COMENTARIOS A LAS ALEGORÍAS MELANCÓLICCAS
03-VALOR Y PRECIO
Miguel Cobaleda
En las infinitas interacciones humanas nos vemos obligados a establecer una
equivalencia de elementos de muy diferente naturaleza y función: tomates y
lecciones de álgebra, consejos jurídicos y llaves de tuercas, tratamientos
médicos y cobrar en la caja del super, viviendas y aspirinas, etc. etc.
Sostienen ciertos idealistas que no tendría por qué ser así, que en una sociedad
absolutamente solidaria e igualitaria, cada cual toma lo que necesita y ofrece
lo que puede, sin necesidad de equivalencias. Desde luego está claro que le
faltan a la Humanidad docenas de milenios para llegar a ese estado (el paraíso
comunista que ahora mismo –septiembre del 2021– una ministra –perdón– de España
defiende como gran descubrimiento reciente, se probó y se comprobó que es todo
menos solidario e igualitario, además de ser insolvente), pero es que en mi
opinión también en ese estado sería preciso establecer equivalencias porque la
equiparación de lo distinto lo exige.
Ahora bien, equiparar lo distinto no se puede. Se hace, pero no se puede hacer.
Es inevitable, pero es irrealizable. El comercio es una realidad social que goza
de una esencia contradictoria, ser real e imposible, ser lógico y carecer de
sentido. Nos vemos obligados a establecer una equivalencia entre el kilo de
tomates, el salario de un dependiente, una consulta médica, un destornillador,
un bote de refresco, una lección de baile, una caja de compresas higiénicas, los
premios de un torneo de golf, un artículo de periódico, un queso manchego... y
así podríamos estar hasta el día del Juicio Final. Podríamos comparar cosas
idénticas, tomates con tomates, incluso equiparar cosas emparentadas, tomates
con ciruelas, hasta acaso relacionar asuntos del mismo nivel activo, una clase
de álgebra con una consulta médica, pero está claro que no hay forma de
relacionar el valor de un queso con el de un trofeo deportivo, por ejemplo, o el
de una aspirina con el de un guión de cine. Es imposible, sí, pero es necesario.
Sabemos que los fenicios –unos genios a los que despreciamos de tapadillo (no
nos atrevemos a despreciarlos por lo claro porque lo impide un tal Aníbal Barca,
fenicio él, pero poco apto para ser despreciado)– inventaron el medio de
equivalencia o comparación entre objetos, bienes y servicios totalmente
dispares, inventaron el dinero, alabados sean. Se trata de un metro-patrón al
que todo valor se refiere. Lo que sucede es que, al referir todos los valores a
ese metro dinerario, el valor se convierte en precio, pero precio y valor no son
en absoluto la misma cosa. Es decir, el dinero=solución pervierte el fondo
lógico del problema al traducir la esencia en términos de circunstancia. Resulta
además que el precio –a diferencia del valor– es acumulable –el dinero se puede
sumar al dinero aunque vengan de orígenes remotos–, fungible –cuando el dinero
se gasta, desaparece–, huérfano –no tiene ni padres ni ancestros, es del que en
el instante presente lo detenta–, volátil –se desprende de los objetos con una
levedad pasmosa, lo que cuesta mucho puede dejar de costar, lo que cuesta poco
subir de precio como la espuma, dependiendo de circunstancias ajenas al valor de
los objetos y ajenas incluso al mismo precio–, fluido y maleable –basta con que
la bolsa mundial se acatarre para que todos los precios se vuelvan locos, vayan
y vengan–.
La conversión de los valores en precio, inevitable –al menos mientras otros
fenicios no inventen algo mejor–, oculta la esencia del valor con la máscara
circunstancial de la tarifa dineraria, de modo que dejamos de valorar lo que se
cotiza bajo –aunque sea muy valioso– y valoramos mucho lo que se cotiza mucho,
aunque no valga nada. Esta perversión posibilita que el sistema de valores deje
de ser sustancial para pasar a ser adjetivo, es decir, adjudicando como valor
(propiedad esencial del ente) lo que es ajeno a él, extrínseco. Un objeto que
tenga por sí mismo –por sus atributos y naturaleza– un determinado valor, pasará
a ser “apreciado” por su posición en la clasificación comercial, por su lugar en
la lista de los bienes deseados. El ejemplar único de algún mamotreto infumable
estará más cotizado que otro valioso si hay muchos ejemplares del mismo; un
autógrafo del idiota pantallero de moda será mucho más deseado que una lección
del sabio humilde y desconocido. Y cuanto más precio tengan tus servicios, más
precio tendrán tus servicios, todo ello ajeno a que tengan siempre el mismo
valor o que no tengan ninguno.
Pero no hay otro modo de equiparar que el dinero, el precio. De tal estado de
cosas resulta que ser campeón deportivo equivale a tres yates, dos aviones
privados, cinco residencias/palacios y cincuenta vehículos de lujo. Basta con
que la sociedad incluya tus servicios en un lugar elevado de la lista para que
el precio que te paguen por ellos sea inmenso; basta con que los sitúe en el
puesto inferior para que no llegues a fin de mes. Ésa es la razón –inevitable,
repito– de que patear balones con gracia suponga yates y palacios, mientras que
apalear miles de serones con escorias radiactivas suponga solamente tumores y
desplantes.