
la que solía regañarle: “No mires al suelo. Un caballero cristiano no anda
mirando al suelo, camina con la mirada levantada y firme hacia adelante”. Este
relato, que nos confirma que él siguió mirando al suelo mientras caminaba, no
nos dice, en cambio, cuál sería la razón para desobedecer el consejo paterno, si
por considerar una necedad absoluta esa mierda de los caballeros cristianos, por
considerar necio caminar mirando al frente (dispersión de los pensamientos
íntimos ante la acumulación de reclamos visuales; obligación de saludar a los
conocidos al paso; peligro de tropezones, etc.), o por considerar necio a su
padre.
Lo cierto es que su costumbre de andar mirando las baldosas de la acera fue la
que le premió con la visión de la llave, en el suelo. Aunque hay una
incongruencia, ya que la llave no estaba a sus pies –que sería lo lógico si la
vio mirando al suelo–, sino lejos, en la acera, al pie de una papelera urbana,
casi en el centro de la larga avenida, brillando al sol con refulgente
esplendor. Tampoco nos dice este relato –que dice bien poco, la verdad– si su
tardanza en acercarse se debió a que primero pensó que se trataba de un trozo de
cristal, o a que luego, cuando por fin se dio cuenta de que era una llave de
oro, porque pensó que ya la habrían visto todos los demás que estaban en la
calle –una multitud en fila– y llegarían a ella antes que él. Titubeando,
andando muy lentamente, se fue acercando al tesoro y, en vista de que nadie más
se interesaba, se agachó como con desgana y recogió del suelo el pedazo de oro
que seguía en su mano brillando como si el fulgor fuese prenda –que no– de
eterna existencia.
La edad no había ralentizado los chispazos de su intuición, así que enseguida
relacionó la llave de oro con la puerta de oro (tampoco es que fuese una
relación difícil...). Pero ante la puerta de oro había una muchedumbre inmensa,
una cola casi infinita de aspirantes a abrir la puerta, muchos con sus propias
llaves –ninguna de oro, sino de peltre, de plástico, de cartón, de...–, muchos
sin llaves, confiados en milagros o sencillamente incapaces de resistir la
comezón de ponerse a la cola de una cola en la que parecía haberse juntado todo
el mundo–.
Convencido de ser su llave de oro LA LLAVE, fue derecho hacia la cabecera de la
fila interminable.
– ¡Eh, tú, a la cola, como todo el mundo!
– ¿Quién te has creído que eres?
– Estamos aquí desde hace días...
– Semanas.
– Años.
– ¡Siglos!...
– ¿Eres un “Fuera cola”?
– ¿Un qué?
– Un “Fuera cola”.
– ¿Qué es eso?
– En todas las colas, sean de la caja del super, del cajero del banco, de la
ventanilla para los billetes del tren o para las entradas del cine, siempre hay
FueraColas, sujetos que se apartan un paso o dos a la izquierda o a la derecha,
fingiendo que miran a ver por qué no corre la fila, pero que, en realidad,
aspiran a saltarse la cola al menor descuido y acercarse al principio con aire
inocente.
– No, no soy uno de esos. Pero es que yo tengo la llav...
– Todos tenemos la llave.
– La mía es la auténtica, y sin ella no creo que nadie consiga abrir la puerta.
– ¿Qué puerta?
Así que tuvo que renunciar a la salvación universal –abrir la puerta de oro– y
se volvió a su cubil solitario, donde murió al poco tiempo. Cuando le metieron
en una fosa común, nadie le quitó la gastada ropa ni miró en sus bolsillos, de
modo que enterraron con él la llave de oro. La fila infinita siguió siendo
infinita delante de una puerta que nunca se abriría.
Mejor nos habría ido a todos si hubiese caminado mirando al frente, como un
caballero cristiano.
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COMENTARIO.-
Este relato –que tiene más de cuento ficción que de alegoría, aunque también–
viene a reforzar la hipótesis de que los seres humanos tendemos a crucificar a
nuestros redentores o, al menos a apartarlos, olvidarlos, oscurecerlos,
preterirlos, negarlos. Sólo cuando están lo bastante muertos como para que sus
personas hayan sido canceladas, nos volvemos sobre sus obras para recoger lo que
haya en ellas de salvífico, de redención y de alegría, no antes, no vayan a
endiosarse estos profetas.
Eso sí, si en lugar de verdaderos redentores se trata de pantalleros [cantantes,
actores, políticos, deportistas del deporte-rey de cada sociedad o de cada época
–el fútbol aquí, el baloncesto, el estúpido baskeball y el salvaje fútbol
americano en los USA, etc.–, contertulios, diletantes, opinadores,
presentadores, “publicistas” –sea eso lo que sea...–], entonces el papanatismo
popular se entrega con admirada adhesión a ellos, a aplaudirles incluso cuando
escupen sobre el césped, hazaña que les otorga, al parecer, el estatuto de
dioses. Los profetas verdaderos no, que esos piensan y meditan antes de opinar;
los necios de cerebro hueco, esos sí, aunque opinen sin pensar, ya que el
pensamiento no es uno de sus atributos.
Que eso es así permite augurarle negro futuro a la sociedad humana en su
conjunto, es decir, desaprovechar las lecciones provechosas, remedar los
comportamientos vacíos, denigrar los valore superiores, admirar la basura
humana, retroceder las más de las veces en lugar de avanzar, aplaudir la
conducta falsa y despreciar la noble, elevada y excelsa.