COMENTARIOS A LAS ALEGORÍAS MELANCÓLICCAS
12-ALEGORÍA DE V
Miguel Cobaleda
TEXTO.-
Cuando el viejo sabio de Éfeso nos enseñó que “no es posible entrar dos veces en
el mismo río”, aprendimos que, si estamos ¿inmóviles? en medio de la corriente,
el río se va volviendo otro sin cesar y nos va cambiando a nosotros hasta que
dejamos de ser los mismos. Y que si tenemos los pies en medio del fluir del
tiempo, el tiempo nos va transformando hasta teñir nuestras sienes, secar
nuestros huesos y desnudar nuestras almas.
Así es el Viajero de mi alegoría, viajero a la inversa, inmóvil mientras las
naciones desfilan a su alrededor, que nunca ha salido de su región pero la
incesante mutación de los paisajes le ha obligado a viajar sin moverse del
sitio. En su Patria primera, Amadeus y Ludwig eran la música, Miguel Ángel y
Leonardo eran el arte. La poesía cantaba estos versos, metáfora del tiempo que
se consume incesante:
“Volando en medio de las nubes
que se derramaban en lluvia,
la flecha ardió señalando un sendero de llamas
y se deshizo en el viento,
igual que sucede con las estrellas
que, desgajadas del cielo,
pasan volando y arrastrando su cola ardiente”
(Virgilio, Eneida, Canto V),
o estos otros, nostalgia y entraña de la melancolía:
“Entré en mi casa, vi que amancillada,
de anciana habitación era despojos;
mi báculo más corvo y menos fuerte.
Vencida de la edad sentí mi espada,
y no hallé cosa en que poner los ojos
que no fuese recuerdo de la muerte”
(Francisco de Quevedo, “Miré los muros de la patria mía”).
Era una Patria en la cual las tautologías eran tautologías, la verdad era la
verdad, la excelencia era la excelencia, y ni la corrupción era la honestidad,
ni la cobardía era el valor, ni la necedad era la sabiduría.
Mientras los paisajes desfilan viajando ante el Viajero, éste contempla, a
ráfagas breves y terribles, cómo el talento es perseguido por una horda de
cucarachas inmensas –imposibles sus tamaños salvo en la demencia de la Historia–
que le obligan a refugiarse en remota y profunda cueva, sin la luz que es la
esencia de su tributo; cómo la excelencia tiene que abandonar la palestra y
entregar sus armas a la mediocridad; cómo la honestidad es herida de muerte por
la corrupción; cómo la avaricia le pone a la generosidad el cepo de madera de su
desprecio insolente. Las manadas de bestias sin cabeza –horror que al Viajero
asusta hasta obligarle a taparse los ojos con las manos– persiguen toda forma de
luminosidad y de belleza, la deshacen a dentelladas de sus dientes sin boca, se
adueñan del tiempo –especialmente del pasado– y luego se duermen sobre los
despojos con el sueño mineral de las piedras yertas. Poco a poco este viaje
cambiante va lijando los tejidos vitales del Viajero, primero la piel del alma,
hasta dejarla sangrante, con las vísceras latiendo a la vista; después el brillo
de su mirada interior, hasta apagarlo en la sombra como un ascua que se entierra
en el barro; luego la razón de su arquitectura, hasta derruir el edificio del
mundo entre escombros y cascotes. Finalmente la flecha de la esperanza, a la que
hurta su diana y condena a vagar eternamente sin rumbo.
Cuando el Viajero, agotado por este viaje asfixiante, suplica al Destino que le
permita moverse, elegir su camino, regresar a su Patria primera, consigue que
sus ruegos sean escuchados y vuelve al solar donde empezó, descubre que su
Patria no existe, que, donde estuvo, ya no está, que se han extraviado las rimas
de los bellos poemas, que la música se ha vuelto chirrido, que los cielos están
vacíos porque los soles han sido apagados y las estrellas convertidas en copos
de ceniza. Enredado en la volutas de su propia memoria, el Viajero nunca
descubrió que esa Patria primera que ya no existía cuando el Destino le permitió
volver, en realidad no había existido nunca.
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COMENTARIO.-
Una larga vida tiene también zonas oscuras, por ejemplo ir viviendo el cambio de
las circunstancias históricas, la variación del paisaje social, político,
moral.... cambios que no siempre son para bien y que al anciano casi siempre le
parecen para mal. El río que es distinto cada vez que una burbuja de agua pasa
junto a nosotros, entraña novedades que nos pillan en la vejez desnudos y
desarmados, en primer lugar porque nuestra costumbre es anterior –por
definición– a los cambios; en segundo lugar porque nuestras armas mentales y
morales estaban adaptadas a los enemigos de ese tiempo anterior, no a los
peligros nuevos y diferentes; en tercer lugar porque nuestras fuerzas han
disminuido; en cuarto lugar porque ha dejado de importarnos la victoria o la
derrota e, incluso, ya no las sentimos diferentes.
Lo que no quiere decir que en ocasiones, además de todo eso, el cambio haya sido
en efecto para peor, para muy peor, no sólo en la concepción del anciano que
vive este tiempo nuevo, sino en la realidad del juicio histórico/moral sobre
esos cambios. Porque nuestro tiempo actual con un grupo de facinerosos al
frente, no podría ser peor en momentos de paz, ya que la destrucción paulatina y
sorda de todas las estructuras razonables (la libertad, la legalidad, la
igualdad, la fraternidad, la posibilidad de una vida serena sin sobresaltos
prepotentes de un poder chulesco, la propiedad honestamente ganada garantizada
por la ley, etc., etc.) está siendo casi más nociva que las destrucciones
materiales de las bombas de la guerra.
Que las fuerzas del mal campen por encima de todos los valores, y las fuerzas
del bien no sólo lo consientan, sino que se muestren desorganizadas e
indolentes, es uno de los signos de nuestra sociedad en este momento de inmenso
riesgo.
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Desde le punto de vista filosófico, este tema del Viajero Inmóvil en medio de
una corriente de cambios constantes es una especie de síntesis entre las
doctrinas de mis admirados maestros remotos, Parménides y Heráclito. No sería la
primera, claro: yo tiendo a encontrar este mismo tipo de síntesis entre las dos
doctrinas varias veces a lo largo de la historia del pensamiento, desde Plotino
[el Uno solitario y único en medio de las corrientes –de descenso– la emanación,
y –de ascenso– la contemplación], hasta Hegel, claro, con su dialéctica general.
Pero es que yo soy una especie de sincretista global al que todas las doctrinas
no sólo le parecen verdaderas, sino que le parecen (en el fondo) la misma.