COMENTARIOS A LAS ALEGORÍAS MELANCÓLICCAS
02-LA DESESPERACIÓN
Miguel Cobaleda
La esperanza consiste en el futuro, de modo que, si ya no hay futuro, lo que
queda es la desesperación, por eso digo que la desesperación detiene la
corriente del tiempo, lo para, lo congela.
Los que no nos suicidamos (o nunca o todavía) propendemos a considerar la
desesperación desde fuera como algo extremo, explosivo, muy febril y ardiente.
Por el contrario, la desesperación es un páramo helado sin puntos cardinales.
Puede que estés perdido en medio de la estepa helada y desierta pero, si tienes
una brújula, tienes un destino y, si tienes un destino, tienes una esperanza.
Puedes caminar hacia un punto, de modo que ese punto existe para ti y, mientras
haya un punto al que tú te diriges, tu tiempo sigue fluyendo, tu destino sigue
en marcha. Cuando al páramo vital se le borran los puntos cardinales, cuando
deja de haber un destino, dejas de tenerlo y entonces la desesperación es tu
único paisaje.
Lo raro es que esto les suceda a tantos jóvenes. Tiene cierto sentido lógico que
suceda en la ancianidad, “cuando ya nada se espera personalmente exaltante”,
como dice el poeta, cuando el repertorio completo ha sido interpretado por el
instrumento vital, cuando los amores han muerto y los amigos han muerto y
solamente la muerte no ha muerto. El vivir va agotando sus fuegos con los años,
el paisaje se va quedando cada vez más frío, poco a poco se desdibujan los
puntos cardinales porque, aunque la mente siga activa, ya no se desea seguir
caminando con la intensidad suficiente para dirigirse a un destino. Ni qué decir
tiene que la ancianidad ni exige ni supone la desesperación, colapso del
espíritu que en muchísimos ancianos, felizmente, no se produce. Por longa que
sea la vejez, siempre continúa la curiosidad –si la hubo–, siempre sigue la
tensión vital –si existió–. Y desde luego que no es el tiempo el que se borra a
sí mismo su propio mañana, de forma que el viejo sigue teniendo un mañana si
continúa caminando hacia él, aunque sea ya a paso moderado.
En el caso de los jóvenes –en todas las desesperaciones– es la propia
desesperación la que difumina los puntos cardinales, no al revés. No nos
encontramos de pronto en un desierto gélido sin rosa de los vientos, y por ello
nos desesperamos, sino que nuestra trayectoria vital nos desespera y eso hace
que congelemos el paisaje a nuestro alrededor y tachemos el futuro de nuestro
mapa vital.
Parar el tiempo para dejarnos morir en medio de la nada es una decisión nuestra,
no es decisión del tiempo, ni de la muerte, ni de la nada, que no tienen ese
poder –aunque tengan otros–. Pero sí: la desesperación detiene el tiempo,
nuestro tiempo, lo fosiliza, nos convierte en un residuo hecho piedra sin edad,
horada un hoyo interminable en medio del hielo y nos deja caer sin fin fuera del
curso de las cosas.
Que tal suceso espantoso les ocurra a tantos jóvenes es culpa del paisaje
social, inmisericorde, insolidario, agrietado, ciego. Las muertes de jóvenes por
suicidio me parecen asesinatos de los que todos somos responsables, un genocidio
silencioso que no parece preocupar a nadie, salvo a sus deudos inmediatos que se
tropiezan de golpe con esa oquedad espantosa y ni siquiera la entienden. Siento
la necesidad de despertar a los suicidas para entibiar su esperanza y pedirles
perdón por no haber estado esperándoles en medio de ese páramo frío, siquiera
con la manta de un abrazo, al menos con mi rosa de los vientos dibujada a mano
sobre un papel reciclado. Por no haberles prestado mi brújula, mi norte, mi
destino.
¿No somos conscientes de que cada tiempo personal que se detiene y destruye su
futuro, destruye todo futuro y ralentiza todo el tiempo? ¿No sabemos que somos
eslabones de una misma cadena? ¿Somos tan ciegos y estamos tan locos?