COMENTARIOS A LAS ALEGORÍAS MELANCÓLICCAS
04-LA FUERZA
Miguel Cobaleda
Cuando hablamos de la FUERZA en términos de naciones y geopolítica, nos estamos
refiriendo a su potencia militar principalmente; también a su territorio y
riquezas naturales, a su demografía, a su actividad comercial e industrial, a
sus infraestructuras, a su peso en el concierto internacional, sí... pero sobre
todo a su capacidad militar.
Las cosas han cambiado mucho desde la Segunda Guerra Mundial, el enemigo a batir
ahora mismo en Occidente es el terrorismo, como dije ya en la lejana década de
los años setenta del pasado silgo, en mi tesis doctoral, cuando afirmé que el
terrorismo era la Tercera Guerra Mundial, adelantándome –como en tantas otras
cuestiones– a la aparición de los nacionalismos, de los integrismos y de los
talibanismos. Ahora puede suceder que un aparato militar de cientos de miles de
hombres formando un ejército regular formidable, de billones de dólares de
gasto militar, más la alianza de cien naciones occidentales, retroceda y escape
ante unas cuantas bandas de cabreros armados con kaláshnikov falsificadas por
los chinos y compradas en bazares de todo a un euro. Cierto que la reciente
retirada de los EEUU de Afganistán no se debe a haber perdido la guerra –según
repiten como loros los medios de comunicación europeos– sino a haber perdido las
ganas de guerra, en especial de esa guerra. Su presidente ha comprendido
–supongo que de golpe, una madrugada de insomnio– que ese tal país ni siquiera
existe, que no tiene mar, que está en medio de la nada y junto a una cordillera
salvaje e intratable, sin riquezas propias –digan lo que digan sobre el litio y
el opio los medios que se han roto las meninges para encontrar algo que interese
en esa tierra remota– y que, por lo tanto, ya estaba bien de enterrar millones
de dólares y miles de jóvenes sólo para fingir que se estaba imponiendo la
civilización en un lugar que ha demostrado a lo largo de dos mil años que no la
quiere. Y se ha largado con viento fresco dejando a los habitantes y sobre todos
a las habitantas con la cabeza al trapo. La mala noticia puede ser que esa
nación imperial esté renunciando a sus ambiciones de imperio, y es mala porque
los europeos somos un botín muy goloso para integrismos de bomba y
colonizaciones asiáticas, y ni locos vamos a defendernos –nosotros, que hemos
hecho guerras de cien años y guerras de docenas de millones de muertos– ni con
policías europeos ni con ejércitos continentales; nos dejaremos llevar al
matadero como los corderos viejos y cobardes en que nos hemos convertido,
mientras el imperio guarda las fuerzas para cuando tenga que pelear con sus
mitrídates de asia.
Contra el terrorismo toda esa fuerza de misiles y portaaviones sirve de poco
frente a sujetos que aman la vida tanto –la vida...eterna– como para perder esta
otra –la vida presente– llevándose por delante con fulgurantes estallidos a unas
docenas de paganos e idólatras. La aldea global y el humanitarismo de politiqueo
ramplón siembran nuestro paisaje de asesinos suicidas a los que no se puede
combatir con un caza de quinta generación. Bien están esos cazas y esos misiles
nucleares para cuando el imperio se vea obligado a devastar continentes ajenos
para conservar el suyo, cuando convierta el territorio de remotos enemigos en
estepas desiertas radiactivas, pero ahora y en nuestro viejo solar europeo lo
que necesitamos es un antídoto contra el odio, si es que lo hay o somos capaces
de producirlo.
La fuerza tiene derechos o se los toma, moral y jurídicamente no es lo mismo,
pero en la práctica geopolítica no se distinguen. La fuerza primeramente se sabe
fuerte, en segundo lugar siente nuestra debilidad y finalmente se nos come,
porque para eso es depredadora y nosotros nos hemos convertido en presas. O
encontramos la forma de enseñarle a la fuerza que la nuestra es también
formidable, letal, igualmente contundente, y que sabemos defendernos del odio,
o...
La fuerza es lo que tiene, que no se detiene si no se la detiene.